No lloverá. El cielo muda cada día del azul al negro sin preámbulos. Ni siquiera anaranja como antes. No lloverá. Si mi mujer viera nuestros árboles frutales caería en una depresión, ella que nunca entristecía lo suficiente. Tan lentos, estas ramas tan raquíticas, los frutos nervudos, escuchimizados. ¿Estas son las manzanas que comeremos para aliviar el calor? ¿Estas las ciruelas, los nísperos? No lloverá. Cada mañana utilizo la manguera para regar. En verano siempre regábamos con ella, ayudábamos a los árboles a hincharse, pero nunca como ahora la tierra chupó tanta agua. Dejo la boca de la manguera junto al tronco de cada árbol y espero un rato, no demasiado, nadie dice que el agua dure para siempre. Mientras cada árbol toma lo suyo, yo voy paseando alrededor de ellos y acaricio los frutos, mido el peso en mis manos, arranco las hojas muertas, las hay muertas. Verdes sin intensidad. Las moscas me persiguen. Luego, cuando he terminado con el último, regreso al primero mientras enrollo la manguera: la tierra que rodea al membrillo está seca otra vez.

Nunca me interesé por la ingeniería, el pozo que hay detrás de los árboles ya se agotó, es el agua del grifo la que riega mi campo: ¿de dónde viene? ¿Cómo llega aquí? Enrique me dice: el pantano. Pero él no lo ha visto. ¿O sí lo ha visto? Últimamente hay algo en Enrique que me hace desconfiar, será que soy un viejo chocho que no se fía de los amigos, pero desde que llegaron los nuevos se comporta distinto, está mucho con ellos y para ellos. Y luego Ivana, con esa niña que nadie me cuenta de dónde ha sacado. Bien, yo no pregunté. No tengo años para ir preguntando. Ya no hablo con Enrique en los mismos términos. Quizá ha olvidado todo lo que conversábamos antes, cuando recién llegaron. Mi mujer diría, ¡son celos!, solo para hacerme rabiar, pues nunca fui celoso, ni siquiera de ella y de su perfil, con su risa que rebotaba en las paredes cuando íbamos a la iglesia. No son celos, ¿celos de qué?, es desconfianza, algo ciego que me aleja del mundo.

Elena y yo somos arrugas vivientes, qué puedo esperar de los que aún son jóvenes. Enrique no es ningún chaval, pero a su edad aún hay ganas para todo, y fuerzas y poderío, es normal que se acerque a lo más vivo como abeja al panal. Viene algunas mañanas a buscarme, se sienta conmigo en la puerta de casa y mientras nos secamos el sudor de la frente con nuestros pañuelos blancos, me advierte: hay que tener cuidado con el agua. Me lo dice como a los niños, como si él supiera algo que yo no sé. ¿Quiere decir que no riegue? ¿Que deje a mis árboles morir, sin sacarles el alimento? Si dejo de regarlos no darán manzanas, peras, ciruelas, membrillos. Nísperos jugosos. A él en el fondo no le importa, en todo el tiempo que lleva aquí nunca cavó la tierra y no plantó ni unos geranios. Es un negociante, utiliza lo nuestro y se abastece de lo que trae la furgoneta. Entonces me apacigua: ya comeremos de lo que traigan. Pero no, no me dejaré convencer. Una parte del abastecimiento ha de ser nuestra, si no estamos perdidos. Que luego, si quieren, traigan agua. Además, hay pozos vivos en las casas abandonadas. Yo no permitiré que mis árboles mueran. Tan viejo como soy, tan fuerte como he sido, a veces me dejo intimidar. ¿Enrique va a decirle a Elena que no les dé agua a los pollos? ¿Que no riegue su huerto? Sé lo que me preocupa. La otra noche no pude dormir bien por el calor y por el runrún de mi cabeza. Un viejo no desiste del todo hasta que se muere, pero sé que tengo que confiar en alguien y explicarle la misión. Alguien más joven con la suficiente fortaleza para enfrentarse al mar cuando sea conveniente. A priori, supongo que mi elección parece ridícula, pero si Maruja estuviera conmigo lo entendería. La única persona que puede continuar con esto es Nadia. De todos, también ella es la única que de verdad me entiende. Cómo, si no, adivina mi pensamiento cuando viene a hacerme compañía. Nadie se lo pide y ella viene. A veces no le hablo y sin embargo ella sabe, cierra las contraventanas si me molesta la luz, se levanta a por esa ciruela aún verde que ha caído incomprensiblemente del árbol y la coloca, con mimo, en la cesta de mimbre de la ventana de la cocina. Cómo sabe que me duele ver el fruto sobre la tierra seca. El fruto inmaduro que el árbol ha repudiado. Pero lo sabe.