Tumbada sobre la cama, con los pies húmedos, respira. Le entra por la nariz su propio olor agrio: es hora de lavarse. Al levantar la cabeza de la almohada siente el susurro de la piel despegándose.

En la cocina, no puede evitar sorprenderse al comprobar la gordura de los polluelos. El criadero le recuerda a aquel laboratorio de la casa del boticario, le parece mentira que lo haya construido ella misma; antes, en la otra época de las gallinas, eran sus padres los que se dedicaban en cuerpo y alma a ellas, Elena siempre se ocupó de los cerdos.

La caja de madera está colocada en el suelo, en una esquina donde la luz del sol permanece muchas horas. Afuera hace sol y el calor agrieta la tierra, pero las noches tienen vientos fríos, no puede arriesgarse a que los pájaros mueran. Dentro de la caja el suelo está mullido de algodones, foame, trozos deshilachados de mantas viejas; el comedero y el bebedero están sujetos a un extremo de la caja con alambres, para que los polluelos no los vuelquen, y, aun así, todo está manchado de agua sucia. El criadero parece un altar, si Elena tuviera capacidad para la risa se mofaría: la cera derretida de los cirios se desparrama por el suelo alrededor de la caja, y detrás de esta, alumbrando como el caparazón de un escarabajo plateado, se alza la única lámpara portátil de la casa: un flexo de cuando Elena tenía una hija que necesitaba hacer deberes en las vacaciones escolares. La bombilla de cien vatios y las velas dan calor a los vástagos durante toda la noche. Observa las plumas de los bichos, pegajosas, y sabe que debería limpiar el cajón, cambiar las telas y los algodones, pero tiene fatiga, no tocará esos cuerpos tibios, no lo hará.

Rellena el bebedero y el comedero y sale afuera a ver a los adultos, sin convicción. Los ojos secos de las gallinas, sus movimientos mecánicos y sobre todo sus picos, esos minúsculos azadones, no le provocan ni un ápice de ternura. Elena no tiene capacidad para la risa pero sí para la ternura: hocico carnoso, goteante, pellejo duro de cuero y pelos gruesos como hilos de esparto, eso es la ternura, esa es su manifestación del amor. Los chillidos infalibles de los guarros, mamíferos con ojos de locura; no estos picotazos al suelo, no esta sedosidad de plumas, no estos cuellos tan fáciles de estrangular. Es la hora de recoger los huevos. Elena entra en el gallinero y diría que el gallo la mira desafiante con su alta cresta, pero el gallo se aparta sin más, extendiendo un poco sus alas inservibles. El corral está demasiado lleno de excrementos, el légamo mancha sus pies descalzos, ha olvidado calzarse las zapatillas de lona blanca, y en la planta de los pies, cuarteada, siente el calor del barro. Tiene que desinfectar el corral, los piojos y las ratas son asesinos. La cubre un sentimiento de pereza, algo desconocido para ella. Dentro, el gallinero está aún más sucio. Solo dos pollos adultos le dan más trabajo que una camada de cerdos, porque estos son inmunes a la porquería.

En el nido, la ponedora ahueca su plumaje; ahora hay muchas horas de sol, tiene que haber puesto suficientes huevos, es una buena hembra. Las moscas vuelan lentamente, con sus cuerpos verdosos y tornasolados. La ponedora no se mueve, si al menos cantara, si al menos pudiera emitir un sonido reconocible, aparte de calentar el nido con toda su paciencia. La presencia de Elena dentro del gallinero no es una amenaza, es como si estuviera ciega. Las gallinas no tienen instintos, piensa la vieja, se dejan robar los huevos cada mañana y cada noche, son igual que las máquinas. Los cerdos, sin embargo, únicamente son dóciles a la hora de la muerte. Más dóciles con ella que con su padre, el grito último que desgarraban cuando el hombre iba a matarlos era descorazonador, incluso violento, a veces un destello en las pupilas y un bufido irreal los convertía en jabalíes y los hacía parecer peligrosos, pero el padre siempre asestaba el golpe con audacia y el miedo se desvanecía. Ella nunca sintió ese miedo al matarlos. Los cerdos se entregaban a su afilado cuchillo descuartizador, cerraban los ojos en vez de abrirlos cuando ella los agarraba de las orejas y rodeaba sus anchos cuellos con el brazo verdugo. Coge a la gallina con ambas manos y la pone en el suelo; en el nido hay cuatro huevos. Son gordos y son cuatro. No está mal. Tiene que desinfectar el corral y el gallinero antes de que los pollos enfermen. A esta velocidad, los polluelos de la caja habrán crecido lo suficiente para vivir aquí con los adultos, y todo tendrá que estar limpio. Por pura inercia levanta el borde de su camisón para formar una bolsa donde transportar los huevos hasta la casa, por pura inercia agarra los huevos uno a uno con cuidado, están tan calientes que dan ganas de aplastarlos, de cerrar el puño y desperdiciarlo todo, pero Elena es eficaz como un amanecer, incorruptible como un amanecer, y nunca haría eso. Sale del gallinero, atraviesa el corral, le pican los pies descalzos. Hace calor.

Elena se para en medio de su tierra sujetando el borde del camisón sucio con una mano, los huevos cálidos le pesan como si llevara piedras. ¿Ha oído algo? ¿Un crujido, un susurro? Mira hacia el huerto, donde por fin crece lo verde, gordamente. Nada se mueve. Elena no tiene conciencia de su imagen, si la tuviera se sentiría desprotegida: una vieja vestida con un camisón fino, sucio y harapiento, los pies manchados hasta los tobillos de barro y excrementos, el pelo blanquecino pegado al cráneo. Cuatro huevos cálidos en su regazo. Nada la asusta, pero el desconcierto vibra en sus oídos: ¿hay alguien mirándola? No puede ser. Entra en casa, la pereza se ha esfumado, deposita los huevos en una cesta en la cocina y se dispone a limpiar el cajón de cría. Necesita papel, es más absorbente que la tela. Debería lavarse ella misma de una vez, está dejando las huellas de sus pies negros en el suelo de la casa. Luego lo hará, luego lo limpiará todo. Rebusca en el salón; cada vez hay menos cosas útiles. Papel, ¿de dónde sacará más papel? Enrique ya no tiene periódicos, una vez le hizo una broma, no te daré mis libros para limpiar la mierda de tus bichos, ella lo miró consternada. En la alacena encuentra dos pliegos de papel de estraza donde venían envueltos unos alimentos que trajeron los gitanos. Los coge, pero no es suficiente. Va otra vez al mueble del salón y abre el cajón del aparador. Allí dentro hay más: una bola arrugada y un sobre. La bola arrugada es un certificado de defunción y en el sobre hay una carta escrita a mano. Aprendió a leer el nombre de su hija en ambos documentos hace un tiempo. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuántos años han pasado? Elena no tiene conciencia de su imagen ni de su edad, es el mismo cuerpo el que atraviesa los días, el mismo esqueleto acolchado de fibra que mató cientos de cerdos, al que se le infló el vientre una vez, el que amamantó una boca sin dientes, el mismo que ahora envejece sin que ella lo note. Se arrodilla frente al cajón de las crías y comienza a limpiarlo. Tiene que sacarlas. Lo hace. Los polluelos pían con la alegría de la libertad y corren por la cocina, se escapan al salón. De reojo Elena comprueba que esté la puerta cerrada para que no salgan, y la puerta está abierta. Otra vez el desconcierto, ¿qué es lo que no funciona?, ¿por qué ha sacado a los polluelos de la caja sin antes cerrar la puerta? Se levanta del suelo, no emite sonido porque sabe que llamarlos sería en vano, las bolas de plumón amarillo corren como canicas por toda la casa y ella se abalanza hacia la puerta abierta para cerrarla, pero al acercarse escucha revuelo en el gallinero, pánico.

Es una mañana hermosa. El cielo está limpio. Hay pájaros cantando afuera, los pájaros existen. No es la hora de los zorros. Ya no hay zorros, o eso creen en el pueblo. No puede ser un perro, no otra vez. Elena se pone tensa, detrás de la puerta hay un azadón de cavar la tierra del huerto, lo coge y sale de la casa como un gladiador, nada la asusta, pero su corazón bate, le hace daño. De un impulso levanta con las dos manos el azadón en el aire, sus ojos buscan ansiosos el peligro y no lo encuentran, el gallo cacarea en círculos dentro del corral, algo pasa junto a sus tobillos con la suavidad de una caricia amarilla y la hace caer al suelo del susto, de la tensión. La caricia del polluelo huyendo la tira, primero son sus rodillas las que se desploman, luego el azadón incrustándose en la arena, y más tarde sus codos, la barbilla herida. Resopla y levanta la cabeza, por fin sus ojos alcanzan el peligro: una niña rubia corre alejándose de su territorio, sin mirar atrás, el cuerpecillo de un hada de pelo dorado cada vez más pequeño en la lejanía, Elena siente picor en los ojos llenos de lágrimas, ¡es el demonio, el demonio ha llegado!