Zhenia está arrodillada frente a su cama-diván, con los codos apoyados y las manos entrelazadas en posición de rezo. Murmulla una oración en ruso, pero no es capaz de tener los ojos cerrados mientras dura la letanía. Con sus pupilas redondas y oscuras vigila al gato, muy crecido, que salta arriba y abajo de la cama y la ronda. No se concentra y empieza otra vez desde el principio, engolando la voz. Nadie entiende su idioma, así que no podrán darse cuenta de que se inventa las plegarias, mezcla lamentos bíblicos con canciones aprendidas en la escuela.
Es día de limpieza, Ivana la ha despertado con el sol. Ha hecho algo insólito, se ha inclinado sobre ella y la ha besado en la frente antes de empezar a ejecutar movimientos bruscos como descorrer las cortinas, abrir las ventanas, sacar al gato de la cama y esparcir su ronca voz por la habitación: vamos, Zhenia, ya te avisé anoche, ¡arriba!, tienes que ayudarme a limpiar, el calor nos está llenando la casa de porquería, no aguanto el olor de la cocina, venga, ¡arriba! La niña se levanta como un autómata y va arrastrando los pies descalzos hasta la cocina, donde la esperan un zumo de naranjas agrias y un pedazo de pan espeso untado con mantequilla. Lo coge con aspecto remolón, pero luego lo devora porque se levanta hambrienta. Cuando hacía frío solía desayunar leche caliente pero, ahora que el ambiente hierve, Ivana ha sustituido la leche por zumo. Las naranjas son del campo de Damián, y no es la mejor época, pero hay que restringir la leche. Una mañana tuvo que tomarse un zumo de limón que casi la hace vomitar; Ivana insistió plantada enfrente de ella, es para tus diarreas, le dijo, tienes que tomártelo.
Mientras la niña desayuna, Ivana saca las sábanas de ambas camas y descuelga las cortinas de toda la casa, lo lleva todo a la parte de atrás, por la puerta de la cocina, donde hay un lebrillo grande lleno de agua. No te demores que vas a ayudarme a fregar las sábanas. Cuando Ivana se pone así es como otra persona, lleva el pelo largo recogido en la coronilla, un vestido fino de tela sin mangas y se ha quitado las pulseras. Zhenia solo lleva unas bragas que le hacen bolsas en las nalgas, tiene los brazos y las piernas bronceados pero su pecho liso y su barriga lucen un blanco de cerámica. ¿Me quito las bragas y las meto ahí dentro?, pregunta con la boca llena. No, la ropa pequeña la lavamos luego, cuando nos bañemos nosotras. Zhenia se despierta al oír esto: ¿hoy toca baño al aire libre? La voz de Ivana se hace más dura pero esconde una satisfacción: eso ya lo veremos, primero hay que limpiar toda la casa, ¡vamos, date prisa! Es muy temprano, los pájaros pían sin angustia, el gato husmea sobre la encimera la de cocina, donde no encontrará nada de su gusto. Primero tengo que rezar, hoy es domingo. Hoy no es domingo, es sábado, pero haz lo que te dé la gana, tienes diez minutos. Mi abuela decía que no había que ponerse límites para rezar. Tu abuela era una mujer sabia, haz lo que te dé la gana, pero en diez minutos quiero verte aquí. ¿Y cómo contabilizo los minutos? Que te los cuente el gato. Zhenia va a su cuarto, se arrodilla frente al colchón desnudo y empieza a murmullar con las manos entrelazadas, pero no presta atención a lo que dice, se inventa las oraciones. El beso en la frente que la ha despertado esta mañana ha desatado una electricidad de recuerdos que no la hacen estar triste, sino feliz.
No sabe si han pasado diez minutos o menos, pero cuando el gato sale aburrido de la habitación ella lo sigue. Va junto a Ivana, que también está arrodillada en la parte de atrás de la casa, junto al lebrillo, y frota una de las sábanas en el agua jabonosa. Se ha puesto un cojín bajo las rodillas para no hacerse daño y sus brazos carnosos se agitan desprendiendo un olor fuerte a sudor. La niña se arrodilla al otro lado del barreño enorme y juega con la tela mojada en vez de lavar, pero Ivana no le riñe. Dime una cosa, Zhenia, ¿por qué hablas tan bien español?, me pareció que tus padres tenían muchas dificultades con el idioma. Si Zhenia tuviera más años diría que sus padres tienen dificultades en general, con todo, pero aunque en su pensamiento los dibuja como seres déficit, nunca diría algo así. Mi abuela me enseñó. ¿Tu abuela habla español? No. Ras, ras, la tela mojada suena al ser frotada y se hincha en la superficie del agua turbia como una vela soplada por el viento. Zhenia la aplasta con decisión, le encanta aplastar cosas. Mi abuela desconfiaba del primer mundo. Ella me enseñó la diferencia entre ambos, el primero y el otro. Rusia pasó de primer mundo a segundo, pero antes era el primero primerísimo, y como ella vio la transformación, desconfía de los que aún son primero. Mi abuela habla mucho de nuestro país. Dice que, en realidad, cuando Rusia no era Rusia y era primer mundo, para ella y para su familia nunca lo fue, porque una tierra tan grande nunca puede ser abastecida (prueba con varias palabras antes de que Ivana dé con este término). Cuando mis padres salieron de Rusia, hicieron un gran viaje hasta llegar aquí. Mi abuela también desconfió de ellos durante todo el tiempo, porque sabía que habían salido tarde. Decía que todo se estaba rompiendo y que incluso desde donde vivíamos podía notarse. Sabía que tarde o temprano yo tendría que venir aquí con ellos, porque mi madre me necesitaría. Entonces lo planeó todo perfectamente. Ella hablaba mucho de nuestro país y luego cuando mis padres se fueron empezó a hablar mucho de los otros países. Y un día me sentó y me dijo: esto que va a ocurrir es una equivocación, pero tendrás que asumirlo. Tus padres se han asentado por fin en un lugar y tengo que mandarte con ellos. Pretenden que te mande cuanto antes, pero no lo haré a su manera. Sé que allí estarás de un lado a otro y no podrás estudiar, así que antes de que vayas voy a enseñarte el idioma, ni mucho menos voy a montarte en un avión donde no sepas el idioma de la policía que te atenderá cuando bajes.
Zhenia habla con rapidez, tropezándose en algunas palabras, más por la excitación de su protagonismo que por desconocimiento. El tono de su voz es distinto al habitual, su acento se hace más fuerte cuando imita a su abuela, cuando la recuerda. Ayuda a Ivana a sacar las pesadas sábanas del lebrillo y a ponerlas sobre una roca plana para escurrirlas, Ivana las sacude con una pala y el agua salpica. Mi abuela trajo a casa a un amigo suyo, hijo de un español. Era un hombre viejo también, pero no tenía el pelo blanco entero como mi abuela, sino solo un mechón en el flequillo y en el bigote, mitad rojo y mitad blanco. Me gustaba hablar con él porque a mí me gustan los viejos. Me contó que su padre vivía en Rusia desde hacía mucho tiempo, desde que era muy joven, porque era comunista y tuvo que huir allí desde la cárcel. Él me enseñó el idioma, pasaba las tardes enteras en casa con un montón de libros. Con él entendí cosas que no había entendido en el colegio y también entendí mejor a mi abuela. Mi abuela dice que los niños lo aprendemos todo muy rápido, el viejo decía que yo era muy lista. Cuando llegué aquí, hablaba mucho mejor que mis padres. Mi ropa era mejor que la de mis padres. Mi pelo estaba más limpio que el de mis padres. Mis dientes estaban mejor que los de mis padres. Mi corazón es mejor que el de mis padres, eso es lo que dice mi abuela.
Han terminado con todas las sábanas y con las cortinas, y ahora las tienden en un cordel. No hace falta poner pinzas porque no corre aire y porque están tan mojadas que el peso impedirá que se muevan. Ivana está sudorosa y Zhenia puede percibir lo agrio que emana de su cuerpo. Todavía tienen que fregar todo el suelo de la casa antes de que llegue el momento del baño al aire libre. Seguramente tendrán también que limpiar el váter y el lavabo, la niña observará con atención cómo Ivana mete dentro del váter una escobilla de cerdas despeinadas y raspa enérgica. No funciona muy bien todo el asunto de la cisterna y etcétera. La mayoría de las veces tienen que llenar un cubo de agua y volcarlo dentro para que los excrementos se vayan por los tubos, pero al menos tienen váter. ¿Qué pasaría si no lo tuviesen? Zhenia lo sabe con exactitud: habría que hacer un agujero en la tierra y congelarse el culo en invierno y sudar en verano. Bien por el váter estropeado. Hay un par de cubos llenos de agua dentro de la casa con sendas fregonas viejas. Ivana le dice a Zhenia que tiene que ponerse unas zapatillas para fregar el suelo, porque si no sus pies descalzos lo irán manchando todo. Elige unas chanclas grandes y, torpemente, va mojando el suelo de los dormitorios. El gato tontea con el palo y Zhenia lo empuja, un poco más fuerte de lo necesario. Con el gato siempre va al límite. Le gusta maltratarlo y notar que el otro no se da por aludido. Ivana ha escuchado todo lo que ella le ha contado sin réplica, como si no se lo hubiese preguntado o como si no le interesara. Cree que tiene que comportarse así para que ella hable sin timidez, pero está equivocada: a Zhenia le gusta hablar de sí misma, le gusta que la escuchen. Es mucho más fácil hablar que pensar (a veces). Su abuela la enseñó a hablar con propiedad, convencida de sus palabras, pero ella (a veces) necesita que alguien le lleve la contraria, le explique cómo son las cosas en realidad.
Ahora vuelven a estar juntas en la cocina, han terminado con el suelo de toda la casa. Ya casi es mediodía. En el pequeño jardín verjado de la parte de delante, hay algunas plantas y una mesa con sillas de hierro, pero nunca están ahí, siempre utilizan la parte de atrás. A Zhenia le gusta mucho. No hay vallas, todo el campo que se extiende alrededor les pertenece. Están los cordeles para tender la ropa, el gran lebrillo, la piedra para escurrir, cubos, una mesa destartalada con macetas secas, un sillón viejo y desinflado y lo más divertido: una manguera que enchufan al grifo de la cocina, a través de la ventana. Cuando lavan las sábanas y las cortinas y las tienden en los cordeles, recortan el recinto y se siente protegida, nadie puede verlas. Tampoco nadie las vería porque no hay nadie. Las casas de alrededor están vacías, y yendo por la izquierda se llega a la casa de Damián, pero está lejos, él no ve desde su campo lo que pasa detrás de las sábanas mojadas. Es mediodía, los pájaros ya no cantan, ¿de dónde sacarán el agua para beber? Ellos pueden volar y alcanzar la parte alta de las montañas y los valles profundos. El sol viene desde un cielo azul estiradísimo.
Ivana ha tirado el agua sucia del barreño hacia los árboles más cercanos y ahora está llenándolo de nuevo con la manguera, que tiene un chorro diminuto, tendrán que ser pacientes, el barreño es grande, cabe una persona muy gorda ahí dentro. Zhenia se ha quitado las bragas y las ha metido en un cubo pequeño. Espera desnuda a que el barreño esté preparado, dando saltitos, con las manos juntas sobre el pubis, como si tuviera frío. Tienes el pelo muy largo, le dice Ivana, deberíamos cortarlo. El pelo de la niña cubre más allá de sus hombros y a causa del sol está más amarillo que nunca, blanco casi en las puntas. Cuando por fin el lebrillo tiene suficiente agua, no hasta el borde porque al meterse dentro rebosaría, Zhenia coge la pastilla de jabón y salta adentro. Es tan divertido. El fondo del barreño está fresco, primero se queda de pie y se mira los dedos que parecen de palmípedo a través del líquido, pero pronto se sienta, para ella es como una piscina pequeña donde puede chapotear. El agua se calienta rápido por el sol, su carne ha sido piel de gallina solo unos minutos. Refriega su cuerpo canijo contra la pastilla de jabón, que se desliza varias veces de sus dedos y le provoca una risa histérica. Ivana la mira desde arriba con aparente severidad pero se nota que disfruta con el baño de la niña. Es un momento de júbilo, la intimidad más fuerte que hay entre ambas, posiblemente la única. Te ayudo a enjabonarte el pelo, le dice mientras coge la pastilla de jabón y la frota en el cráneo de la niña, recogiendo su pelo largo hacia arriba, hasta que toda la cabeza está llena de espuma. Luego fricciona con los dedos haciéndole un masaje, frotando detrás de las orejas como recuerda que le hacían a ella cuando pequeña. Zhenia tiene la cabeza alzada y los ojos cerrados, una sensación placentera la llena de alegría.
Tu abuela es una mujer muy sabia, ya te lo he dicho, pero yo no la conozco. Sí conozco a tus padres, y estoy segura de que han hecho lo que han podido. Zhenia no se espera estas palabras y su semblante se pone serio, sus cejas se alzan con escepticismo; abre los ojos y siente que una sombra las espía desde detrás de las sábanas, pero sabe que no es posible, ellos no vienen nunca a esta hora y siempre entran por la parte delantera. Vuelve a cerrar los ojos, no quiere estropear el momento. Ivana sigue hablando mientras enjuaga la cabeza de la niña: ¿te gustaría volver a tu país, echas de menos a tu abuela? Es el tipo de pregunta obvia que Ivana nunca quiere formular, la clase de pregunta que un adulto le hace a un niño, dando por supuesto que el niño es tonto. Ivana nunca la trata así, y piensa que por eso Zhenia está más o menos a gusto con ella, pero no ha podido evitarlo. La niña está encogida al calor del agua jabonosa del barreño, desnuda, frágil, tanto que pronto dejará de ser una niña, en el momento menos esperado, pero aún lo es. Su cuerpo es fino como la aguja de los pinos. Ivana se arrepiente de haberle preguntado pero no rectifica, necesita que la niña le conteste que no, que está bien con ella, que ella la cuida tan bien como su abuela. Ha sido un acto de egoísmo pueril decir esas palabras, quizá llevasen algo de dolor, de daño. La niña es frágil pero independiente e Ivana se ha dado cuenta de que cualquier persona del pueblo la cuidaría, la magia de la necesidad impuesta se ha desvanecido. Zhenia mete la cabeza dentro del agua, tapándose la naricilla con una mano, y la mueve a un lado y a otro para eliminar todo rastro de jabón. Luego se levanta y sale del barreño, se tapa el cuerpo con la toalla preparada encima de la roca. Me gustaría volver a mi país y vivir otra vez con mi abuela, pero eso no es posible, porque mi abuela me dijo que ella moriría en cuanto yo me fuera, que nadie me estaría esperando allí. Mi abuela es una persona muy vieja. Es más vieja que los viejos de aquí. Tú nunca has visto a nadie tan viejo como ella. La única manera de que yo esté bien en otro sitio es pensando que ella está muerta. Así que supongo que habrá cumplido su palabra y habrá muerto.
Es el turno del baño de Ivana, pero se ha quedado de pie, sin quitarse el vestido, mirando hacia el suelo empapado. El gato ha estado todo el tiempo dentro de la casa y ahora sale afuera a buscar a Zhenia, se enreda en sus tobillos, y la niña le dice algunas palabras en ruso, primero lo acaricia y luego lo empuja lejos de ella. Ivana reacciona por fin y se quita el vestido, su cuerpo voluminoso se mezcla con el blanco de las sábanas tendidas, Zhenia mira fijamente sus pechos y el vientre un poco suelto. Desanuda el moño y el pelo negro, veteado de canas, le cae sobre la espalda. Se mete en el lebrillo, que parece más pequeño con Ivana dentro, no encajada, pero casi. Aun así hay agua alrededor, espacio como para meter las manos y jugar con el jabón. Las rodillas redondas de Ivana permanecen secas, flexionadas fuera del agua, igual que los hombros y parte de los pechos. Normalmente Ivana se baña sola pero esta vez Zhenia deja la toalla sobre la piedra y se acerca al barreño. Puedo enjabonarte la espalda si quieres. Como Ivana no contesta pero tampoco hace ninguno de sus movimientos despectivos o de dudoso significado, la niña coge la pastilla de jabón y la refriega suavemente por el trozo de espalda que está fuera del barreño. Incluso se atreve a recoger el pelo de la mujer y a colocárselo hacia delante, por encima de uno de sus hombros. Mueve la pastilla en círculos, Ivana tiene una piel suave, rara. Huele fuerte pero no está sucia. La mujer guarda silencio durante un rato, con la respiración obstruida por las sensaciones. La niña dice: prefiero estar contigo a estar con mis padres. Lo dice sin afectación. Entonces Ivana le quita la pastilla de las manos y continúa enjabonándose ella sola, las piernas, los brazos, debajo de los pechos. No contesta. Zhenia entra en casa, abre el baúl de su cuarto y saca unas bragas limpias y una camiseta, se viste. Luego se tumba encima de la cama-diván, sin sábanas, y comienza a leer un libro de los que le ha dejado Nadia. Leer le cuesta más trabajo que hablar, pero lo más difícil es escribir. Desde el patio de atrás, oye la voz ronca de Ivana, que tararea una canción.