La casa está llena de humo. Cuando Ivana abre las ventanas, el humo consigue escapar. La chimenea de hierro forjado, con puertas de goznes retorcidos y colocada en una esquina del salón, tiene el tiro obstruido. Ivana no sabe qué hacer, separa los troncos para que la llama se apague, intenta cerrar las puertecitas pero estas no se mueven, tose cuando la bocanada le entra por la nariz, chatarra maldita. Zhenia aparece con un vaso lleno de agua, viste un pijama azul celeste que le viene grande, sus pies descalzos asoman los dedos por el borde del algodón. Podemos echar esto para que se apague el fuego, dice. La mujer está arrodillada en el suelo, asfixiada. En las mejillas planas de Ivana hay parches rojos como de fruta demasiado madura. ¡No!, nunca eches agua al fuego, el humo se vuelve espeso y da fatiga, deja ese vaso en la cocina, lo que tengo que hacer es deshollinar esta porquería de chimenea; Zhenia no hace caso y se queda allí con el vaso entre las manos. Si hay un incendio hay que echar agua, afirma tras cavilar unos segundos. La mujer forcejea con las puertas de hierro, intenta cerrarlas, cada vez están más calientes y se daña los dedos. Sus pulseras hacen una música impaciente. Esto no es un incendio, esto es una puta chimenea, ¿no hay chimeneas en tu país?, ¿nunca has visto ninguna? La niña no responde pero parece pensar, en mi país lo que no hay son chimeneas atascadas. El gato huye de la habitación cuando los troncos que Ivana ha separado hacen ruido, uno prende con energía y la llama crece. La mujer da un grito desesperado, se acerca al pijama azul celeste y le arrebata el vaso de las manos para volcarlo con decisión sobre los troncos. Chisporroteo final, redoble de crujidos, lengua de humo pegajoso y blanco y fin del fuego. Zhenia se da la vuelta escondiendo una expresión de triunfo y regresa a su cuarto. Ivana queda en mitad del salón, respirando con hosquedad.
Al rato, cuando la casa ya se ha vaciado de humo, anuncia a la niña que va a salir a buscar ayuda para limpiar el conducto. Se lo dice desde la puerta, y cierra. Está enfadada. Zhenia, sentada sobre el diván, con las piernas cruzadas, se calienta los dedos de los pies con ayuda del cuerpecito del gato, la media sonrisa de ganadora no la ha abandonado, adiós, adiós, que tengas suerte, susurra con hiriente vocecilla. Las uñas del gato se enganchan en el algodón azul. De pronto Zhenia arruga la nariz y la boca, hay una sombra: el pijama apesta a leño chamuscado, se acuerda del camino y de sus padres sentados alrededor de una hoguera, con los rostros envilecidos. Salta del diván, tirando el gato al suelo, y en un par de contorsiones se desembaraza del pijama celeste, lo deja hecho una bola en el suelo, su cuerpecillo desnudo siente el frío que encharca la casa, la mañana se levantó fría, con el cielo como una lija, por eso decidió Ivana poner la chimenea. Zhenia está temblando y piensa que también sus braguitas de elástico flojo olerán a ceniza, se las quita, completamente desnuda se mete bajo las mantas del diván, tapándose incluso la cabeza. Espera.
Por lo menos un par de horas tarda Ivana en regresar. Ya no está enfadada, sino contenta, las pulseras de sus muñecas cantan alegremente cuando abre. Pasa como una flecha al cuarto de baño, el punto más congelado de la casa. Ras, ras, se oyen sus ropas bajando y luego el chapoteo de las manos volcando el agua hacia la pelvis, quizá un poco de pringue. Tararea algo mientras elimina los residuos. Jolgorio. ¿No se hiela? ¿No se le corta la respiración por el contraste de temperaturas? Su cabeza de pelo negro veteado se asoma a la habitación de la niña. No hay niña, solo un bultito bajo las mantas, la luz del mediodía entra por la ventana, la mujer se acerca y le habla sin destaparla. ¡No te hundas en las tinieblas, sal de ahí!, ¿tienes frío?, y se va, ahora hacia la cocina. Zhenia saca la nariz para olisquear. El aire le sigue pareciendo nieve y durante las horas que ha estado escondida bajo las mantas no ha ocurrido nada extraordinario, la pequeña casa sigue siendo la pequeña casa, la ventana, el gato acurrucado sobre el pijama azul en el suelo; sus oraciones no han surtido efecto. En el ambiente flota el sudor de Ivana, acerbo y mareante. La mujer tiene un olor fuerte, único, y Zhenia es escrupulosa. Asco. El flaco cuerpo desnudo se enerva, calienta sus manos aplastándolas entre las ingles.
Comen juntas en la mesa redonda del salón. Ivana se ha esmerado, ha puesto un mantel de tela estampado con ramilletes de uvas verdes y ha encendido varias velas para aliviar la sensación de helor. En el cuenco de arroz blanco hay unos trozos de zanahoria y tiras de col completamente insípidos. El color de los ojos de Ivana es intenso mientras mastica. Esta tarde vienen a arreglarnos el tiro de la chimenea, dormiremos más calentitas. Zhenia apunta: calentitas. Oye, ¿qué has estado haciendo todo este tiempo? ¿Has estado tumbada en la cama dos horas? La niña tira al suelo un pedazo de zanahoria blando para que el gato se lo coma. He rezado. Ivana guarda silencio, luego pregunta: ¿has rezado dos horas seguidas? Otro trozo naranja cae al suelo, el gato traga sin masticar. Es que no vale con rezar un par de minutos, eso lo hacen los infieles. La mujer se levanta y recoge su plato y su vaso para llevarlos a la cocina. Desde allí grita: ¿y rezar durante dos horas sirve para algo? Zhenia deja de comer, suelta el tenedor. Luego lo agarra de nuevo y lo pone en posición perpendicular contra el cristal, sabe que si lo frota conseguirá que el gato huya a causa del chirrido. No lo hace. La mujer regresa y trae los ojos verdes muy abiertos, apoya las manos en la mesa y las pulseras quedan encajadas unas sobre otras tapando sus muñecas redondas. Mira hacia la cabecita rubia que por supuesto no le devuelve la mirada: no puedes estar tan desocupada, hay que hacer algo contigo. Buscaré alguien que te dé clases, ya verás, va a ser divertido. Zhenia apunta: brazalete. Luego: Martín. Después: pringue. Levanta la cara y le dice: a lo mejor hay un nido dentro del tubo de la chimenea.