Ivana recorre el pueblo desierto con los pies pesados. Sus sandalias de cuero levantan un polvo arenoso cuando pisa los caminos. Antes de salir de casa, se ató un pañuelo empapado en la cabeza para protegerse del calor, pero la tela ya está seca y la humedad que le pringa las sienes y la nuca proviene de su propio sudor, el mismo que le moja la cara interna de los brazos, bajando por las axilas, y también entre las nalgas.

Ha visitado tres sitios donde no ha encontrado a nadie: primero fue a casa de Elena, quería consultarle algo sobre unas hierbas, sufre dolores de cabeza que son como heridas en el cráneo. Elena tenía la puerta cerrada e Ivana se ha asomado a la ventana de la cocina, el aire agrio del interior apesta, pero ha podido oír unos ronquidos, la vieja estaba dormida, no muerta, y ha preferido no despertarla. Luego ha bajado la cuesta hacia el bar de Enrique, donde tampoco había nadie. Silenciosamente ha entrado en el recinto y ha contemplado la cosa macabra que cuelga del techo. A Ivana siempre le faltó ingenuidad para apreciar la sensibilidad de las mentes imaginativas, eso le decían sus compañeros de las comunidades. Enrique debía de estar arriba, a esta hora primera de la tarde el cuerpo no responde, el campo lleva el ruido de las chicharras, es el eco letal del calor.

Parece una tarde de verano cualquiera, el sol destroza la blancura de las paredes y la convierte en una luz poderosa ausente de matices. Se ha sentado en el poyete adosado a la pared a descansar. En las leves grietas de sus labios se acumula el sudor, fino y amargo cuando la lengua lo chupa. El dolor de cabeza se confunde con la canícula, querría beber algo, tiene la garganta como raspa de pez, pero no se atreve a entrar de nuevo y abrir el grifo del agua, donde podría remojar otra vez el pañuelo y aliviarse. Puede que Enrique esté durmiendo en su cama, o puede que lea un libro, sea lo que sea no quiere molestarlo ahora ni establecer intimidades. El sudor provoca. El verano de los niños no trae esta dosis de sufrimiento, sino que se limita al silencio perturbador del interior de las casas y de la pesadumbre de las calles, muertas de aburrimiento. El verano es liberador cuando eres joven, muy joven. Si quedara algún perro estaría tirado a la sombra del árbol que hay enfrente del bar, con la lengua caída hacia un lado y los ojos pacíficos.

Ivana ha emprendido el camino hacia la casa del viejo. El huerto que la rodea, lleno de árboles frutales y surcos de tierra sembrados de legumbres, es el lugar más apetecible. Desde una distancia prudente puede ver que nadie se mueve bajo las sombras de las ramas, la puerta está entreabierta pero Ivana intuye que el viejo no está dentro. Andará con ellas, cobijados los tres en algún lugar secreto. Zhenia cada vez pasa más tiempo fuera de la casa. Por un lado esto es un descanso para Ivana, pero le hace sentir una angustia inexplicable. La niña está creciendo, aunque no será muy alta, a no ser que se estire como un elástico en la adolescencia. Su pubertad es trabajosa. Ivana espera una menstruación repentina o el crecimiento del vello púbico de un día para otro, y ninguna de las dos cosas llega. Quizá la impaciencia le hace ver cosas extrañas, porque nada más han pasado unos meses y Zhenia solo tiene nueve años, y no nueve años cualesquiera, sino unos nueve años lentos, físicamente un poco retardados aunque, ahora que lo piensa, quizá se parezca a su madre, pues su madre era una mujer menuda, delgada, frágil, ese tipo de mujer siempre en el umbral de los veinte, todo lo contrario que ella, que ya a los trece tenía la corpulencia de los treinta. Claro, Zhenia se parece a su madre y los rasgos de la niñez jamás se le irán de la cara, incluso de los movimientos. Será una mujer engañosa, igual que ahora es una niña engañosa. Tiene algo que la hace tonta algunas veces, un bebé, y sin embargo su cabeza funciona como una culebra, su aprendizaje es sagaz y su corazón, Ivana lo sabe, maquina comprensión y desconfianza a partes iguales.

La tarde pasa despacio, como rueda de molino seco. Ivana recorre el camino hacia el puente y no puede evitar recordarlo con su murmullo de agua fresca en el pasado. Enrique le ha dicho, quizá vengan los torrentes y se llene de nuevo. No se sabe lo que puede pasar. Eso sería una alegría, el río daba peces gordos y jugosos que pescaban con las manos en algunos ensanches de poca profundidad. Hace tanto tiempo de eso. Ivana imagina a Zhenia con los pantalones de tela fina remangados hasta las ingles y cogiendo peces, histérica. Piensa que sería hermoso. Quizá ofrecerle un futuro a la niña fuera la única solución, pero el futuro no depende de ella. Es más, ya le ha ofrecido uno: no hay más paz que este pueblo abandonado, a pesar de la incertidumbre, y además recibe clases, y tiene independencia, ahora mismo no sabe dónde está y aun así sabe que está a salvo.

Los músculos de las piernas le duelen, está cansada. Ve el puente a lo lejos y decide cambiar el rumbo y subir otra vez hacia las casas. Vuelve a pensar en el crecimiento tardío de la niña y se da cuenta de que siempre imaginó que Zhenia sería como su padre. El padre de Zhenia, Lev. A veces la niña llama así al gato e Ivana siente un pellizco de remordimiento. Lev era un hombre joven, alto, fibroso. Su pelo rubio oscuro a veces parecía una corona y a veces un trapo viejo. La cara era como la de toda su familia, de rasgos eslavos y difusos, un poco bobalicona. Sus ojos eran distintos, eso sí, más salvajes y de color claro. Lev le gustó nada más verlo aparecer en el refugio. Apenas hablaba el idioma, pero, receloso y desesperado, a trompicones les contó a todos su situación. Venía sucio, muerto de frío, e Ivana intuyó al instante su problema: era un hombre torpe, ineficaz, completamente perdido, pero resistente. Esa resistencia férrea, campesina, les había permitido sobrevivir, pero no había impedido que anduvieran en círculos durante mucho tiempo y que su mujer cayese enferma con aquel virus. En el refugio lo llamaban la pandemia, pero Ivana ya sabía que no existía pandemia sino miedo y que todo venía de la mala alimentación, la suciedad, el caos, el líquido contaminante que se vertía de las ciudades hacia el campo. No había pandemia, solo enfermedad. Rápidamente les ofrecieron un hueco, comida, etcétera. Ivana se aprovechó de la debilidad de Lev y fue ella la encargada de traducir su atropellado discurso, que en ocasiones parecía una disputa.

Cuando los tres llegaron, el hombre tenso, la mujer enferma y la niña, callada, Ivana ya tenía pensado volver al pueblo. Incluso había hablado con quienes la llevarían hasta el punto más cercano de comunicación, donde los gitanos pasaban de vez en cuando con su camioneta para repostar, podría hacer el enlace y en unos días estaría en su casa, el único lugar de todos aquellos en que había vivido en que tenía una casa. Pero Lev llegó e Ivana decidió esperar. Nunca habría imaginado que en esa espera acabaría llevándose consigo a la hija de aquel hombre, al principio se quedó solamente porque creía que tarde o temprano se acostaría con él, su mujer apenas abría los ojos para comer y pasaba el día entre en fiebres y temblores. Al principio, Ivana pensó que la mujer moriría, no podía tardar mucho. Había imaginado ese momento y sabía que Lev no derramaría una lágrima; después de pasar unos días junto a ellos, sabía que tampoco actuaría con violencia. Lev llevaba sobre él la terrible culpa de haber cometido una equivocación que ya no tiene vuelta atrás, el cansancio de rastrear algunas ciudades sin éxito y la certeza de no saber proteger a los suyos. Ni siquiera era un hombre orgulloso; en realidad no era más que un joven superado.

Ivana y Lev hablaron durante algunas noches, sentados junto a la mujer tendida y la niña. La mujer no murió, aunque no tenía fuerzas ni para ponerse de pie. Había algo hechizante en ellos tres, el deseo sexual hacia Lev se fue atenuando aunque sin desaparecer del todo, Ivana decidió marcharse por fin. La noche anterior, quizá en un arrebato de conquista, le contó a Lev adónde iba, le explicó que quedaba muy lejos, que era difícil llegar, pero que allí estaría bien durante un tiempo, a lo mejor mucho tiempo, ojalá el suficiente. Al parecer, Lev había agotado su afán de supervivencia. O quizá no era eso, quizá fue inteligente, rápido, tremendamente práctico. Le señaló a su hija con la barbilla sin decir nada. En ningún momento se planteó seguir a Ivana, cargar con su mujer, llevarla de nuevo a un viaje en el que ya no confiaba. Pero al menos la niña. Ivana no supo si romper a reír o alejarse de aquellos extraños, sentada junto al hombre lo pensó durante un tiempo, estuvieron más de una hora en silencio. Cuando se decidió, llevada por un impulso desconocido para ella, en absoluto madurado, Lev sacó a la niña al frío de afuera y le estuvo explicando. Más tarde Ivana sabría que poco había tenido que decirle su padre, que la niña por sí sola no habría podido tomar una decisión pero que era consciente de que no tenía salida junto a sus padres. Más que sus padres, parecían sus hermanos mayores, unos hermanos a los que debía obedecer sin que tuvieran la capacidad suficiente para protegerla. Los límites del amor son escabrosos en esas situaciones.

Durante el viaje, Zhenia le contó su llegada, el peregrinaje por la ciudad, donde Lev llamaba a las puertas de algunas casas al azar y ofrecía servicios de fontanería o electricidad, sin ninguna herramienta, chapurreando palabras, mientras la madre y la hija esperaban en la calle sin hacer nada. Al parecer ese había sido el único plan. Solamente dos o tres veces aceptaron su ayuda en las casas y recibió dinero o comida, el resto era cansancio y la búsqueda de otros grupos que estuvieran en la misma situación. Tuvieron suerte de no dar de bruces con el peligro. La niña tenía fuerzas, determinación, leía y hablaba el idioma mucho mejor que sus padres. Y aceptó, impasible, dejarlos solos y marcharse con una desconocida hacia un supuesto lugar amable. Ella sí conservaba su instinto de supervivencia como un tesoro. A la mañana siguiente, cuando Zhenia ya se había despedido de ellos y la esperaba junto al camión, Lev la abrazó agradecido, su cuerpo era un palo fibroso y eléctrico que hizo que Ivana tuviera ganas de llorar. Por supuesto, nunca le dio las señas del pueblo, Ivana siempre actúa hasta las últimas consecuencias.

Ha llegado hasta la plaza, un recodo de polvo silencioso. Hace años que no entra en la iglesia. El interior está fresco y el sudor empieza a secársele en la piel. Sentada en un banco, con el vestido remangado a mitad de los muslos, deshace el nudo del pañuelo y respira profundamente. En realidad no sabe por qué ha escapado de su casa en esa tarde inmóvil. Buscaba compañía, un alivio indeterminado, a veces la soledad no la deja pensar, ni dormir, la arruga. Ahora se siente mejor. Dentro de la iglesia viven pájaros negros. Todo parece estar en orden. En algún lugar, la niña estará contando piedras o escuchando historias falsas. No puede evitar preguntarse qué será de esta calma cuando lo verdaderamente importante falte, desaparezca, qué será entonces de las estrechas relaciones que mantienen, de la distancia que en el fondo guardan. En qué eslabón se romperá la cadena.