A veces me viene un recuerdo. Como si abriera una castaña y de ella saliese una imagen que se elevara ante mis ojos y quedase suspendida en el aire. La de hoy es un viaje en autobús. Una reliquia: se acerca desde el final de la calle tambaleándose con su cartel luminoso: 27. Hacer cola junto a la puerta que se abre, esperar a que esa señora mayor suba trabajosamente delante de mí y enseñe su bono de la tercera edad que le permite viajar gratis, sentir el empujón de los chavales con mochila a mis espaldas, ellos vienen del instituto y vuelven a sus casas entre bromas y violencia. Con mi cuerpo evito que interrumpan la torpeza de la señora mayor, que es gorda y busca un asiento adecuado para su perímetro. Sacar un libro para aprovechar el tiempo pero luego no leer, porque no encuentras sitio y tienes que estar de pie y agarrarte bien para no caerte con los bruscos movimientos. Mirar las caras de la gente. El autobús, el metro, a veces, en alguna otra ciudad, el tranvía. Las madres con sus niños, los viejos avaros, las pandillas (mórbidas adolescentes y granulados chicos), los solitarios, los que posan para que alguien los escudriñe, los que no pueden aguantar el llanto, los rostros huecos. Los senegaleses, los marroquíes, los rumanos, los chinos, los peruanos: el acento extranjero extranjerizando el propio acento. A veces me montaba en el autobús solo para recordar, para sentirme parte de la ciudad, para cederle el asiento a una embarazada. Es el bullicio, la posibilidad del contacto físico sin consecuencias y el escaparate que somos en las ciudades lo que echo de menos a veces.
En este silencio lechoso de los días, incluso hay cosas que hacer. Bueno, en realidad todo el mundo tiene más cosas que hacer que yo, porque me he vaciado de responsabilidad. Sí, ellos me alimentan. Sacan las verduras de la tierra para mí y yo me limito a cocerlas, a freírlas luego con un poco de mantequilla. Eso no es ningún esfuerzo. No me preocupo por nada (qué raro). No sé cuándo viene la furgoneta con los víveres y los cachivaches, no interactúo con los gitanos, la pareja amable y ruidosa que me da tanta envidia. Puedo decir que mis ocupaciones son pocas, quizá yo sea la aristócrata del pueblo. Cuando Martín se pone sedicioso, afirma con la boca llena que siempre lo fui, que me limito a extender mi voluntad sin ofrecer nada a cambio, pero eso es mentira.
Antes yo lo controlaba todo. En mi hogar se comía lo que yo quería, se salía cuando yo lo decidía y los periodos de tristeza duraban lo que mi síndrome premenstrual. Yo era el mago que predecía los vendavales. Y, por descontado, la sociedad que frecuentábamos era la mía. Las pocas obligaciones familiares tenían el pulso de mis remordimientos. Martín era un inadaptado sin raíces al que recogí en mi seno para que me estabilizara el corazón. Él se esforzaba cuanto podía, pero seguía recluido en sus estudios y en sus ansiedades. Entonces yo sí era una aristócrata en toda regla. Quizá él estuvo preparando el golpe maestro desde que me conoció. Quizá su vida de outsider giró siempre alrededor de esta grandeza que ahora lo transforma. Al final lo ha conseguido: estamos aquí, en lo que mis amigos llamarían el desierto, lo nimio, lo infame. Mis amigos, que no sé dónde están y a los que no añoro todavía. Porque, por primera vez, mi vida no depende de mí. Me dejo alimentar, me recomiendan lecturas, me emborracho con lo que me ofrecen, hablo poco. Y tengo dos misiones, dos encomiendas que amortizan mi estancia: hago compañía a un viejo y doy clases a una niña. Tanto una cosa como la otra me salvan. Jamás las hubiera hecho por voluntad propia, pero he aceptado la sugerencia con devoción. Es mi secreto: el viejo me enseñará el final y la niña me lleva hasta el principio. Qué sería de mí sin ellos. Ambos pronuncian mi nombre para recordarme que sigo viva.
Hoy es una mañana trágica, por eso pienso en estos términos. No ha pasado nada especial, pero es mi primer día de arte. Arte que ya no es arte, sino entretenimiento. ¿O es que siempre fue entretenimiento? ¿Qué podía ser sino esto? El sol calienta como en una llanura, porque estamos en una llanura. El río sigue seco. Puedo salir afuera solo con una larga camiseta de tirantes que me sirve de vestido. No utilizo sujetador y mis piernas desnudas están más fuertes de lo que nunca estuvieron. Cuando las observo, veo mis venas en forma de tela de araña, rojas y moradas, como finos dibujos de cachemira que significan que la corriente alterna murió por dentro, y no me importa. Los músculos se tensan bajo la piel grumosa y blanca. De hecho ya no está tan blanca. A veces, después de mucho pasear, con la camiseta y las botas, la piel llega a casa enrojecida. Martín me mira salir y me dice: es como si fueras en bragas. No me lo reprocha, yo me siento tan cómoda así. No voy a las otras casas con esta pinta, solo paseo por el bosque o me apoyo en el coche a fumar. El calor me impide estar mucho rato fuera. Martín se ha hecho con dos sombreros de paja y con una gorra visera y siempre me dice que no salga sin taparme la cabeza. Obedezco en este punto, el aire quieto quema mi pelo largo, mi cráneo. Así le gusto más, con la camiseta blanca, las botas de montaña y el sombrero de paja. Sé que me vigila desde el huerto mientras me alejo.
Hoy el paseo tenía una finalidad, he ido a buscar herramientas de trabajo porque voy a construir algo. Ordeno sobre la mesa lo que he encontrado. No todo lo he traído del bosque, la otra tarde Ivana me dio algunas cosas que ella no quería, y también me consiguió varios tesoros de una casa donde no vive nadie. Hay muchas casas donde no vive nadie, pero ella dice que la mayoría están vacías. Sin embargo hay algunas que conservan objetos decorativos, cuadros en las paredes, tonterías en la cocina y en los baños. No he decidido aún qué hacer con estas fruslerías, cuáles elegir para la obra, tengo muchas: ramas secas y retorcidas, semillas, el cuerpo vacío de un escarabajo, marcos metálicos, un par de lienzos con horribles bodegones, un dado, el borde de una cortina de encaje de bolillo, la concha de una vieira, un pintauñas de purpurina, un abanico pintado a mano, tuercas, tornillos, una taza de cerámica decorada a la acuarela, las cuentas de un collar. Cuando sentí la necesidad de construir algo con mis manos no se lo dije a Martín, porque me hubiera dicho que el punto de inflexión, mis ganas de volver a crear, venían del día de la fiesta, pero yo sé que el animal no fue un antes y un después. Me callé, primero para ver si se me pasaban solas, pero pronto encontré una excusa: quiero hacerle un regalo a Enrique, algo para que decore el bar. Entonces Martín se puso contento, cualquier excusa es buena, dijo. Debió de chivárselo a Ivana, porque a los pocos días, cuando me encontré con Zhenia para las clases, ella traía una caja llena de cosas que Ivana había recolectado para mí. Aquella intromisión me hizo sentir desprotegida. Ni siquiera se lo he reprochado a Martín: a veces sigue tratándome como una enferma. Bah, que haga lo que quiera, luchar contra el gigante en el que se va convirtiendo es absurdo. Sus hombros son más anchos cuando me folla. Y, además, hoy disfruto; tengo sobre la mesa un esqueleto desordenado, solo me falta encontrarle las articulaciones, elegir qué huesos me servirán y cuáles no. Me sudan las manos y no es por el calor. Esta casa guarda bien el fresco, incluso seguimos utilizando la manta por las noches. Me sudan las manos, creo, porque estoy nerviosa. Salivo como un perro.