Es un día especial. La chimenea ha estado encendida desde por la mañana, y ahora la casa guarda el calor del fuego. Todo está preparado. En la cocina huele a algo más que a alimento: en una olla reposa un guiso de ternera tierna cortada en tacos con una salsa espesa de vino y ciruelas que ha estado cociéndose durante toda la tarde. Sobre la mesa del salón están las bandejas de las ensaladas y un plato grande con queso laminado y dados de pera dulce. Nadia habría preferido uvas o higos, pero no hay. Está satisfecha del resultado. Ha sido su primer día de cocina, intenso, aromático, lento. Esta vez no han discutido.

Martín ha estado todo el día fuera, ha ido al pueblo a por cosas que le faltaban y ha trabajado en la huerta hasta que se ha terminado la luz. Por momentos ambos sienten algo parecido a la normalidad. La mesa puesta, el vino en el frigorífico, Martín descansando en el sillón junto a la ventana con los ojos puestos en la máquina de escribir que ha colocado, sobre una silla, cerca de él. Nadia está inquieta, se fija en los detalles. Es como cuando preparaba las exposiciones. Un águila sigilosa controlando hasta la más insignificante cola de lagartija.

Parecemos un matrimonio viejo, dice Martín, uno de esos matrimonios elegantes de Centroeuropa, te falta el collar de perlas sobre el jersey de cachemira y que me tengas más asco del que me tienes, mírame, soy un abogado con achaques a punto de escribir mis últimas voluntades, no, mejor, escribo mis últimas voluntades cada día, anda, por qué no abres ya una botella de vino y me sirves una copa antes de que lleguen los invitados. Nadia lo mira de reojo y sonríe a la vez que enciende unas velas diseminadas por las esquinas, no hay copas, ya lo sabes, solo vasos. Bueno, pues un vaso, pero esto rompe todo el glamour. Lo sé, y lo mejor que puedes hacer es levantarte y servirte tú mismo, yo tengo que arreglarme.

Arreglarme, ha dicho Nadia. Esta es la parte mejor, la más significativa de que algo está a punto de ocurrir. Invitados. Palabra nueva, a estrenar. Nadia se arregla. Cuando va a sus citas con los libros, se viste raro, pero no se arregla. A Martín siempre le ha parecido curioso el término que usan las mujeres: sinónimo de cubrir el estropicio. Él siempre dice ducharse, vestirse, poco más.

Es raro verlos a todos sentados a la misma mesa, masticando. Hablan. Con cordialidad, con camaradería, no son unos salvajes. Durante la cena hablan de poca cosa, más bien se observan. Nadia está bonita, parece mayor y a la vez le chispean los ojos como si empezara a ser joven ahora mismo. Martín se ha afeitado y así se ve que los huesos de su mandíbula son fieros, de delineante con buen pulso. Ambos pueden mirar con avaricia a la nueva mujer, Ivana. Es mayor que ellos pero más joven que Enrique. Al contrario que Nadia, tiene los rasgos muy definidos: ojos herbáceos bajo unas pestañas tupidas, la nariz un poco torcida, boca gigante sin perfilar, la carne de los labios perdiéndose en la piel. Es llamativa; sería fea si no irradiara esa confianza en sí misma. El pelo grueso, largo y negro, salpicado de vetas grises en algunos puntos de la raíz, se desliza desde su raya en medio hasta el bulto de sus pechos. Lleva un vestido verde de falso terciopelo que sería catalogado como horrible en el entorno de Nadia pero que a Ivana le sienta bien. Podría ser una vidente, una hippie o la primera gótica. Enrique, a su lado, hoy está atractivo: el pelo gris atado a la nuca y sus dientes de animal gigante titilan cuando se introduce en la boca los trozos de ternera deshilachada. En una esquina de la mesa, callada como una espía, está sentada Zhenia. Tritura con sus dientecitos las hojas de lechuga embadurnadas en aceite y se entretiene con los dados de pera en el plato. Mira fijamente a Martín. Mira fijamente a Nadia. Vuelve a mirar fijamente a Martín. A ella casi nadie la mira. Todos comen, alaban la comida, se sirven vino, se remueven en sus asientos, se observan los unos a los otros como rapaces. Son seres sociales. Evitan las preguntas incómodas, hasta que llega el momento de la verdad.

Enrique ha traído una botella de ron picante con sabor a canela.

Alguien ha recogido los platos de la mesa y los ha llevado a la encimera de la cocina, alumbrada por una bombilla. Todos están más relajados, apoyados en los respaldos de las sillas. Los cigarrillos humean. Ivana no fuma, pero la oscuridad de sus dientes delata que una vez fumó. Zhenia hunde una cuchara en un cuenco de natillas pastosas.

Con su mano estratosférica, Enrique sirve una ronda de cuatro vasos de ron.

Martín pregunta, ¿os habéis dado cuenta de que todas tenéis nombres extranjeros? Eslavos, hebreos. Zhenia levanta los ojos, ha dicho extranjeros. Traga un grumo de natilla que se calienta en su boca y dice, Rusia es un país muy grande. Tiene una vocecilla afilada y pronuncia perfectamente cada sílaba, solo hay un borde en las consonantes que cabecea, seco. Nadia reprime las ganas de abrazarla, de que la naricilla roce la lana negra de su jersey. Todos la tratan como si fuera una pequeña mujer.

Martín continúa: tu nombre traducido es Eugenia, ¿lo sabías? La niña vuelca los ojos en el cuenco de natillas y contesta, me han dicho que Eugenia es un nombre de vieja, Zhenia no. Hay un silencio que rompe Ivana: a mí no me bautizaron como Ivana, sino como Rosario. Zhenia otra vez alza las cejas: ha dicho bautizar y rosario. Ivana sigue, tuve una época comunista y ahí me cambié el nombre. Se oyen risas ahogadas.

Enrique sirve una ronda más. Enciende otro cigarro, traga largo el humo.

Afuera hay viento.

Nadia también prende un cigarro y agarrando su vaso se acerca a la mesa como si preparase una confidencia. Le gustaría preguntar tantas cosas. Entre Enrique e Ivana hay una camaradería llena de signos que no sabe descifrar. La niña no es obviamente hija de ninguno de los dos, aunque quién sabe. No puede evitarlo, los imagina echando un polvo, pero a la vez ve una hartura en el trato, más de hermanos que de amantes. Nadia va a decir algo y no sabe qué. Le resulta difícil hablar cuando no importan las profesiones, la actualidad, lo superficialmente íntimo. Preguntaría tantas cosas. A Ivana: ¿quién es esta niña agujita, quién eres tú? A Enrique: ¿te la has follado?, ¿cuántas veces? A la niña: ¿dónde están tus padres, por qué no lloras, no te damos miedo? Y solo dice, después de darle una calada a su cigarrillo: yo antes estaba obsesionada con el cáncer. Es ridículo, no sé qué ha cambiado. Hace unos meses me daba pánico fumar, beber, me lavaba las manos constantemente y no comía carne. Llevaba así un tiempo. Hubiera dejado de respirar si hubiese podido. El cáncer flotaba a mi alrededor. Estaba en los alimentos envasados y en los frescos, en las antenas de repetición de señales, en el tofu, en las botellas de agua mineralizada que rezuman partículas destructivas de sus plásticos quemados. Sé que había otros grandes problemas, pero el mío era ese: no era capaz de salir a la calle si no me embadurnaba de crema protectora factor extremo. Este es el mismo cielo, pero ya no me da miedo el cáncer. Fumo, bebo, no protejo mi piel, como carne chamuscada, tocino crudo. Es como si mi existencia se hubiese parado. Zhenia apunta: cáncer.

A lo mejor Nadia está exagerando para romper el caparazón de los demás. Martín sabe que es cierta esa manía hipocondríaca y le dice: es que no has renacido todavía, por eso asumes tu nueva vida como si la existencia se hubiera parado. ¿No crees que este lugar te ha aliviado de la paranoia? Para mí eso es suficiente. Mi paranoia no era el cáncer. Era la imposibilidad de combatirlo, la imposibilidad de avanzar; por eso prefería retroceder. Enrique contesta con sorna: así que esto es retroceder. Ivana los observa, los sorbos que traga deben de perderse en su acogedora boca túnel, curar una llaga de la lengua. Se burla de ellos en silencio y mira a Enrique como diciendo qué te creías, que eran distintos. Martín se ha encendido y se acerca también a la mesa, cada vez forman un corro más cerrado del que Zhenia está excluida y a salvo con sus ojos de pájaro. Sí, joder, claro que es retroceder. La mecha está perdida en esta civilización de bellos durmientes. Aquellos movimientos que parecían algo renovador… no sirvieron. No hay violencia con ánimo de lucha, sino con ánimo de violencia, y los disturbios políticos, sociales, fueron ferias del pasado. En algunos países, por ejemplo los árabes, las revueltas pudieron llamarse revoluciones; no les fue difícil pasar de una guerra a otra. Pero en Occidente, toda esa gente en la calle, esa organización pacifista con sus pequeñas travesuras de quemar algún contenedor y provocar a los antidisturbios, que se lanzaban como perros para otorgar un poco de efectismo a tanto romanticismo masificado…, nada caló, nada traspasó. Hablamos de progreso. Un progreso que se lo ha comido todo, buuum. Mi cabeza estaba llena de cifras. Investigábamos para nada, en la sombra, nuestros artículos salían en revistas especializadas que nadie leía porque estaban ocupados en darse patadas en el culo y estar a la última en las necesidades irreales de un sistema autodestructivo. El fantasma de Malthus planeaba hacia nosotros, hacíamos cuentas y aquello no se sostenía de ninguna forma. Crear demanda y destruir la posible oferta. Malthus lo vio claro: la población humana crece en progresión geométrica y la agrícola en progresión aritmética. El consumo de cereales, por ejemplo: destinado a la producción de biocombustibles y a la alimentación de ganado, ganado entendido como bolsas de carne hormonada nacida para engordar.

Ay, cállate, Martín. Es Nadia quien habla. Suaviza: por favor. De pronto se ha visto en la ciudad otra vez, con el martillo del hombre rompiéndole el cerebro, con el larguísimo, infinito discurso del hombre a su lado en la cama, a su lado en la cocina, a su lado en los pasillos mientras ella se escondía en el baño, hundiéndose los dedos en las tetas, calibrando el tamaño de los ganglios que quizá fueran quistes o tumores, buscando manchas bajo sus axilas y estudiando el color de su caca floja en el váter antes de tirar de la cisterna. Y Martín al otro lado de la puerta, taladrando la esperanza. Y lo demás. Las palabras de Martín como esos perros callejeros o como las restricciones de agua, de luz, de felicidad.

Martín se calla, pero sus ojos siguen perdidos en los ojos rancios de Ivana, que lo juzga de una manera incomprensible. Lo anima en silencio a hablar hasta el desastre, hasta que tenga que comerse sus palabras, pero Martín se calla del todo, bebe, se levanta para vaciar el plato hondo que les sirve de cenicero.

Enrique lo busca, diplomático, tienes razón. Y en la concisión de su frase también hay una exhortación.

A Zhenia se le cierran los párpados, pero sigue recta en la silla.

Tengo un minino que se llama Lev. Ivana sonríe, a veces se le olvida que hay una niña bajo su custodia. ¿Un gato? Nadia y Martín cruzan sus ojos un momento. Martín memoriza para luego anotarlo en su libreta: gato. ¿Por qué no lo has traído? Porque a los gatos no se les pasea de un lado a otro. Enrique anuncia que va a ir al baño. Hay un movimiento de sillas, Ivana también se levanta. Su figura resulta electrizante a la luz de las velas, tiene las caderas anchas, sus huesos deben de estar hundidos en la carne. Bajo el vestido el vientre aparece plano como un tambor, en él seguro cabe más de una cabeza acostada, con el hombro y la clavícula encajados en la depresión de sus muslos blancos con hoyitos de celulitis. Se acerca a la niña, adelanta el brazo lleno de pulseras pero no llega a acariciarle la cabeza, se limita a posar la mano en el respaldo de la silla. ¿Tienes sueño, Zhenia? No. ¿Quieres que nos vayamos a casa? No. Zhenia mira fijamente a Martín. Luego mira fijamente a Nadia, incómoda dentro del jersey negro. Mira fijamente a Martín, que le devuelve los ojos inexpresivos. Zhenia apunta: Martín, Martín, nombre de campana, y luego le contesta a la mujer: si tú quieres irte, nos vamos. En ese momento Enrique sale del baño y suelta una carcajada: Ivana, qué buena compañía te has agenciado, su voz suena como el hacha de un leñador cortando el tronco más grande del bosque.

Siguen bebiendo, la noche se hace empalagosa.

Nadia contiene su borrachera como un trofeo. Enrique le pregunta por cummings, pero ella no lo ha leído aún, algún poema suelto nada más. Ambos le cuentan a Ivana el método de préstamo que han establecido. En realidad Nadia preferiría que no lo supiera. ¿Y si quiere unirse a ellos? Enrique desvela: los libros de mujeres poetas que hay en mi casa son de Ivana. La sospecha late como un renacuajo dentro de Nadia: ¿antes vivíais juntos? Ahora es Ivana quien se carcajea: claro que no, le regalé los libros porque no los quiero, hace mucho que no leo, la poesía fue una debilidad de juventud, además nunca entendí nada. Se dirige a Enrique con reprobación, sus codos chocan: pensé que para ti también lo era, qué sorpresa, has vuelto a las andadas. El hombre mantiene la calma y mirando a Nadia a los ojos pronuncia: entretenerse siempre es una salida. ¿Una salida hacia dónde?, continúa Ivana. Pero es Martín el que habla: yo también he dejado de leer.

Zhenia tiene los ojos cerrados. Ivana la coge en brazos como puede y la recuesta en el sillón que hay junto a la ventana, cerca de la máquina de escribir. Con sus extremidades avícolas en una postura antinatural y la cara sin expresión, respirando profundo, parece una enferma.

Nadia piensa o emborrona, el alcohol nube de densidad: es un juego macabro guardar las apariencias. Podrían follar todos contra todos aunque no se gusten. Qué más da.