Ella insistió en subir a casa. Súbeme al nido, dijo. O, más bien, subamos. Ya nunca subimos cuando nos juntamos con los libros. Pero ella lo dijo, subamos al nido, me apetece tomar ron. Al final accedí. Para qué crear conflicto. Y sin embargo subí las escaleras con tristeza, porque estoy muy a gusto en el bar, cada vez más. Hay un olor humano, y siempre puede llegar alguien. En el último intercambio conseguí más vino, más manteca, incluso tengo una botella de aceite sin estrenar. Me ha dado esperanzas todo esto, porque la escasez iba siendo visible y ha llegado un cargamento de tesoros cuando no los esperaba. Latas en conserva. Un milagro; si seguimos así mi bar se convertirá en restaurante.
Subimos a casa y ella curioseó a su antojo. La librería está completamente removida, hay volúmenes encima de la mesa baja, apilados. Sí, he vuelto a leer. Recuerdo otras épocas y el espejo se deforma: libros, mujeres y vino. ¿No se había parado mi péndulo? Nadia miró mi cama con descreimiento y con sospecha: las camas no pueden esconder nada. La avisé, no esperaba visita, como ves está todo desordenado. Pero ella contestó con regocijo, es justo como quería encontrarlo. ¿Has venido a intercambiar libros o a espiarme? Alisé las sábanas sucias mientras ella reía: creo que hoy he venido a verte y a beber ron, nada más. Verte, así conjugado, es un verbo que denota confianza. Así que hoy es el día en que inauguramos nuestra confianza, pensé, y no le dije nada para no alentarla, porque me ando con cuidado cuando estoy con ella.
La botella de ron está siempre sobre la mesa, junto a los libros amontonados, y ella se acercó a la cocina para remojar dos vasos que había en el fregadero. Las mujeres siempre acaban tomándose libertades en la casa de uno. No parece que Nadia sea una mujer que hace del espacio su terreno, pero es un alivio pensar que no es tan distinta a las demás. Bebimos ron sentados uno frente al otro y había una mueca divertida en su cara, estaba jugando conmigo o escondiéndome algo. Ella no hablaba, solo bebía observándome, y entonces abrí el libro que me había dejado y leí en voz alta: Todo el desorden se cuela por una figura llamada muchacha. Era un regalo a su atrevimiento. Me pidió más, y seguí, buscando entre las páginas: Toda la tristeza de estos años se perderá contigo. Si no fuera tan estoica se habría estremecido, habría gemido, dejando caer el vaso de ron, pero seguía mirándome a los ojos buscando alguna clave o confirmando que todo estaba en su sitio en el día de la inauguración de nuestra confianza. Yo pronuncio muchacha y ella quiere ser esa muchacha que yo pronuncio, eso es algo de lo que no me había dado cuenta hasta entonces porque ya no recordaba que todo ser humano necesita de los demás para existir. De pronto qué fácil era transformarla. Se me hizo la boca agua y continué: leí un par de versos más de ese tipo, del tipo Hay una enfermedad secreta llamada Lisa, y tragando ron para aclararme la voz fui más lejos: Cuerpo tirado sobre las sábanas mi idea de la perdedora: por entre las nalgas baja un hilillo de semen como luz propia. Lo que ella no sabía todavía es que no es eso lo que yo he subrayado en el libro. Los versos que he subrayado para mí, para mi estupor o mi desagrado, son más o menos de este estilo: La enfermedad es estar sentado bajo el faro mirando hacia ninguna parte; o también De nuevo adoptas la apariencia de la soledad. Y por supuesto: Imposible escapar de la violencia. Imposible pensar en otra cosa. Pero cuando la vi frente a mí, con su camisa blanca abultada en los puños y cerrada en el cuello, ¿cómo no me di cuenta antes de que no llevaba nada debajo, de que no tenía puesto sujetador y sus pechos redondos brillaban bajo la tela? Fue en ese momento cuando me arrepentí de haber subido, de haber pronunciado la palabra muchacha, de haber fingido, porque yo no había subrayado esa palabra, para mí Lisa no tenía ningún significado, ninguna importancia cosas como tristeza, como contigo. Sí semen. Sí soledad. Sí todo ese juego de amigos muertos.
Yo había fingido por dejarme llevar pero vi que venía a enseñarme las tetas. Y no como me las enseñaría Ivana, de frente, descarada y pueblerina, no, de otra forma, cómo explicarlo, con una camisa blanca que debe de ser su camisa de los libros, su camisa de venir a verme, porque se la ha puesto muchas veces en nuestros encuentros, y ese ritual extraño me perturbó, si hubiera llegado directamente desnuda me habría sorprendido menos, pero llegó, y no me di cuenta al principio, con esa camisa blanca que solo tiene un botón a la altura de la nuca, que es como una blusa del siglo diecinueve, de mangas abombadas en las muñecas y que se ciñe a la espalda y a la cintura y muestra las formas de la mujer que hay debajo, no de la chica o la muchacha o el engendro sino de la mujer con los pechos pequeños, redondos, firmes, más grandes de lo que esperaba. Mi solución, mi engaño al leerle los versos me pareció tonto, ella ya había contado con eso, con Todo el desorden se cuela por una figura llamada muchacha, ella venía preparada para por entre las nalgas baja un hilillo de semen como luz propia, ella me había mentido primero. Entonces, mientras yo pensaba esto, ella aprovechó mi silencio y se levantó del taburete, mis ojos quedaron a la altura de su vientre, escondido en unos pantalones rectos, anchos, de hombre, de tela oscura. Creo que estás preparado, su voz rompió el embrujo y la consternación, ¿por qué me afectó tanto, qué mierda tenía todo aquello, si un par de tetas no son nada, nada?, voy a buscar una cosa. Y bajó las escaleras. Me quedé solo y solté el libro sobre la mesa, La Universidad Desconocida, en realidad no me había gustado mucho, era demasiado parecido a mí. No encontraba iluminación sino vacío, y el vacío ya lo conozco. Quise que todo hubiera seguido su camino normal, no importaba aquí arriba en casa o abajo en la barra, con los ojos esquivos de Nadia escrutándome, intentando sacar provecho de nuestros encuentros literarios como si de verdad lo fueran, como si la cultura no estuviera muerta en este lugar o como si nosotros fuéramos lo suficientemente audaces como para construir algo que nos aliviara por dentro. Me hubiera gustado ser yo quien la dominara a ella y que con nuestras gargantas resecas de tabaco estuviéramos hablando algo así como ¿te ha gustado? No, no me ha gustado, o me ha dado un poco igual, y ella me confesara que su corazón se hace agua de ternura cuando lo lee y no sabe por qué y no puede evitarlo aunque deteste que se repita tanto. Pero no era así. Yo estaba empalmado, la polla me dolía bajo el pantalón vaquero, en ese momento no era una polla ni un sexo sino un nabo apretado que en vez de liberarme me cohibía, me sorprendí de que fuera la primera vez que me empalmaba de verdad estando con ella, los dos solos, como si hasta ese momento no la hubiera visto. Pensé en ponerme de pie, dar vueltas por la habitación, esconderme y estar de espaldas cuando volviera o cerrar la trampilla para que no pudiera subir, vete, puta, pero no hice nada, me amasé el cráneo, encendí un cigarro, serví más ron en los dos vasos, los segundos ya eran minutos y me entró la impaciencia, incluso imaginé que me desabrochaba el pantalón y empezaba a masturbarme allí, cuando su cabeza asomara por el agujero lo primero que vería sería mi polla dura entre mis dedos, quizá hasta me habría dado tiempo a correrme. No iba a hacer nada de eso y la erección fue bajando, obediente, porque no soy un chaval. Hace demasiado calor para llevar sujetador, ¿por qué tenía que ser de otra forma? ¿Por qué me asustó su cuerpo? Pensé que me lo estaba inventando todo, Nadia tardaba mucho (¿tres, cuatro minutos?), ¿y si se había ido a su casa? ¿Para siempre? No a la casa del boticario, sino a su casa. ¿Y si Nadia no existía? En ese momento asomó su cabeza por el hueco de la escalera. Estaba radiante o eran alucinaciones mías. Sus mejillas, la frente más morena que antes, la piel tersa, todo el bla bla bla. En el cabello revuelto junto a las sienes descubrí sudor y quise pensar en el sudor de los niños para calmarme del todo y recuperar cierta aversión hacia la juventud. ¿Me ayudas?, traigo algo para ti. El embrujo estaba roto definitivamente y mi polla volvía a ser un pellejo flácido, es decir, un pene.
Empezó la segunda fase de nuestro encuentro: día de inauguración de la confianza, parte dos. Nadia había construido algo para mí. Ahora mismo está colgado del techo, en medio del bar; el techo no es lo suficientemente alto y eso ocupa espacio, todo el mundo excepto Zhenia se daría en la cabeza con el artilugio móvil si entrara con los ojos cerrados, cosa que nunca ocurre porque somos precavidos. Cuando Damián lo vio por primera vez se quedó parado, moviendo la cabeza arriba y abajo y mascullando. Ivana alza las cejas cada vez que entra y me reprueba durante unos segundos mi claudicación, pero luego sonríe y alaba la imaginación, al fin y al cabo ella contribuyó suministrando algunos de los objetos. Zhenia profesa un entusiasmo radical, es la única que puede plantarse debajo y mirar como si el artilugio colgado del techo fuera una estrella, alza los brazos y lo mueve, escucha sus sonidos. Elena hace como si no existiera, no ha dicho una palabra. Martín está simplemente orgulloso. Igual que yo. El artilugio tiene nombre, se llama El lugar donde las cosas no ocurrirán jamás. Me gusta.
Le ayudé a subirlo. ¿Qué es esto? Es un lugar, un regalo que he traído para ti. Todo fue distinto a partir de ese momento, me sentí mal por haber pensado que, por haber mirado sus, por todo eso. El recuerdo de mi erección apenas unos minutos antes fue una cicatriz, de pronto veía a Nadia como una niña expectante y excitada, una inocencia, nada de la presencia amenazadora y opaca que fue al principio, ni rastro. Estaba claro: habría olvidado ponerse el sujetador. Me aborrecí. Todo lo aprendido en la soledad de estos años no había servido para nada, una mínima señal interpretada de forma errónea desató mis instintos. Es imposible escapar de la violencia, imposible pensar en otra cosa. Qué mentecato. Casi la abrazo de puro escrúpulo, de puro pedirle perdón. Ah, pero ella no sabía nada, los dos mirábamos hipnotizados aquella construcción que ella llamó lugar y yo empecé a llamar artilugio. Consta de un marco enorme y hueco, de madera, seguramente antes hubo una tela pintada con motivos de caza que ella arrancó. Del extremo superior, al centro, cuelga una cuerda fina hasta el extremo inferior, y en ella hay ensartado un esqueleto móvil que no puedo describir, con alambres oxidados las vértebras del artilugio forman huesos extraños, objetos llenos de locura: si uno mira detenidamente cada cosa, cada rama retorcida (espina dorsal o brazo), ese collage al aire (unas tijeras viejas, una probeta, el pequeño cráneo de un roedor), siente miedo o la idea del miedo; pero, desde más lejos, observando el total, queda iluminado por la concha de una vieira que es indudablemente el corazón del artilugio, y se embriaga de paz. En el borde del marco hay una palabra dibujada con pintura negra: kolymá. La he leído antes en alguna parte. Hasta que Nadia me trajo aquello no supe cuánto echaba de menos la abstracción. Eso es Nadia: lo abstracto. Por eso me atrae, por eso intercambio libros con ella, porque está alejada de la tierra y aquí todo es arena, hasta el sexo de Ivana por dentro es arena, arena mojada por la noche, pero arena polvorienta al amanecer. Balbucí un agradecimiento parco. Nadia trajo de nuevo lo inservible a mi vida y yo solo supe servirle más ron, ofrecerle un cigarro y preguntarle dónde creía que podíamos colocarlo. Estábamos borrachos y el ambiente en mi casa comenzaba a pringar por el calor. Vayamos abajo, a la calle, le propuse, estoy sudando. La inauguración de nuestra confianza no había terminado, comenzaba en ese momento la parte tres, definitiva.
Con la botella de ron y el paquete de cigarrillos nos sentamos en el poyete que hay junto a la puerta del bar. La cal estaba ardiendo aunque fuera de noche, no corría brisa ni aire que respirar pero el sonido del campo era un alivio. Nadia estaba a mi lado, muy cerca, más tranquila y silenciosa. Bebía. Si seguíamos así iba a tener que arrastrarse hasta su casa, a cuatro patas por el camino de tierra. Pensé que todos los demás dormían menos nosotros, estuve a punto de proponerle que nos quedáramos allí hasta que amaneciera, sus tetas habían dejado de existir, por fin. Pero ella lo tenía todo maquinado, ni siquiera el ron la apartaría de sus planes. Dijo algo sobre Bolaño y yo dije algo también. La espesura alrededor de nuestros alientos crecía. Su voz no tiembla cuando bebe. Me preguntó por el perro. ¿Qué pasa con el perro?, le dije. El olor del pelo chamuscado del animal volvió a mi nariz y se convirtió en un vete, puta. Está bien, hablemos. ¿Qué quieres saber sobre el perro? Quiero saber dónde lo has enterrado. ¿No quieres saber nada más? No, solo dónde lo has enterrado. Bien, lo que tú quieres es saber por qué lo maté. Nadia recolocó su cuerpo junto al mío y me miró de frente, una de sus manos subió por el aire y cayó en mi hombro, un insecto abatido sobre mi músculo. Ahora yo sabía que esas manos construían esqueletos. Enrique, dijo, y en su erre pude notar el ron, sé por qué lo mataste. Era peligroso, contesté. Y entonces su argumento: ¿por qué un perro va a ser peligroso?, ¿no viste cómo movía el rabo?, ese perro era un santo, pero tú lo mataste por si acaso, o para hacerte el fuerte; yo pensé que lo sabíais todo pero no es verdad, no sabéis nada, cuando llegué me sentía tan tensa, tan vigilada, pero acepté el silencio y jamás preguntamos más de la cuenta. Ahora creo que todos vivimos con la misma aprensión sin fundamento. Y ya me da igual. Me parece bien esta comunidad paranoica. Estar lejos es estar a salvo. Vosotros tenéis más miedo incluso que nosotros, vosotros que no tenéis ni idea. El perro era mío, confesé. Tuve que hacerlo, porque su mano fue derramándose con lentitud y sus dedos rozaron mi cuello, tenía los dedos fríos, luego dejó caer el brazo y la mano que construye esqueletos fue a parar a mi pierna y allí quedó. Era mi perro y estaba enfermo, tenía algo infeccioso, ¿no me crees?, lo metí en la furgoneta de los gitanos hace mucho tiempo para que se lo llevaran lejos, nunca pensé que volvería. Pero tú eres retorcida, añadí. Algo en mí se había tensado, ya no tenía paz. Me molestaba su presencia como molestan las obligaciones. Me serví un último vaso de ron, la botella se había acabado. Además, si lo tienes todo tan claro, ¿por qué quieres saber dónde enterré al perro? ¿Por qué no me preguntas las cosas directamente? ¿Qué vas a hacer, ir al lugar y escarbar en la tierra por si hay más cadáveres? ¿Qué harás con ellos? ¿Convertirlos en obras de arte? Hay tantos lugares donde podría haber enterrado a un animal que te harías sangre en las uñas de buscarlos. Nadia me interrumpió y volví a arrepentirme de darle importancia a su compañía, que alguien sepa construir artilugios y disfrutar con un libro no significa nada más, sigue siendo un ignorante: ¿y por qué no nos mataste a nosotros cuando llegamos? ¡Yo también estaba enferma! ¿Por qué no cogiste un palo y nos reventaste la cabeza a Martín y a mí?
Nadia se puso de pie, me abandonó, agarró la botella vacía y la estrelló contra la pared de cal, el ruido fue una fiesta en mitad de la noche y me arrancó del sopor, estábamos tan borrachos los dos, podía haberla echado de allí con un grito, ya basta, niñata, o hacer lo que hice, hablarle con la paciencia con la que a veces se le habla a los niñatos: si quieres que diga estas cosas porque estás borracha y necesitas oírlas las diré, primero, nunca he matado a nadie, segundo, vosotros no erais peligrosos, porque vosotros no vinisteis, os trajeron, que es muy distinto, ¿habríais llegado aquí por vuestro propio pie?, a veces creo que se te olvida que fue la organización la que os trajo, vuestra presencia estaba avalada por ellos. Aparté los cristales con el pie, alguno había caído sobre mi regazo. Musité que todo era tan absurdo con ella, todo es tan absurdo contigo, dije. Me puse de pie, la noche había acabado. Claro, no para Nadia. Ya en silencio, se acercó a mí, alzó la cabeza y me besó. La electricidad que desprendían sus labios empapados en saliva y en alcohol no consiguió estremecerme, mi pene seguía siendo un pene y mi cerebro estaba ya encharcado para la sorpresa, si lo que quería era eso tendría que haberme engañado mejor, no hablar del perro y de la muerte y de todo el complot. Sus tetas nunca habían dejado de existir, ahora estaban pegadas a mi pecho y se agitaban, libres bajo la fina tela blanca, la parte tres de la inauguración de nuestra confianza llegaba a su fin, al principio me quedé quieto y ella continuó apretada a mí, con la boca en mi boca pero sin mover los labios ni la lengua en el gusano del beso, solo respirando agitada por la nariz, con los ojos cerrados, tanto que sus párpados eran una arruga, y fue aún más lejos, abrió los brazos y me rodeó la espalda con desesperación, como se abraza uno a un árbol si está a punto de caer a un precipicio, pero ya era tarde, estaba muy cansado, todo era ridículo y pesado, incoherente. Agarré su cuello por detrás, llevaba el pelo recogido y sudoroso, y su nuca me cupo en la mano igual que el mango de un cuchillo. Ese momento fue tierno. Apreté, no aparté mi cara ni mi boca sino que la fui separando de mí tirando de su cuello hasta que hubo la distancia suficiente para ver su cara, la boca abierta y los ojos cerrados, todavía sus brazos rodeándome, un tirón más y ya estuvo fuera, lejos, el botón que cerraba su blusa hizo un ruido minúsculo cuando lo arranqué, de ella solo guardé ese botón redondo de nácar, como una perla, en mi mano derecha.
Se fue a la casa del boticario, me dejó solo por fin. A lo mejor tuvo que hacer un tramo del camino a cuatro patas, de lo borracha que estaba. Antes de subirme a dormir recogí los cristales de la botella y los metí en una bolsa. El artilugio lo dejé en medio del bar, para colgarlo del techo al día siguiente. No he hablado con ella acerca de esa noche. Supongo que cuando llegó a su casa solo le faltaba el botón. Yo me eché desnudo sobre la cama y quedé en coma. Estaba exhausto, soy prácticamente un anciano.