Ya no recordaba sus pezones, pero no he podido confesarle que los había olvidado. Cuando los vi la otra mañana fue una iluminación. Su redondez apunta hacia abajo, con ese color hipnótico. Tiene una piel tan blanca que la dureza oscura de los pezones me hace daño a los ojos y salivo. Puro contraste prohibitivo. En ella hay una tristeza distinta a la de la última vez. Eso sí se lo dije y ella lo llamó madurez.

Me ha estado hablando del camino y de las cosas que ha visto, incluso me ha contado parte de la historia de la niña, el porqué de su decisión. Sé que me miente, seguramente las razones verdaderas de la locura de habérsela traído con ella responden a pulsiones básicas y femeninas más que a una conciencia de salvación. Ivana tiene conciencia, siempre la tuvo. Es de las pocas mujeres que conozco que ha vivido acorde a unas ideas generales más que fragmentarias. Cuando llegó aquí la primera vez escapaba de su pasado (como todo el que llega a un lugar recóndito), pero el mismo hecho de huir ya respondía a una poderosa política activa. Y luego continuó: ha ido y ha venido varias veces, ha estado en contacto con grupos de acción, con comunidades, sé que ella conoce mejor que yo todos los tejemanejes de la organización, sé que ha luchado contra ellos: Ivana es una militante, yo soy solo una idea escondida.

Ahora la veo diferente. Creo que ha vuelto por auténtico cansancio. La madurez es egoísta. Nuestra educación reprocha a los jóvenes, desde la cuna, la egolatría y el egocentrismo, pero no hay nadie más egoísta que un ser maduro, el que ya no permite que nada lo aparte de su camino, el que rechaza los estorbos con repulsivo tesón. Con la madurez tenemos los principios interiorizados de tan repetidos y nos escudamos en ellos, pero apelar a los fundamentos de la experiencia es simple comodidad. Algo peor: miedo. Poco a poco, como siempre nos pasa, iré hablando con Ivana de todas estas cosas, le iré tirando de la lengua hasta que confesemos. Su regreso vino de la mano de sus necesidades: ser madre, no estar sola, alejarse de la incertidumbre. No, no es una hipócrita, pero está asustada. Hay algo más: quizá se trajo a la niña como reclamo. Esa niña tiene un padre.

Ivana me ha dicho que he perdido peso, y es por el calor, no hago otra cosa que sudar. Corro a la ducha nada más levantarme, y el chorro que sale es cálido y demasiado fino, pero me ayuda a despertar. Mi cabeza está hinchada por dentro cada mañana, por el alcohol, dice Ivana mientras busca el pliegue grueso entre mis testículos con sus dedos, y aprieta, estás bebiendo mucho. No es verdad. Estoy bebiendo menos desde que llegó el verano. No es verano, pero para qué voy a desarrollar esta idea. Bebí mucho, lo sé, cuando empecé a leer otra vez, cuando llegaron Nadia y Martín. Bebí mucho cuando pensé que Damián se moría; cuando Ivana regresó, todavía estaba bebiendo mucho. Pero ahora no. No sé si la razón es material: los gitanos me han dicho que la reserva de ron está decayendo, traen menos botellas. Les he ofrecido más dinero para que aprieten las tuercas, pueden ir a buscarlo a otro sitio. No me han asegurado nada, pero espero que lo consigan. Ahora tengo mucho trabajo. Ah, me encanta llamarlo trabajo. Hay muchas horas de sol y podría decir que hay movimiento, ya no hacen falta excusas para pasear por los caminos y al final siempre acaba alguien en el bar. Damián está ejercitando su gañote otra vez, viene con su palo de andar y se sienta por las tardes en el poyete. Martín es un asiduo, e incluso Nadia tiene menos reparos en venir. Las visitas de Ivana son cortas, pero viene varias veces al día. Elena se resiste. Mi vínculo con ella son los huevos, le he hecho entender que no puedo prescindir de sus huevos frescos diarios, y así la hago salir de casa. Viene por las mañanas a traerlos, cuando sabe que no hay nadie. A veces voy yo a buscarlos, y los tiene preparados en la puerta mientras ella arregla el huerto. Sus verduras son también las mejores. Que alguien tan seco sea capaz de cultivar lo mejor de esta tierra es un misterio para mí.

Tengo trabajo no solo porque venga más gente y más a menudo, sino porque mi bar se está convirtiendo en una especie de biblioteca o centro cultural, aunque esos calificativos sean desproporcionados. Sí, esto también es una ironía, pero necesito una forma de nombrarlo. Ambas cosas tienen que ver con Nadia: seguimos reuniéndonos para prestarnos libros, y ya nunca lo hacemos arriba, sino en el bar. Y, además, ella está dándole clases particulares a Zhenia, y a veces se juntan aquí. Al principio eran en casa de Ivana, pero han decidido alternar: van a la casa del boticario y vienen al bar. Fui yo quien sugirió que la niña se desplazase para las clases. Nadia me comentó que se sentía oprimida en casa de Ivana, y que Zhenia a veces recibía las clases en pijama o casi desnuda a causa del calor. Que no se reúnan en casa de Ivana nos viene mejor a todos. Para los días que les toca aquí, he preparado una mesa al fondo, lejos de la barra, limpié las telarañas y quité las maderas que tapaban la ventana de aquel muro. Ese lugar es fresco. Intento dejarlas solas siempre que puedo, las clases no duran mucho rato. Se sientan una junto a la otra en las sillas plegables e Ivana saca los materiales; los gitanos nos trajeron un par de cuadernos y lápices de colores, sacapuntas y goma de borrar. No hay libros de gramática ni de hacer cuentas, pero Nadia, que parece una profesora aplicada y con imaginación, usa algunos de los libros que ella trajo y me ha pedido algunos de los míos. Yo también hubiera querido aprender lengua con semejantes manuales. De todos modos, por lo visto Zhenia es buena alumna. Conoce el idioma más o menos bien, ya venía estudiada. Mientras preparo cosas detrás de la barra, escucho la voz de Nadia en un tono nuevo, dictándole a la niña, y observo la cabeza rubia de esta agachada sobre el papel, escribiendo. No sé qué recuerdos me traen esta imagen y estos sonidos, pero es una blandura, una paz, de los pocos momentos del día en que no tengo ninguna gana de beber.

Con los huevos frescos de Elena preparo revueltos cada mediodía. A veces los cuezo y los salpimiento, para que duren más tiempo. Los revueltos están hechos con mantequilla y alguna verdura, depende. Los fines de semana les pongo chorizo. ¿Cuál es la diferencia aquí entre los días de la semana y los fines de semana? Antes no había ninguna. Ahora casi ninguna: Zhenia y Nadia no dan clase los sábados y los domingos. Este sencillo hecho revoluciona nuestras vidas. Los días de la semana vuelven a tener nombre.

Si no fuera porque la imagen del cadáver del perro ardiendo me asalta de cuando en cuando, si no fuera porque no consigo quitarme del todo el olor chamuscado de su pellejo en llamas, si no fuera por eso. No quise enterrarlo, preferí prenderle fuego. Ardió fácilmente, como un tronco seco. Nadie vino conmigo para la incineración. Mientras rociaba con alcohol su cuerpo ensangrentado, me sentí útil por primera vez en mucho tiempo.