Voy con un par de pilas en el bolsillo. El tacto, su peso de péndulo me hacen recordar la obsesión por la basura. Yo fui un militante recio en la lucha contra los desperdicios, y me parece mentira que ahora este asunto no me preocupe. Fui implacable desde mucho antes de que las autoridades nos facilitaran el reciclaje. Ni siquiera al principio confié en ellos, y cuando por fin colocaron contenedores especiales por todos los barrios, con carteles explicativos y publicidad a través de los medios, no sentí alegría ni mucho menos sensación de triunfo. Es difícil sentir triunfo en aquel lugar lleno de contrastes. Lo que despunta por un lado implica siempre un agujero mortal por otro, la trampa está servida.

Yo llevaba años intentando reciclarlo todo. Por supuesto hacerlo completamente era algo imposible, faltaban medios, pero nosotros, los del centro de investigación y yo, intentábamos no producir demasiados desechos, es la mejor forma de no tener que preocuparse por ellos. El plástico era mi enemigo y me resistía a comprar cosas envasadas en la medida de lo posible. Esto suponía un problema para mi convivencia con Nadia, cuando vivía con mis compañeros de la universidad nuestra casa era un reducto antienvoltorios, pero a Nadia le resultaba difícil vivir así. Yo llevaba años yendo a la compra con una mochila para meter las cosas, y solía comprar casi todo fresco; ella venía cargada de bolsas y dentro de estas bolsas otras bolsas con carne envasada, fruta envasada, yogures, latas. Recipientes basura. No solo eso, prácticamente todo lo que una persona utiliza en una ciudad viene envasado. Nadia llegaba a casa y me reprochaba que tuviera las luces apagadas, a excepción de un flexo bajo el que yo estudiaba. Criticaba mis hábitos e iba encendiendo lámparas colocadas para crear ambiente. Nuestra casa era un lugar hermoso cuando ella estaba dentro, pero yo era implacable. Mientras ella guardaba la comida envasada en nuestra despensa llena de envases, y sacaba de sus envases los objetos nuevos, las gafas de sol, el conjunto de ropa interior, los libros de arte envueltos en plástico fino, modernos dispositivos electrónicos con sus cajas a lo matrioska, las cremas antiedad contenidas en preciosos botes que a su vez venían en pequeñas cajas de diseño y estas a su vez en bolsas doradas de papel brillante plastificado, yo le machacaba el cerebro con mi discurso. Nadia tenía razón, los contenedores de reciclaje adornaban una ciudad donde no había plantas de reciclaje. Hacían con la basura de los civiles obedientes lo mismo que hacían con la de los desobedientes. ¿Entonces qué hay que hacer?, me gritaba ella, sentada en el sofá rodeada de exquisito papel cristal y polímeros tornasolados. Lo que hay que hacer es no generar. Y ella resoplaba, ¿y los condones, y el bote de lubricante, y las bolsas de té que tanto te gustan, y la energía que gastas hasta llegar a tu adorada universidad en el extrarradio, y los bolígrafos, el papel donde escribes, tus propios excrementos, las películas, la música que compras? Era un largo etcétera de imposibilidad. Voy a lo mínimo, le decía. Pero ella se debatía bajo mi discurso, cansada, exasperada de mí. No eres un ciudadano ejemplar, Martín. Claro que no lo era. Eso no existe. Ser un ciudadano ejemplar es un eufemismo. Por eso quería alejarme de allí, no ser un ciudadano.

Es cierto que solo conseguí convencerla cuando ya el dinero ni siquiera era suficiente para comprar plástico, cuando no hacía falta que controlara las luces de mi casa porque la electricidad no era un bien estable. La alarma, lo enrarecido, las comunicaciones intermitentes. Aquello era algo más que una amenaza, una sociedad sin oxígeno en sus branquias. Pero ahora está tan lejos que he olvidado la psicosis del reciclaje. Voy con un par de pilas en el bolsillo hacia el bar de Enrique, son pilas gordas de linterna, de las que ya no se utilizan en casi ninguna parte. Ahora mimo mi huerto como antes mimaba mis investigaciones, solo que con más eficacia. Lo de antes era inútil, pero la tierra me responde con su milagro y tengo unas berenjenas como melones que voy a ofrecerles a los gitanos para que me traigan pilas como estas.

Quiero que la linterna vuelva a funcionar para que Zhenia pueda usarla en su vuelta a casa. Me estoy acostumbrando a acompañarla, y por supuesto no voy a dejar de hacerlo, pero al menos procuraré espaciar los días. Hay veces en que vuelvo a casa, apretando el paso por el camino y con los músculos muy tensos porque casi es madrugada, y algo parecido al remordimiento hace que me tiemblen las manos cuando abro la puerta de entrada. La otra noche, hace ya no recuerdo cuánto, Nadia no estaba en casa cuando llegué, y no puedo reprochárselo, ni tampoco puedo hacerle preguntas. Tampoco ella las hace. Todo esto me lleva a pensar que lo único que yo ansiaba no era salvación sino comodidad.

Ahora no me preocupo por nuestra basura: lo orgánico, que es casi todo, va al pozo que hay junto al huerto y se convierte en un compost magnífico para la tierra, el mejor abono para las plantas. Dentro de poco cagaré en ese pozo para tampoco tener que preocuparme por mi mierda, y me limpiaré el culo con las toallas pequeñas y mojadas que Nadia tiene junto al váter, las que luego lava sin asco en la bañera, dejándolas reposar en el agua después de haberlas frotado con un jabón duro y eficaz que nos trajeron. Tengo que pedir papel higiénico. Menos mal que no hay que abastecerse de tampones y demás material femenino. La copa menstrual es un éxito. Mujer maniobrando con sus dedos y con su sangre, a veces marrón oscuro, a veces púrpura o roja. Con las piernas flexionadas, ensaliva la silicona para hacerla entrar, al cabo de unas horas la saca: al volcar el recipiente ovalado de la menstruación, la densidad de la sangre se desliza hasta las tuberías. En el lavabo se enjuaga las manos, y quedan tan limpias.

Lo que me pasa con la basura es lo mismo que me pasa con Nadia, yo quería huir de aquel fanatismo que me contradecía, de aquella preocupación y aquel hastío, pero también quería conquistar del todo a Nadia, traerla conmigo al fin del mundo, apartarla de sus amigos, de aquel hombre del pasado a quien no podía olvidar y de aquel otro nuevo figurante al que se follaba los martes cada dos semanas, posiblemente algún día más que los martes, posiblemente todas las semanas. Yo quería ser su único punto de referencia. Nunca pensé que pudiera conseguirlo, fue un golpe de suerte. En realidad me aproveché de su debilidad. Y ahora que estamos aquí la dejo sola algunas noches. Ni siquiera durante el día nos hacemos mucho caso. Es paradójico. En este lugar solitario nuestra vida en común es escasa, o al menos no es absorbente. ¿Me tiene solo a mí, la tengo solo a ella? No lo sé. Hablamos lo justo, vivimos juntos, comemos uno frente al otro verduras cultivadas por mí, leemos uno al lado del otro, hacemos el amor si nos apetece, bebemos alguna que otra vez en lo de Enrique, casi nunca en casa, fumamos, qué placer insólito, apoyados en el capó del coche cada vez más polvoriento y recalentado, la vigilo con los prismáticos cuando se interna en el bosque, ella me grita desde lejos, no te preocupes, no hay jabalíes, no hay águilas, cuando llego tarde por las noches la miro dormir y en vez de meterme con ella en la cama y abrazarla me siento en el salón, y en lugar de escribir en la máquina mi utópico ensayo tecleo: vinimos para estar solos, vinimos para estar solos, vinimos para estar solos. Cuando llego al final del folio apunto: y para no sentirnos culpables. Soy un cobarde.