El pollo ha estado encerrado más de veinticuatro horas en la cochinera, solo, sin comida ni agua. Al principio se volvió loco, intentaba volar, se oían sus cortas alas chocar contra la madera del recinto a oscuras. Cuando llegó la noche el pollo ya guardaba silencio, Elena antes de irse a dormir se asomó por si el bicho había muerto a causa de los golpes, pero estaba acurrucado en una esquina, con el plumaje embarrado. Ahí lo dejó hasta esta mañana. Se ha levantado temprano, a la vez que el sol. Al abrir la puerta de la casa la claridad ha dañado sus ojos acuosos. Ya no hay ningún polluelo en la cocina, todos están en el corral cumpliendo sus funciones.

Ha tenido mucho trabajo en los últimos días porque el corral necesitaba más nidos y más compartimentos. Enrique la ayudó con el martillo y el serrucho. Algunos animales están separados por enfermedad. Elena prefiere que se mueran rápido, su indocilidad la aburre. Damián vino a decirle: estás haciendo un buen trabajo, y ella lo tomó como burla porque él odia la carne de pollo. El viejo había hecho un esfuerzo al subir la cuesta hasta su casa ayudado por su bastón nuevo, que ya no es un palo de andar sino un bastón de anciano. Damián le dijo estás haciendo un buen trabajo y ella quedó tiesa con la boca apretada y ya no le ofreció nada de beber y quiso que se fuera lo antes posible.

Esta mañana ha preparado dos cazuelas con agua, una pequeña para hacer infusión de romero y otra grande, para utilizarla después. En la pequeña, cuando el agua hierve, mete un manojo espeso de hierba y espera a que burbujee de nuevo. Tiene los tobillos y los pies hinchados desde hace unas semanas; no reconoce sus dedos que parecen de persona gorda. El exceso de carne solamente es útil en los animales. Hace demasiado calor. Por las noches duerme bocarriba, con los pies en alto apoyados en unos cojines, pero la hinchazón no baja. Necesitaría agua fresca pero lo que sale del grifo es un líquido cada vez más fino y más tibio. Acabará por tener que pedir algún favor a los que tienen frigorífico. También su bombona de gas está acabándose, la ha tumbado en el suelo para aprovecharla mejor; en el salón hay preparadas unas cajas llenas de verdura y los del intercambio están al venir. Ella podría apañárselas haciendo un fuego, pero quiere que lleguen pronto porque piensa ofrecerles la pechuga del pollo que matará esta mañana. Si no, la pechuga será para Enrique.

El agua hierve otra vez y la cocina se inunda de olor a romero caliente. Lo cuela, vierte la infusión en una taza grande y aparta las ramas mojadas para frotarse con ellas los tobillos y la planta de los pies. Cuando la ha bebido, sale afuera a buscar al pollo. Lo dejó todo preparado la noche anterior. El pollo no se resiste, se amolda a sus manos cuando lo coge. Solo sus uñas se enganchan en el delantal sucio de Elena al colocarlo en la mesa con un movimiento rápido: con una mano lo inmoviliza, con la otra coge el cuchillo, afilado hasta la histeria, y corta unos milímetros de yugular, de donde brotará la poca sangre que guardan las gallinas. Elena queda hechizada durante un momento por el color rojo claro que sale del animal, breve pollo escuálido de plumas embarradas. No hay mejor color en el mundo que el del interior de un animal. Cuando lo ha desangrado por completo entra en la casa para calentar el agua de la cazuela grande. Siente el peso de sus huesos en los tobillos globo. Todo le molesta, la ropa, la tela del delantal, la mucosidad seca en la garganta. Luego descansará un rato, hasta que pasen las horas de calor.

Espera a que el agua hierva apoyada en el quicio de la puerta, observando. Por la altura del sol sabe que ya es la hora del demonio, tiene que aparecer de un momento a otro, quizá ya esté escondida en alguna parte, entre los árboles. Irá arrastrándose poco a poco hacia allí. El demonio amarillo sabe cuándo Elena tiene trabajo, no hay secretos fuera de los muros. Durante días y días Elena ha contado sus pollos, temiendo que falte alguno, sus sueños son cada vez más espesos y el demonio podría robarle durante la noche lo que quisiera sin que ella se diese cuenta. Pero nunca ha faltado nada. Las enfermedades de las gallinas son naturales, debidas a su mala constitución y a la falta de limpieza y de agua nueva que caiga del cielo. O sea que el demonio amarillo no es un ladrón ni un envenenador. Junto a los mayores, la niña puede parecer una niña, incluso una niña dócil, pero sola es otra cosa. Elena sabe que tiene la edad justa en la que pronto, si se alimenta bien, dejará de ser una niña. Si tiene fuertes los huesos, ya podría vivir sola, irse lejos o habitar una casa. Es lista, nada más hay que mirarle los ojos. Pero todos la tratan como a una niña, quizá por su estatura, por la flaqueza de sus miembros, la cara redonda y el pecho tan plano como una piedra. Por los sonidos que emite a veces, gemidos de felicidad. La transformación puede llegar en cualquier momento y Elena ha de estar preparada. No es un animal cualquiera, es alguien que vigila, y eso es lo peor que puede hacer un animal. Los zorros, los lobos son así, vigilantes y enemigos. La primera vez que la sintió rondar su casa perdió el control. No quiere engañarse y pensar que viene por simple curiosidad. Después de aquel primer día, la alarma prendió mecha en Elena y salió a buscar hierbas y frutos especiales. Le costó trabajo encontrar los adecuados, a pesar de que son duros se resienten por la sequía. Cuando lo tuvo todo lo metió en un bote, escondido al fondo de la alacena; si alguna vez necesita algo letal ya está prevenida.

Elena masca una rama de romero en el quicio de su puerta y mira hacia los arbustos del camino y hacia los troncos de algunos árboles. Bastan sus ojos: la niña jamás se acerca al huerto ni a los corrales, pero está por ahí fuera, en algún sitio. El agua ya hierve. La vieja va a buscar al pollo muerto, lo agarra de las patas y la cabeza cae apuntando hacia el suelo, goteando los últimos sorbos de sangre. En esa posición lo lleva a la cocina y lo sumerge en la olla de agua hirviendo sin soltarlo. Está recién muerto y no debería de ser difícil desplumarlo, pero estos pollos tienen el pellejo duro y prefiere hervirlos para que no den problemas. Cuando ha hervido durante uno o dos minutos, apaga el fuego y lleva el pollo chorreante a la parte de atrás, donde con movimientos mecánicos, casi nostálgicos, va arrancando los manojos de plumas. De vez en cuando coge un puñado de sal gorda y se frota las manos con los granos. A ella se le está poniendo esqueleto de pollo. Sus dedos son muy parecidos a las garras de los animales que ahora cría. Tiene plumas pegadas en el escote, en los pliegues del cuello, alguna pelusa agarrada a los párpados le hace cosquillas. Aguanta estoica. Con el cuchillo descuartiza al animal después de pelarlo entero. La carne es de un tono a medias entre el naranja y el rosáceo, sabe que será sabrosa, aunque ella solo comerá las vísceras, lo demás lo repartirá. Cuánto trabajo para tan poco músculo, y eso que este pollo era el más gordo. Su padre pelaba pollos como si abriera nueces, pero a ella siempre le aburrió. El mejor placer es el tacto de los riñones y el hígado, ese latido resbaladizo y pequeño: cuando los encuentra sonríe, los arranca con los dedos garra, y delicadamente se los mete en la boca, donde los limpia suavemente con su propia lengua y los escupe luego en la palma de las manos, antes de dejarlos en un bote aparte del resto de la carne. Se los comería crudos, pero cocinados, cortados en minúsculos tacos y preparados con arroz hervido, le durarán una semana. Si los tragara de golpe solo sería un segundo.

Ha terminado. El pollo está en la cocina, separado por partes. Más tarde, cuando descanse las piernas que le crujen como un costurero viejo, echará de comer al resto y limpiará los corrales. Ya debería haber recogido los huevos del día, pero está fatigosa. Una sola cosa antes de entrar a la casa y tumbarse: la cabeza del pollo, aún unida a un extremo de cuello cortado, descansa sobre la mesa de matanza, la coge como si fuera una honda y se dirige con ella colgando hacia los arbustos de enfrente de su puerta. Con el último movimiento rápido, la lanza con furia hacia lo frondoso, con esperanza de apuntar a su diana. Es efectiva como un dardo: los arbustos se mueven, el diablo asustado huye hacia el pueblo. Es hora de desayunar.