Algo ha pasado. Al norte, la dentada silueta de las montañas está limpia, aliviada de bruma, las fauces del horizonte se distinguen en su amenaza. El bosque tupido que va lamiendo la ladera rocosa hasta el pueblo es un laberinto, con los colores agudos del verde y el marrón enredados, muy quieto. A un lado y a otro, y hacia el sur, la pradera desigual, lanzada de surcos, el antiguo cauce del río, los caminos, cubiertos ahora de matorrales espinosos y de abultamientos florales que disimulan la tierra polvorienta. El puentecito de piedra parece levantarse sobre un murmullo, como si un brote le existiera debajo de repente. Algo ocurre. El aire no corta, está lento. ¿Hay parejas de águilas bajando de las alturas? ¿Hacen círculos? Y esa bandada de pájaros ¿adónde se dirige? Pequeños, negros y rápidos como balas: huyen o acaban de llegar. A lo mejor es que empieza el calor.

De la casa esquinera de dos plantas entra y sale gente. Afuera, sobre la arena del suelo, hay una mesa larga con bancos, llena de platos, vasos, bandejas con comida. Las seis figuras están desperdigadas alrededor, unos sentados, otros de pie. Atado al tronco de un árbol por un extremo, y por el otro a una de las rejas de la ventana, hay un cordel adornado con farolillos de papel de colores desvaídos, deformes, que han estado guardados mucho tiempo; es el símbolo de la celebración. El ambiente no es natural. Algunas figuras están muy rígidas, como maniquíes dispuestos en un escenario frágil. Un golpe de viento acabaría con ellos, pero nada se mueve en el aire más que los pájaros, que en su excursión pendular observan las bandejas, especialmente la cesta llena de pan en rodajas expuesta en el centro de la mesa. A la altura del suelo, matices y moscas.

El viejo está sentado en el poyete, junto a la puerta; con la espalda recta y las piernas abiertas, agarra un bastón con la mano. Tiene una boina gris de visera corta encajada en el cráneo, y la sombra oscurece sus ojillos. El viejo desprende serenidad y satisfacción, aunque lo incomoda algo que todavía no sabe qué es. Un hombre sale del bar con una botella de cristal verde llena de vino y se sienta junto al él para llenarle el vaso. Prueba este vino, Damián, tú que tienes lengua sabia. El viejo asiente, con esa sonrisa de boca abierta que se les queda a los ancianos cuando están a gusto o cavilando, la barbilla hace muelle. Traga la cosa áspera: es el mismo vino de siempre, no me engañes. El hombre deja solo al viejo y sigue la ronda, alrededor de la mesa hay una pareja joven, sentados juntos pero sin hablarse, ella está sonrojada y juega con su pelo trigo, lleva unos vaqueros anchos desgastados y unas botas camperas, las mangas de su fino jersey están subidas hasta los codos, y el cuello deja ver un punto de equilibrio y de maldad, el hueso blanco de su clavícula izquierda; él tiene el rostro bronceado por horas a la intemperie, la barba le sombrea la cara y en su espalda y en sus brazos hay una nueva fortaleza, un poco vacua y suculenta. A su lado hay una niña. Su aspecto de ave crea ternura y rechazo a partes iguales. La niña susurra desde su asiento, sin acercarse al oído de él, le está contando alguna experiencia fantasiosa, a juzgar por la media sonrisa del joven. Tampoco ella está tranquila del todo. Desde sus ojos sin esquinas, platos, mira hacia un lado y al otro, vigila, como si los allí reunidos fueran carceleros o asesinos, pero no pierde el hilo de su pequeño discurso y sobre todo no desecha la atención recibida por el hombre de la barba, el hombre que ya no lee, el de los labios con carne, rojos de tomate o de pintura. La mujer joven de pelo trigo es una desaparición. Disfruta de la quietud y de la poca beligerancia del ambiente, se mantiene al margen con gesto descreído. Otra mujer, mayor que ella, está sentada a la sombra de un árbol, alejada de la mesa. Arrebujada en su regazo descansa la falda que lleva, abundante tela de estampado colorido. Hoy su pelo negro está trenzado en una soga que le cae hombro abajo sobre el pecho. Espera con paciencia a que el hombre que rellena los vasos se le acerque: siéntate conmigo, Enrique, quiero preguntarte una cosa. Pero él se limita a verter vino en el vaso que le tiende: luego vengo, estoy terminando con la comida. Cuando se aleja ella le dice, para que todos oigan: ¡no seas cobarde!, y Damián asiente otra vez con la barbilla muelle, si él tuviera menos años y estuviera soltero…

Se acerca una vieja calle abajo. Antes era una vieja fuerte, pero su cuerpo es frágil ahora. Piernas alámbricas, ya se le aprecia la curva en la espalda que obliga a mirar hacia la tumba. Aun así camina seguido, se había comprometido a llevar ese recipiente envuelto en paño entre sus brazos pero en realidad no quiere estar allí bajo los farolillos, con toda esa gente. Aminora la velocidad conforme va acercándose, nota cómo las caras están vueltas hacia ella.

A pesar de todo es una fiesta.

Elena deja sobre la mesa su parte del trato. Enrique asoma la cabeza a la ofrenda: catorce huevos cocidos y un rectángulo de tocino fresco. Nadia arquea las cejas ante el manjar. Sus pequeñas berenjenas recién arrancadas del huerto y rellenas de tomate y cebolla parecen un insulto de manufactura al lado de los catorce huevos endurecidos en agua; alarga la mano y coge uno, rompiendo el embrujo de la llegada.

Se sientan, comen. Los dos viejos beben vino, callados uno junto al otro. Enrique los mira y se compadece, los encuentra incapaces frente a la juventud que mastica y la niñez que plácidamente juega con las piedras bajo el calor. Zhenia se ha tragado sus dos huevos cocidos en cuestión de segundos, lamiendo la yema de amarillo intenso. Una fiesta no tiene por qué ser bulliciosa pero si contiene un par de borrachos será más auténtica. Nadia y Enrique soplan cuanto pueden. Martín sonríe, sacia su apetito, disfruta de la compañía de todos, de imaginar lo rápido que engordarán sus verduras si el sol persiste, si llueve. De vez en cuando pasa un brazo confiado sobre los hombros de Nadia, es un gesto natural pero pocas veces lo ha usado como forma de cariño. Quizá no sea una forma de cariño sino una mera ampliación de las coordenadas. Nadia obedece al peso sin pensar en ello y, cuando ya no quiere comer más, se levanta de la mesa y lleva su silla junto a la de Ivana, que corta en trozos unas manzanas rojas como si nunca hubiera tenido manzanas entre los dedos. Es la primera vez que ellas dos mantienen una conversación bidireccional. Elena fuma con codicia, mirando a la niña recolectora de cantos rodados. Las voces de los tres hombres, enzarzados por fin en planos asuntos, nublan un poco la tarde.

El último invitado llega por la parte de atrás. No ha atravesado el pueblo, lo ha bordeado, porque ha debido de seguir la carretera, la misma que trajo a Martín y a Nadia. Intuyendo que la calzada no lleva a ningún sitio, que se corta unos kilómetros más adelante, se ha salido de ella por el camino de la casa del boticario. Luego, por puro instinto caminante, por el olor quizá, ha obedecido al sendero de tierra, que desemboca justo en la esquina del bar de Enrique. Da la vuelta al muro blanco y aparece frente a los festejantes, con la lengua colgando y el lomo arqueado por el hambre. La luz del sol, ya baja, se refleja en su pelambre canela y destaca los pequeños abultamientos en las orejas y en las patas huesudas, garrapatas gordas que se alimentan del raquítico. Ha tenido que andar durante días para llegar a este lugar, pero unos pasos más son la recompensa; moviendo el rabo, con la cabeza agachada y el músculo apergaminado que casi le llega al suelo, se aproxima a la mesa cauteloso.

Entonces lo ven. No saben quién lo ve primero, porque hay unos segundos de reacción y lo demás es una cadena, el estupor en las caras, la tensión en los cuellos, algún labio cayendo desfigurado hacia el mentón, una banqueta arañando el suelo pedregoso por el impulso del que se levanta. ¡Un perro! Zhenia alza el rostro de su alijo de piedras y todo se ilumina en su cara; con un salto, como si fuese una rana, hace el intento de correr hacia el animal, que también la ha visto a ella, que ha puesto sus ojos dóciles en la cara sonriente de la niña que se le acerca con los brazos abiertos. Pero los gritos de las dos mujeres más jóvenes detienen a la incauta: ¡no te acerques! La niña y el perro no han terminado de ejecutar su movimiento pero estaban a punto, la manita de ella a unos centímetros de la pelambre dorada y sucia, el rabo de él agitándose imparable, todo ha terminado, techo, cariño y vísceras para la cena. No es tan fácil. Enrique le ha arrebatado el bastón a Damián, ese palo recio que fue la espina dorsal de un árbol, y su cuerpo desgarbado y grande en dos zancadas está frente a su presa, atiza un fuerte golpe en el cráneo agachado del perro, el golpe triunfal que a lo mejor esperaba el animal, pues no tiene tiempo de huir o no le quedan fuerzas, recibe la colisión y cae al suelo, primero sobre sus patas delanteras, aún el lomo arqueado temblando, el rabo ya una serpiente enroscada en los traseros. Enrique se crece con su porrazo de la suerte y coge ímpetu alzando el palo para volver a apuntar una y otra vez sobre la cabeza del perro, dos, tres, diez veces, el primer chillido de la víctima, agudo e inútil, se pierde en la tibieza de la tarde, en los oídos inquietos de los espectadores, la niña está escondida en alguna parte llorando su frustración, Elena mira a un punto del infinito, el resto de mandíbulas chocan sus dientes al ritmo de los huesos rotos. El chasquido del cráneo ya suena a charco: el animal no tuvo tiempo o fuerzas para rebelarse y ahora es un cadáver amarillo encima de la tierra, las quijadas continúan su sonrisa estéril de perro, cerradas fuertemente sobre la lengua llena de arena, de las cuencas de sus ojos legañosos sale una papilla espesa.

Enrique, sudoroso, suelta el palo ensangrentado y se acerca a la mesa para coger una jarra de agua, aún fresca, y echársela por encima, el agua cae a chorro sobre su frente y su pecho.

Ha llegado el verano.