Es un acontecimiento que el cielo se haya cubierto de nubes. A lo largo del prado, más allá del puente y la llanura, la línea del horizonte aparece difuminada por la calima. Son unas nubes planas, que ni mucho menos preceden a la lluvia. Están cargadas de humo y se limitan a ensuciar el paisaje y a cubrir el sol, que aparece en lo alto como un punto de luminosidad opaca.
Nadia y Zhenia han ido a casa de Damián muy temprano, después de dar las clases en el bar de Enrique. El viejo las esperaba sentado bajo el membrillo y las saludó con una sonrisa impaciente. Había preparado una jarra de limonada con hierbabuena y en el alféizar de la ventana estaban los tres vasos alineados junto a la bebida. Nadia lo bebe de un trago, Zhenia en cambio chupa el borde del vaso y achica los ojos. La niña tiene ahora el pelo muy corto, en forma de casco alrededor de la cabeza y con el flequillo rubio mucho más arriba de las cejas. Pregunta si puede regar los árboles con la manguera, son su perdición: serpientes de goma que transportan agua en toda su longitud. Riega torpemente, controlada por Damián, mientras este y Nadia beben limonada hasta vaciar la jarra. Luego los tres entran en la casa. Allí, sobre una mesa redonda, Damián ha extendido unos rollos de papel grueso que tenía guardados en un altillo, al fondo, envueltos en plástico. Las tres cabezas de distinto tamaño se vuelcan sobre los papeles ajados. Nadia está fascinada. ¿Qué es esto? Damián tose para aclararse la garganta, esto son las cartas de navegación de las que te hablé. Eran de unos antepasados míos. ¿Qué es antepasado?, pregunta Zhenia. Alguien de tu familia que nació antes que tú y que ya ha muerto, le contesta el viejo. Zhenia piensa padres. Abuela, padres, todos, piensa. Cuando vosotros muráis no seréis mis antepasados, ¿no? Nadia le responde, bueno, en cierto modo sí. El viejo y la mujer joven están concentrados en las líneas y círculos señalados en el papel, los recorren con el dedo con suavidad. Zhenia observa a sus compañeros y pide permiso para ir afuera, se aburre. Damián le ordena que coja unas manzanas, de las maduras, porque van a salir de excursión dentro de un rato. Lo que el viejo le está contando a la mujer joven es una fabulación, pero ella sabe que para él es la única realidad posible, su obsesión. Nadia piensa, en algunos lugares ese es el único modo de estar vivo. Acaricia los gruesos papeles que huelen a humedad y a polilla. Afuera, la niña corre entre los árboles, parlotea en voz muy alta en su idioma, el huerto de Damián es el sitio donde se siente más libre.
El viejo le cuenta a Nadia: lo que hay detrás de las montañas es agua, pero agua enfurecida. A veces está plana como hoy el cielo, incluso del mismo color de humareda. Aun así es una masa inasible que no sirve para nada. La tierra que choca contra ella es demasiado escarpada y en muchos kilómetros a un lado y a otro de esta zona montañosa no hay puertos. La pared de piedra negra es demasiado alta como para que el mar pueda notarse. A veces se huele la sal en el ambiente. Pero está muy lejos para escuchar su murmullo. En esta tierra hemos vivido de espaldas a él como necios. Antes llovía y el río lo alimentaba todo, es lugar de huertos y de animales, ese fue nuestro límite. Ya no llueve, o no llueve todavía, porque estoy seguro que después de esta época de ardores, cuando la vegetación sea una muerte amarillenta, llegarán los tornados y los diluvios y aquello que hay detrás de las montañas vendrá hacia aquí y lo cubrirá todo. De los que vivimos aquí ahora mismo, solo yo he visto el agua. Parece difícil acceder a ella, pero no lo es. ¿Crees que un viejo como yo podría haber subido allí hasta lo alto? Me sabía el camino desde hacía tiempo, pero ahora, con este cuerpo agachado, ¿crees que habría podido? En realidad, si nadie ha subido es porque a nadie le interesa. Esa ignorancia nos ha salvado. A mí la vejez, el aburrimiento y la rabia por ver cómo todo se apaga me hicieron pensar en el mar. Allí de donde vienes, yo lo sé, se han inventado cosas para los viejos: jubilación, televisión, pastillas. Sé que hay millones de ancianos arrugados que desenchufan su mente. No sé qué habrán hecho con ellos, no me lo cuentes, no me interesa. Te sorprenderá que te hable de esto, pero ya pocas cosas me importan. No tengo hijos ni los quise porque nada me hizo falta en el mundo hasta que murió mi mujer, entonces me hizo falta ella y ningún hijo podría haber suplido su presencia. Si los hubiera tenido se habrían ido de aquí hace muchos años. Yo confío en todos vosotros un poco, en nadie de verdad. Cuando me dieron aquellas fiebres asumí que todo está llegando a su fin. No soy capaz de conseguir lo que me obsesiona y te paso el testigo. No es que confíe en ti más que en nadie en el mundo, porque ni sabes plantar una patata. Iré al grano. Estas cartas de navegación son herencia de un antepasado mío, las guardé como un tesoro. Como ves, esas de ahí no nos sirven, dibujan mares lejanos, pero esta que tenemos sobre la mesa habla de este mar. Mi plan era el siguiente: construir una cabaña allá arriba, aprovechando el hueco de una roca que hay al otro lado y que forma una cueva lo suficientemente grande para albergar a dos personas. Cuando me quedaban fuerzas, pensaba que tenía dos opciones: subir allí con los enseres suficientes para sobrevivir y esperar a que llegaran ellos o la gran ola. Si esta llegaba primero, todo solucionado, me tragaría al instante y no sufriría por ver mis árboles anegados, mi cama flotando, Elena, los vestidos de mi mujer, todo hundido en agua de pantano. La segunda opción es que los otros llegaran primero, antes que la ola. Para eso yo tenía mi torre vigía, que no era una torre sino una cueva con unos maderos que me darían calor y cobijo. Alumbraría la montaña con el pequeño faro, una lamparita de gas, para que supieran dónde estaba. Es una buena idea, ¿no te parece? Si tirándome al agua ellos me hubieran recogido y llevado en su barco, hacia algún otro lugar… Después que vosotros, al poco tiempo llegó mi enfermedad, así que vuelvo a tener dos opciones: enseñarte el camino, y si tú accedes a construir en la cueva lo que yo dejé a medias, puedes ayudarme a subir hasta allí, porque eres joven y fuerte, y si eso no es posible, puedes ir tú…
Nadia lo ha escuchado como quien oye un cuento de viejas. Damián ha hablado tanto que tiene la garganta seca y tose por el esfuerzo. Nadia se levanta y coge una naranja de la encimera de la cocina, la parte en dos y se la ofrece al viejo para que se enjuague la boca con el zumo y se refresque. La respiración del viejo suena entrecortada, se acerca a él por detrás y pone las manos sobre sus hombros con cariño, como se acaricia a un abuelo, con respeto e indulgencia. Pero no las deja mucho rato, para que él no se sienta traicionado. Nadia sabe cuál es su papel junto a ese hombre y se cuida de no desvirtuarlo. Lo mismo ocurre con la niña. Los tres se vigilan sin entregarse del todo, sin mostrarse débiles para la compasión o el juicio. De alguna manera, en un punto delicado, la niña, la mujer joven y el viejo forman un trío sin edad que se alimenta de sí mismo. Es el milagro de algunos animales que conviven en paz.
Nadia prepara una bolsa con las manzanas que Zhenia ha recogido y con la cantimplora llena de agua. Damián rebusca en la alacena y saca unos chorizos resecos que también mete en la bolsa. Deciden que no se adentrarán hoy en el bosque porque se ha hecho tarde, pero irán al puente y comerán allí. Se alejan de la casa y del huerto, andando cada uno a su ritmo, la niña adelantándose y luego dando marcha atrás, avanzando en círculos, el viejo apoyándose en un bastón que hace poco no necesitaba, y Nadia llevando la bolsa con los víveres al hombro. Los tres atraviesan el terreno de arbustos resecos hasta llegar a la construcción de piedra que sobrevuela el lecho del río vacío. Ya en el puente, se asoman a mirar los peces inexistentes y los nenúfares pedrusco.