En el corral, un gallo flaco y soberbio se mueve con lentitud. Su cuello epiléptico busca a la gallina, desamparada y enana, de plumón claro, que está escondida dentro del nido. Elena no tiene más remedio que cuidarlos. Es más, ha de hacerlos fértiles, productivos. Los huevos pardos, calientes en sus manos, serán la razón de su día a día, y tendrá que dejar que algunos polluelos vivan y crezcan, no va a ninguna parte con una sola gallina y su macho.
Desde que murió el cerdo se ha dado cuenta de algunas cosas: el camino pedregoso que lleva donde los ganaderos ya es demasiado largo. Todo está a una distancia infinita. Tuvo que pararse varias veces, sentarse bajo un tronco a hidratar sus pulmones pinchudos. Y, además, hay poco material allá abajo. Ellos la esperaban de un momento a otro, le dijeron, tus animales son los únicos y arriba no podéis estar sin animales. Pero en realidad ya hace tiempo que viven sin ellos. El cerdo era el último de una camada estéril y sebosa, fueron cayendo uno a uno y dieron poco que comer. Le tenían guardada una sorpresa, un ternero. Elena se negó. Nadie preguntó por la sangre de su ropa. No quiero un ternero. Quiero cerdos. Pero, Elena, hemos reservado esta vaca para ti, leche, carne roja, ojos dilatados y sublimes. No, yo quiero cerdos. No podían darle cerdos, los que quedaban estaban ya cogidos. Si Elena hubiera sido una mujer social se hubiera explicado mejor, quizá hubiera aceptado un vaso de caldo hirviente o una tisana, y con el cuenco entre las manos les hubiera contado, entre lágrimas, que sin cerdos va a sentirse muy sola, más sola que nunca, que no hay ningún bicho que pueda sustituir esa pelambre dura y esos ojos de tesela donde están escondidas su raíz familiar y su tradición. El cerdo busca mis pies, me sigue, los grandes orificios de su hocico son el calor de mi corazón, hubiera dicho, hipo sí, hipo no. No quiso ni mirar al ternero de patitas finas y gran testa imbécil. Con un movimiento crudo de mandíbula, a punto de desmayarse, señaló al corral donde se agitaban los pollos, pura esquizofrenia copuladora. Dame una pareja. Y se los llevó en silencio como una maldición.
A Elena aún le duele el cuerpo de haber trajinado con el guarro muerto. No tiene ganas de ver a nadie. Nunca lo confesará, pero está agotada. Por las noches duerme. La quietud que hay ahora en su casa es similar a la que cubre a los cadáveres. Ella nunca ha dormido mucho, por las noches se siente a salvo para pensar y sin embargo ahora, que tiene la cama para ella sola, no es capaz de aguantar la vela. Trabaja en el huerto, lo salva de la escarcha, vigila que las verduras nazcan fuertes, intenta calibrar qué más le hará falta plantar y cuáles de los brotes serán inútiles para suplantarlos por otros, para que no haya malas plantas que roben la energía de la humedad y del abono. Y llega la noche y se duerme. Ni siquiera le da tiempo a remojar el plato donde ha comido bajo el chorro del grifo. Cae sobre el colchón. No lo concibe, no lo entiende. Elena nunca ha dormido más de cuatro horas, y ahora son ocho, ¿diez? Le da miedo dormir tanto. ¿Qué hace en esa placidez? Algo está pasando. No hay gorrino que chille, vuelve a criar pollos, no quiere ver a nadie. Toda su vida ha sido una alarma, así que, cuando el pueblo empezó a deshabitarse, ella no se inmutó. Lo único verdaderamente prodigioso que le ha ocurrido en toda su existencia fue aquel vientre terso y abultado que le creció una vez, como una aceituna gigante, y cuando ahora mira el pellejo de su barriga, transparente y gris, cayéndole sobre el pubis ya casi sin pelo, le parece mentira.
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Damián se acerca con lentitud hacia sus dominios. Le extraña que la vieja no aparezca, ni por su campo de frutales ni por el bar, y ayudado de un bastón llega hasta el terreno de Elena y grita su nombre si no la ve meneando la tierra. Consternada por las muchas horas de sueño, con los lacrimales inflamados, Elena asoma la cabeza por la puerta. Se ha peinado hacia atrás con agua y su cara huesuda parece la de un perro. Elenuca, ya son dos días sin verte. La vieja lo mira con unos ojos traslúcidos. Un extraño ha violado su terreno. Asiente de todos modos y sale del escondite, entornando la puerta. Qué, cómo te va con los pajarracos. Damián la ve achicada. Más enjuta todavía. Ella inicia el camino hacia la parte de atrás, donde el corral, y él la sigue. Se paran enfrente del alambre alto, la gallina y el gallo picotean el suelo andando en círculos. Son feos los animales, sueltan plumas sucias y ni siquiera brilla la cresta roja del macho. Por fin huevos frescos, Elenuca. Ella susurra una acidez de estómago, sí, por fin. Voy a traerte unas frutas de mi campo, las manzanas no están gordas pero han salido dulces. O si quieres te las llevo esta tarde a lo de Enrique, ¿no te vas a tomar el vino? Sí, llévalas allí. Damián no la cree, pero al menos se va más tranquilo. Cuando ya se aleja, la mujer, desde la puerta con los labios amoratados, le suelta, ¡refriégate menta en las encías, para que no te salgan más costras! Ha sido como un graznido. Él agita desde lejos su palo de profeta en señal de aprobación. Luego ella se mete otra vez en casa, donde la luz no entra. No se lo diría a nadie, pero está agotada.
Al día siguiente es Enrique el que se acerca por el camino con sus pesadas zancadas, lleva una bolsa de tela de las que se usan para guardar el pan llena de manzanas rosáceas, desiguales y pequeñas. No encuentra a Elena agachada en el huerto y choca sus nudillos en las contraventanas de la cocina, cerradas. Al rato sale una Elena despeinada, que ni siquiera se ha mojado la cara tras levantarse de la cama. El tufo a vejez inunda el aire que los separa, pero Enrique no arruga la nariz. Te traigo las manzanas de Damián, las dejó ayer en el bar para ti. Elena estira una garra y coge la bolsa, la deja en el interior y sale afuera. También te he traído tabaco negro, ¿quieres fumar? Del bolsillo de su pantalón vaquero saca un paquete de tabaco sin abrir. Toma, es para ti, no viniste cuando los gitanos, pero yo he cogido suficiente de todo, si quieres pásate por el bar y hacemos cambios. Ella parece animarse al ver la cajetilla azul y blanca precintada, sin sello. Rasga el plástico y el papel y con unos dedos temblorosos saca un cigarrillo gordo y limpísimo, muerde la boquilla y la chupa a un lado y a otro de su boca delgada y oscura. Van hacia la parte de atrás, donde el matadero, y se sientan juntos, a una distancia prudente, en un poyete. El cielo está negro, pero no llueve. Poca agua este año, ¿eh, Elena? Ella sorbe el humo hasta los tuétanos y reprime una tos, solo en torrente o granizo, murmura. Sí, mala cosa, contesta Enrique. Miran el horizonte y escuchan los cacareos violentos de los plumíferos. No dicen nada más. Luego Enrique se revuelve un poco en el asiento de piedra y yeso y propone, por qué no me invitas a una infusión, me duele la cabeza. Ella obedece y desaparece de su lado, dando la vuelta a la casa, arrastra un poco una pierna al andar. Al rato llega con una taza que humea. Perejil y eucalipto, ¿no? A Enrique le gustaría decirle, mientras bebe, que tiene que salir de ahí, acercarse a su bar por las tardes, caminar, que si está comiendo bien, que la ve más delgada. Como no se atreve con todo eso, le habla un poco de sí mismo, de forma superficial, igual que si no hablara, y luego se va.
La tercera visita es diferente. Ivana le trae unos regalos envueltos en papel de estraza. Ha llegado alegre hasta la puerta. Como la encuentra cerrada y sabe que es demasiado tarde para que ningún viejo esté dormido, la aporrea. Elena tiene los ojos sellados. Manotea a su lado el frío colchón y no está el bulto gigante del cerdo. En el umbral, alguien llama: ¿Elena, estás bien? Olvidó anoche cerrar. No hay cerdo, no hay cerrojo. Poco a poco consigue escapar de la telaraña que la agarra y baja los pies a las baldosas, la habitación se tambalea. Se asoma al salón, su pelo es una maraña. Recortadas por la luz de la calle hay dos figuras, una de ellas, la más alta, extiende los brazos hacia la vieja: ¡Elena, cuánto tiempo sin verte! Ella estruja los labios: salid, salid, salid. Y las figuras salen, la más pequeña corre hacia la tierra seca de afuera con unos zapatos de suela de goma que no hacen ruido. Mientras se moja la cara con el agua helada del grifo de la cocina, ordena su cabeza y encuentra lo necesario: es Ivana, la puta. Sale a buscarlas. Afuera, la figura pequeña, una niña con la cabeza amarillo ceniza y los ojos abotonados, aprisiona una cría de gato siamés entre los brazos e investiga los alrededores: la cochinera, el corral, el vacío. Ivana se acerca y, mientras parlotea, incluso le pone una mano sobre el hombro, antes de darle el paquete envuelto en papel de estraza. ¿Es tuya?, dice la vieja dirigiendo su barbilla por primera y última vez hacia la niña. Ivana arquea las cejas, finas como pintadas a lápiz. Claro que no, tiene nueve años, no hace tanto que me fui. El tiempo pasa lento aquí, ¿eh? No parece que la niña tenga nueve años sino menos, pero en realidad Elena nunca podría adivinar la edad de nada que no tuviera pezuñas y rabo. Se marchan rápido, menos mal. Elena se queda sola con el papel de estraza y lo abre: todavía no distingue bien los contornos de los objetos pequeños y no sabe que lo que hay dentro son cuatro piezas de jabón aromático y bolsas de té chino. Lo deja todo sobre la polvorienta mesa del salón y en contra de su voluntad vuelve a la cama. Fuera, los pollos picotean rabiosos el suelo del corral sin encontrar nada que llevarse al buche.