Bulbo número uno, esperar. Bulbo número dos, veo una cabecita verde que aparece. Bulbo número tres, estéril. Semilla número uno, paciencia. Con las semillas, así hasta cincuenta. Tubérculo número uno, sin preocupación. Terreno bien aireado y mullido, se espera emergencia rápida y desarrollo radicular, ya puedo verlo. Sí al fósforo, sí al potasio, nada de boro, o solo un poco. Tubérculos: confiar en el estiércol. Tubérculos: por favor que no hiele. Si hiela: por favor que rebroten. Esta es mi vida. Miro el suelo como si pudiera atravesarlo con los ojos, calcular la concentración de humedad, comprobar que no haya ningún obstáculo que entorpezca las raíces. Miro al suelo como si pudiera obtener en un simple vistazo la medida justa de salinidad. Todavía no miro al cielo. No creo en los milagros. Yo me ocupo de regar. Es un trabajo arduo. Esta es mi vida. He extralimitado el cerco de mis preocupaciones, ya solo me importan unos cuantos (¡suficientes!) metros cuadrados. Yo soy el suelo arado. Yo soy el surco madre. El vigilante.
Lo demás. ¿Qué queda? Amigos, mujeres. El huerto me ocupa todo el día, no tengo tiempo para distracciones. Amigos, uno que no lo es. Un solo hombre, Enrique el filósofo se hace llamar, Enrique el tabernero lo llamo yo, Enrique el de los libros lo llama Nadia. Absurdos los apelativos, no hay ningún otro Enrique. La confianza se ha convertido en algo menos minucioso. Un amigo, un hombre, es bastante. Damián es demasiado viejo para mí. Mujeres. Tengo tres. Una es mía, la mujer que traje, la artista revelación. Nunca la consideré de mi propiedad, pero ahora también el amor es menos minucioso. Nadia es cuchitril, el sitio donde me meto algunas tardes negras en que la huerta no me reclama. Entro en la casa y voy directo al baño, confiando en que el agua salga caliente, y sale. Froto mi piel de agricultor sin conocimientos, intuitivo, experimental, y me hago rojeces en el pecho y en las ingles por la esponja dura. Salgo suave como un niño y ella está sentada en mi sillón, junto a la máquina de escribir, leyendo o fingiendo que lee. Fácil. Le pregunto si quiere desnudarse y a veces quiere, últimamente quiere casi todas las veces. Pero está perezosa y tengo que ser yo quien la desprenda de la ropa fea que se pone para estar en casa, le quito el libro de las manos, paso un dedo lleno de saliva por sus labios para eliminar los rastros pegajosos de esa mermelada de pera que le ha dado por cocinar, tenemos muchos tarros de mermelada de pera en la alacena, demasiados, confitura insípida porque le haría falta mucho más azúcar. Ella por las tardes hunde los dedos en los tarros, siempre hay varios abiertos, y se la come así, sin pan, sin nada, traga la mermelada insípida de pera mientras lee, mancha las páginas de los libros de esa cosa gelatinosa y verduzca, nada le atañe. Con el mismo dedo con que limpio sus labios rozo sus pezones, los aplasto, están más grandes ahora, dan ganas de comérselos o de arrancarlos, pero yo voy al grano. Si veo que aguanta el frío la alejo de la chimenea y la tumbo en la cama, sobre la manta de leopardo ella se retuerce y mantiene los ojos abiertos hasta que la penetro de una sola vez, sin comprobar el nivel de lubricación, soy un agricultor inexperto, a veces me cuesta entrar en su vagina, pero pronto aquello se adormece y se ensancha, Nadia tapa su cara con la almohada y no hace ruido, yo me muevo, adelante y atrás, arrítmicamente, hasta que se encoge y se contrae y se queda quieta, con las manos crispadas sobre la almohada, aunque no la veo sé que tiene la boca abierta y que su lengua se ha quedado seca y pegada a la funda, entonces aplico velocidad a mi pelvis y escucho con placer el sonido barato de los dos cuerpos, la facilidad de introducción, los huesos como meta, ella sigue con la cara tapada y me gusta verla así, sin saber quién es pero sabiendo que solo puede ser ella, exhausta recibe mi semen, me corro tan adentro como puedo, ni siquiera la he besado, ella tampoco me ha besado a mí, pero me acaricia el pelo y sé que me quiere. Creo que empieza a quererme con sencillez, con la simpleza que necesito. Gracias a eso tan lineal que me ofrece su cuerpo siento que no me importa nada de lo que ella haga, mientras no enferme o no huya, y existe la posibilidad, concentrado observo el bulbo número dos, cabecita verde, semilla cuarenta y siete, tubérculo zanahoria, hay esperanza, de que tampoco eso me importara, pero no puedo jurarlo, es una ilusión, en absoluto una certeza, como mucho una locura de agricultor novato.
Pero no está solamente ella. Hay una niña rubia que me mira. Zhenia, la joven Eugenia, aún un palito sin edad, no es capaz de decirme nada pero yo sé que la hipnotizo. Su presencia es amable, y no es extraño que me haga sentir bien, porque cuando me observa sé que ya soy un hombre. Alguien que puede protegerla, engañarla y hacerla sufrir. Nunca haré ninguna de estas tres cosas. Lo de Ivana es distinto. Amplía mi campo de batalla. No soy un guerrero ni tengo para tanto, pero algo endurece mis raíces, una sensación de libertad. Ya no es Nadia quien me hace sentir pequeño, ahora es Ivana. Todavía tengo mucho que aprender. No he erradicado todos mis miedos, ni siquiera soy capaz de valorar las nuevas posibilidades de la vida. La vida en el campo, me repito. Ivana me reta. Pero ¿a qué?
Otra feminidad más, la máquina de escribir. Mi teclear es un escándalo. Apunto la enumeración en el bloc, las claves secretas del proceso de estudio. Por la noche, Nadia se ocupa de la cena. Cocina cosas raras con los pocos ingredientes que hay, lo hace como un juego, no como una obligación, ella es ahora la boticaria de los fuegos y las cucharas de madera, supongo que se cansará. Yo enciendo una vela gruesa junto al sillón y acerco la mesa pequeña de la máquina de escribir. Introduzco el papel (tengo que tener cuidado de no gastarlo tontamente), chasqueo los dedos, miro mi libreta con la lista de palabras y tecleo: mujeres. El plural es magnífico.