Intento disimular la asfixia de este sol que hierve sobre mis hombros cada día. No sé por qué lo hago, si podría echarme a llorar de calor o meterme dentro de la casa y mandar el huerto a la mierda, pero intuyo que cultivar la tierra y sufrir calor van de la mano, y me aguanto. Cuando entro en la casa para coger una botella de agua del frigorífico no veo nada. Mis ojos tardan en acostumbrarse a la penumbra y voy como un ciego a la cocina hasta que poco a poco los destellos van desapareciendo y consigo enfocar algo: normalmente el cuerpo de Nadia inclinada sobre la mesa, construyendo eso que ahora construye, tan dedicada a ello que me llena de calma. Está muy guapa, más que antes. Un poco más delgada también, pero creo que todos aquí estamos delgados, es el proceso natural de las cosas, adelgazar. Hay que compensar con el tocino y la carne de cerdo y de conejo en salmuera, aunque pronto tendremos pollos recién desplumados. Nadia sueña con pollo al curry, pero dudo que pueda aliviar su paladar cosmopolita. La vieja cultiva una gran variedad de especias, yo estoy empezando con algunas, inventaré nuevas recetas sabrosas y aromatizadas.

Intento disimular mi asfixia bajo el sombrero de paja, pero mi cara está quemada por el sol, mis brazos, mis hombros; parezco otra persona. Nadia trajo una crema protectora que ninguno de los dos usamos, sería un engañabobos. El otro día me dijo: a lo mejor debería darle la crema a la rusa, su piel es transparente. Y en realidad ya da igual, tiene la cara dorada como una moneda, la nariz un poco despellejada y los bracitos preciosos. No se queja nunca del calor. Incluso corre por el campo, por los caminos, y apenas suda. Dice Nadia que abraza a su gato peludo como si estuviéramos en invierno, se lo refriega por el cuerpo, es inmune a todo. Tengo una duda: ¿es por el gato o por Ivana que Nadia no quiere dar las clases en la casita? De Ivana no me habla, del gato sí. Yo no le pregunto por Ivana, pero sí le pregunto por el gato. Sé que no lo ha tocado, que cuando en algún momento este ha llegado hasta sus piernas y se ha refregado melosamente contra ellas, Nadia ha sentido frío y luego, al llegar a casa, se ha lavado los tobillos y las pantorrillas hasta dejárselos rojos de frotar. Yo apunto gato y apunto frío. Hacemos la vista gorda, es la única solución. El término animal de compañía nos provoca recelo, pero es una de tantas cosas que guardamos en secreto. Los techos de la casita de Ivana son muy bajos. Nadia apenas podía respirar allí: Ivana, gato, calor. La entiendo, quiero cuidarla, quiero que siga armando esa construcción que tendrá un significado cuando la termine, porque Nadia es capaz de crear significados abstractos con la misma facilidad con la que es capaz de guardar secretos.

La flor del calabacín es un milagro. Cuando el sol me atraviesa la nuca la miro fijamente y se transforma en mi retina como una alucinación. Enrique tenía razón, los calabacines se me iban a dar bien. Son bastante más flacos que los que cultiva la vieja, pero están ricos. Nunca hubiera adivinado que poseían una flor tan hermosa. Cuando esta cae, desprendiéndose silenciosa sobre la tierra, tengo que recoger los pétalos y apartarlos de allí, porque al parecer son un nido de gérmenes si se pudren. Los calabacines aguantan bien el calor y han crecido muy rápido. Llevamos una semana comiendo tortilla de calabacines, calabacines hervidos rociados con mantequilla derretida, puré de calabacín. Como son mi creación no me quejo, los degluto armoniosamente, pero Nadia tiene expresión de cansancio y con los ojos redondos me dice: pollo al curry, espaguetis a la carbonara, besugo a la sal. No hay curry, no hay espaguetis, no hay besugo. Come calabacín, el calabacín tiene una flor que es un milagro, mastícalo como si masticaras la flor amarilla y radiante, su sabor es exquisito, come calabacín, come calabacín. El mundo es un sistema básico de ausencias y presencias. Come calabacín, le digo, y ella acaba gritándome sin entender la broma. Porque no es una broma. ¿Nos queda capacidad para el humor? Sí, a veces nos reímos hasta llorar, la tumbo en la cama, ella me tumba en la cama, agarro sus tobillos colorados de tanto frotarse y le hago cosquillas en los pies hasta que gime, me da bofetones y llora con mis dedos hurgando entre sus costillas, reír, reír. Le pregunto si echa de menos a sus amigos, y me dice que no, que no los necesita para nada. Y esto, ¿es una broma? ¿Nadia no necesita a sus amigos para nada? ¿Y por qué antes ocupaban tantas horas de su día a día? No solo eran los momentos de las reuniones físicas, los actos, los almuerzos, las cenas en casa, las visitas a los que vivían en otras ciudades, los bares, las noches. No era solo eso, una cantidad de compromisos que ella cumplía con rigurosa flexibilidad, era lo demás: el teléfono, los correos, las redes sociales. En realidad ella lo hacía con rapidez y soltura, con un simple clic. No todo en esta vida es una tesis doctoral, me escupía. Y ¿cómo ha podido desembarazarse de aquello, de esa costumbre informativa, de esa necesidad de contacto virtual? Ahora no necesita a sus amigos. Podría pensar que está mintiendo, pero no, no miente con respecto a sus amigos. Siempre acepté esta doble versión de Nadia: la relajada sociable que se relaciona como un tic nervioso y la artista huraña del amor conflictivo. A mí me enamoró la segunda, y ahora la tengo por completo, incluso sin conflictos, aunque ella de vez en cuando me pide pollo al curry y me mira con sus ojos de conflicto.

La noche en que ambos tomamos la decisión, y podría pensarlo con mayúscula, la Decisión, acordamos que antes de dar el sí definitivo tendríamos que ir reduciendo poco a poco lo plural de nuestra cotidianeidad. Ella me reprochó: para ti es fácil, estás preparándote para esto desde hace mucho, es más, sabías que esto podría acabar con nuestra relación y sin embargo has aguantado hasta el final, hasta que la suerte ha corrido de tu lado porque me voy contigo. No dije que yo sin ella no iría a ninguna parte, porque en realidad no estábamos en nuestro mejor momento. El caso es que ella tenía que desembarazarse de su vida, desintoxicarse de sus costumbres. Consultó la idea con algunas personas y sé que estas guardaron un silencio de reproche, de mirarla como a una loca, el raro de tu novio, no puedo creerlo; yo contraataqué: lo que has visto en sus ojos es el miedo a su propio destino, es la cobardía. No fue suficiente para tranquilizarla, pero cuando Nadia toma una decisión, algo que no hace muchas veces en su vida, es irreducible. No me di cuenta, yo seguía con mis rutinas, con mis estudios, intentaba moldear nuestra vida para que las carencias no nos afectaran, no presté atención a su forma de desengancharse de su mundo. A ellos dejó de verlos, poco a poco. Su teléfono móvil aparecía sin batería en rincones de la casa: sobre la estantería del baño, encima del cesto de la ropa sucia, en la alacena. Lo estaba abandonando. Casi a la vez empezaron las restricciones, y a veces lo encendía y no había cobertura, así que volvía a dejarlo encima de cualquier lugar, silencioso. Conectaba su ordenador por las noches, y las conexiones eran lentas. Yo la veía teclear y más tarde me enteré de que no chateaba, sino que buscaba lugares en la ciudad donde vendieran rarezas: la máquina de escribir y su copa de luna para las reglas. No más tampones. Fue tan precavida con lo que a ella concernía.

Unas semanas antes de la partida visitó a sus padres, y les llevó algunas de sus creaciones para que se las guardaran. Tengo varias versiones acerca de esto: por si yo estuviera equivocado, ella quiso preservar sus mejores obras, estaba claro que nuestra casa iba a ser ocupada, no podíamos dejar allí nada que algún día quisiéramos recuperar. Dejar sus cuadros y esculturas preferidas repartidas entre la casa de su padre y la de su madre fue una excelente idea; pase lo que pase, ellos no se moverán nunca del sitio. También pudo ser cuestión de soberbia, la mayoría de las galerías donde exponía ya estaban cerradas, muchos de los amigos que poseían obras suyas las vendieron en la primera crisis y aquí no íbamos a traernos nada, estaba decidido. Así que aquello era una forma de mantener su público, de convertir a sus padres en público obligado. Pero la tercera de las posibilidades es la que más me convence. La Nadia que más me gusta es la que, en silencio y con las mejillas sudorosas a causa de los nervios, condujo una furgoneta prestada hasta la pequeña ciudad donde viven sus padres, en la primera mañana de frío, y repartió entre ambas casas sus cuadros blancos, sus oscuras esculturas de barro y metal, en señal de prenda. Era como decir que volvería a por ellos, como no dar explicaciones acerca de esto, era la única forma de aliviar a sus padres, engañarlos, dejarles en custodia su parte más importante, la imponente señal de que nada ha acabado, tranquilos, es solo un tiempo, volveré, pero decir eso sin palabras, para no mentir (Nadia es demasiado orgullosa para mentir), y sobre todo para no asustarlos. Ese hecho tácito, la forma en que Nadia se despidió de sus padres como quien se va por primera vez fuera de casa, con ansia y dejadez, ese detalle simbólico de adornar las paredes de ellos con sus obras de arte, con las obras que ellos no entienden y jamás han compartido, es la más absoluta demostración de amor.

Así ama Nadia en realidad, en lo más hondo de sus convicciones, ama con cuidado y con disimulo, con un profundo sentido de la presencia, de lo necesario del infinito, porque Nadia es incapaz de abandonar. Ese talento suyo para la fidelidad obsesiva es lo que me desborda. Nadia lucha contra él, pero no consigue abolirlo; no es capaz de ser libre, está atada a los seres que ama en contra de su voluntad. Y aquí, no sé si se da cuenta, está empezando a hacerlo otra vez. Damián, Enrique y Zhenia. No los dejará solos. La flor del calabacín me recuerda a Nadia.

La misma ternura que me provocó imaginarla viajando en esa furgoneta hacia la ciudad de sus padres vuelve ahora al ver cómo se esmera en las clases que le da a Zhenia. Es como cuando tuvo que cuidar a Damián en su convalecencia. Se rebela al inicio contra este lugar y las responsabilidades que le tocan, pero luego se vuelca y hace de ellas su vida. Elige los párrafos de los libros y me pregunta sobre matemáticas y métodos pedagógicos. Se divierte preparándolo todo. Y yo me divierto observándolas cuando dan las clases aquí. Lo que más me gusta, en realidad, es la nueva rutina que se ha creado. No siempre tienen los mismos horarios, si van al bar de Enrique las clases son por la mañana, y si las dan aquí son a última hora de la tarde, cuando ya no hace tanto calor. Zhenia viene sola por el camino de tierra, la veo llegar mientras riego el huerto o quito las malas hierbas, ella me mira fijamente desde lejos. Lleva una bolsa donde guarda los cuadernos y los lápices, y se la cambia de hombro mientras camina. Me saluda con pocas palabras y entra en la casa. Después de dar las clases está más dicharachera, más contenta, Nadia no es una profesora autoritaria. Yo aguanto en el huerto, para no molestarlas, hasta que se hace de noche, y a veces cuando terminan la niña viene hasta la parte de atrás de la casa y me pregunta cosas sobre mi trabajo, para aprenderse los nombres de las verduras. Aunque sabemos que no existe peligro alguno, y que podría regresar sola, yo me ofrecí a acompañarla de vuelta; las noches de luna todo está iluminado, pero no las otras, y las pilas de la linterna de Enrique se acabaron. Sé que ella se sabe el camino de memoria igual que nos lo sabemos todos, pero me gusta andar con ella al lado, en medio de la noche. Es nuestro momento. Cuando termina las clases está tan excitada que balbucea palabras en ruso y corre de aquí para allá alrededor de la tierra sembrada. Sospecho que está excitada porque le toca su momento conmigo. Nadia se queda en casa, leyendo o cocinando algo fácil para la cena, y nosotros nos ponemos en marcha. El otro día, en cuarto creciente, la niña se paró en seco frente al coche y me dijo: llévame a casa en automóvil (automóvil es producto de sus clases). No estoy acostumbrado a tratar con niños y dudé en seguirle el juego, por un momento estuve tentado a decirle: el coche no sé si funciona, hace meses que no lo pongo en marcha. Pero ella abrió la puerta del copiloto y de un salto subió al asiento. Qué tontería, pensé, soy capaz de entrar yo solo en ese coche e imaginar cosas y no soy capaz de jugar con una niña. Tuve que asegurarme, asentado en mi sentido práctico de las cosas, de que la niña no pretendía realmente que la llevara en coche a casa. Conduje de mentira durante unos minutos, y ella estaba sentada a mi lado con cara de concentración. No hablamos, yo hice los ruidos de las marchas y del motor. Después plegué y desplegué el freno de mano y le dije: ya hemos llegado; ella se bajó obediente. Caminamos hasta su casa bastante agitados, y cuando llegamos a la puerta, me dijo: has aparcado un poco lejos.

No siempre que la acompaño a casa es de noche. No siempre hay luna en cuarto creciente o menguante, a veces no hay luna. No siempre Ivana está esperándola con la cena hecha, a veces no hay nadie. Pero a veces sí. Y yo a veces tardo en volver, y cuando lo hago Nadia ya está dormida.