Como sigamos así, esto se va a convertir en una feria: Ivana de regreso, tan pronto. ¿Qué está pasando? ¡Y trae a una niña! La edad nos amilana. ¿Pura solidaridad? Tse, tse, no me engaña, no. Algo hay. Ya me lo irá contando o se lo sacaré. Pero tengo que congraciarme con este invierno: Ivana de regreso con su fuerte sudor; es un regalo. La última vez que se fue me gritó desde el coche: ¡hasta nunca! Su juego. Tarde o temprano vuelve siempre, y esta vez ha sido más temprano que tarde y tendrá sus motivos. A mí me viene bien: Ivana de vuelta, Nadia instaurando el día del libro, y Elena… Elena no. Elena está mal. Pobre, qué sola se ha quedado. ¿Qué será de ella sin el cochino? El cambio es bueno, los huevos diarios recién caídos del culo de la gallina nos vienen bien a todos, igual que alguno podría animarse otra vez a traer unas cabras, echo mucho de menos esos quesos que preparaba el cabrero. Pero ella siente la pérdida: plumas y picos no es lo mismo que su mamífero. Fui a verla, ha adecentado el corral como antiguamente.
A Nadia le presté un libro de poemas esta vez. Sí, he vuelto a leer, he recuperado algo de interés por todo lo que no es el día a día lamentable; nunca he dudado de estar vivo, pero se me han difuminado los límites de su utilidad. Rescaté, en contraposición a su poeta del útero y el adulterio (curioso que útero esté dentro de adulterio), a e. e. cummings. Encontré el libro azul, prácticamente nuevo (hubo una época en que yo no leía con las manos sino con la punta de la yema de los dedos), Buffalo Bill ha muerto. Me senté la otra noche en mi sofá y bebí demasiado, bebí hasta caerme a un lado por el mareo, inflé mi hígado, no llegué a la cama, dormité como un lagarto deshidratado hasta que se hizo de día, fue una borrachera memorable. No es lo mismo beberse media botella de ron mirando la pared que bebérsela recitando en voz alta como el sentimiento es lo primero quien presta atención a la sintaxis de las cosas nunca te besará completamente, mi lengua amoratada por el alcohol no era capaz de pronunciar correctamente El difunto Buffalo Bill montaba un semental plateado suave como el agua y partía unadostrescuatrocinco palomascomosinada pero no importa porque en algún lugar dentro de mí recordé a un joven inquieto que abanderaba algo tan estúpido como la sensibilidad y que treinta años antes no tenía dinero para beberse media botella de ron en soledad pero sí se masturbaba (hastío) tras dejarse deslumbrar por cummings o por otro en versos así de simples Huelen mal las estrellas muertas. amanecer. Leve, el poético esqueleto de una chica y sin embargo ahora lo que me duele (¿me duele? esa palabra no) es encontrarme con los ojos legañosos, achicando los párpados y separando el libro cuando me topo con y aunque sea domingo esté yo equivocado pues siempre que los hombres tienen razón no son jóvenes.
Debo de estar muy cascado para sentir pereza por los libros de filosofía, muy agarrotado para entregarme aunque sea en una noche de bilis a los simples y arrastrados conductos de la poesía como verdadero saber humano. Eso solo te pasa cuando eres muy joven y de tanto que quieres ver no eres capaz de mirar más allá de cuatro palabras juntas que hacen que te empalmes de un golpe y que tus testículos pesen como los de los toros, y si eso te pasa otra vez es que eres un perdedor que sabe que mirar más allá es absurdo y que lo único que tienes en el mundo son esas cuatro palabras sobre un papel en tus rodillas, borrosas porque ya el alcohol no te vuelve lúcido sino que te aplasta, y por supuesto hace falta mucho más que un libro para que se te ponga dura. Una mujer, por ejemplo, a veces ni eso.
Nadia es media mujer. Ivana es entera. Una y media estaría bien. Nadia no conoce a cummings, dice que ha leído poca poesía y que ahora se arrepiente porque la poesía la habría ayudado a pintar. Nadia vino en mi día de resaca. La esperé tras la barra del bar, quiero creer que como un vaquero. Me sorprendió, llevaba una falda hasta las rodillas, muy apretada en sus estrechas caderas, y unas botas negras, altas, de militar. Yo una vez tuve unas botas como esas, con las mismas hebillas; a ella le daban un aire adolescente de barrio que me distrajo. Cuando se quitó el chaquetón, la blusa blanca abotonada en la nuca que se puso la primera vez iluminó mi espesor mental. ¿Es que Nadia se arregla para venir a verme? Esta sensación me hace ser despectivo con ella. ¿No quiero darme cuenta de que he olvidado cómo se trata con mujeres? Yo ya no trato con mujeres. ¿Nadia tiene tetas, tiene coño? Ni lo sé ni me importa. Le devolví su librito blanco que he leído un par de veces y no le hice ningún comentario al respecto. ¿Podemos subir para que vea los libros de filosofía? La noche anterior bebí demasiado, dormí en el sofá, me desperté con la ropa pegada al cuerpo y maloliendo a hombre borracho: en mi casa estaba aún la botella casi vacía sobre la mesa, todo desordenado y apestoso. Hace mucho que no soy un chico solitario que lleva a chicas herméticas a su reino de basura y espera que agonicen de placer entre la porquería: antes de que una mujer suba, hay que limpiar. No podemos subir, le dije. Nadia se sintió decepcionada, quería ver los libros de filosofía, dice que quiere llevarle alguno a Martín, si estoy de acuerdo. Yo resoplo, ¿por qué no iba a estarlo? Pero mejor otro día. Ni siquiera tenía fuerzas para subir las escaleras y coger uno, El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, por ejemplo. Yo era tan joven entonces.
Saqué un poco de tocino fresco y limpio y lo partí en rodajas transparentes. Nadia hizo un gesto de asco al verlo. Ella quiere salmón ahumado por lo menos. Yo empecé a comer sin hablarle y cuando pasó un rato puso los dedos como una pinza y cogió una lasca. No tengo ganas de hablar de poesía, le dije. Yo tampoco, contestó. Mejor. Escuchaba la punta de sus botas rechinar contra la pared de la barra. ¿Qué hacemos entonces?, dijo. ¿Tenemos que hacer algo? No, claro que no, dictaminó obediente. Pero no es capaz de callarse la boca: esa mujer, Ivana, ¿trae noticias? Para las preguntas habrá que reponerse: cogí una botella especial, aguardiente. Nadia se espantó: ¿aguardiente? Bebamos como hombres, le dije. Saqué los vasos adecuados y los rellené mitad licor mitad agua, la magia del color blanco resultante hizo juego con su camisa y ella apartó los libros: ¿quieres decirme con esto que trae noticias y que vas a contármelas? Pero ¿tú no has venido a hablar de poesía? Bebí de un trago, necesitaba acabar con el dolor de cabeza, más alcohol, equilibrio. El Imperio… Nadia, hoy es un mal día. A ella le tembló el buche al tragar. Está bueno, ¿eh? Meneó la cabeza, pero bebió de nuevo. Hace mucho que no bebo por las mañanas. Con eso quiere decirme: una vez lo hice. La chispa corrosiva dio su fruto, el poético esqueleto de una chica, mira, Samarcanda, ¿se le ensucia el coño que no sé si tiene cuando la llamo así?, no me interesa el liberalismo económico radical, en realidad no me interesa este mundo desde que los Bernard Madoff se convirtieron en Robin Hood, los hijos del tiburón carnicero son simples pececillos traviesos pero han tenido la mejor escuela de depravación financiera, el fraude con nombre propio es una simple punta de iceberg. El sistema entero es un fraude, bla bla. ¿Noticias? Seré grandilocuente para saciarte: Ivana ha venido huyendo de una pandemia, ¿te interesa ese nombre común?, ¿a que es emocionante? Entonces ella: Enrique, estás hablando tonterías sin sentido. Sí, muy bien, le concedo, pues hablemos de poesía, ¿sabes quién es Helmholtz Watson?, no es un poeta, no busques en tu estantería mental. Estoy borracho otra vez. Ella fue haciéndose cada vez más chiquitita al otro lado de la barra. Basta. ¿Por qué no podía echarla de allí, si era lo que necesitaba? Que se llevase entre las piernas el libro azul de cummings con el que yo había pasado la noche y me dejase solo delirando acerca de todas esas cosas en las que una vez enterré mi cabeza y ahora son una gran montaña de excrementos. Energías imposibles de renovar. Nadia, huye de mí con todo tu frescor. Todavía tienes sed de conocimiento, déjame morir en paz.
Entonces entraron dos ángeles en el bar. A Ivana nunca la vi tan siniestra ni tan alada, su madurez venía transportada de unas campanitas invisibles que me tintinearon en los oídos, y a su lado esa niña rubia con los negros ojos redondos ensayaba la misma sonrisa que cuando la vi el primer día, falsa por completo. ¿Me salvaron o salvaron a Nadia? Fue como si un río de calma entrara por la puerta, Nadia se puso rígida y se levantó, empezó a balbucear hola, hola, yo ya me iba. ¡Cuántas mujeres juntas a mi alrededor!, dije. Ivana no venía a emborracharse, sino a hacer negocios. Víveres, lo de siempre. Las presenté: Ivana, esta es Nadia, y viceversa. Mi amiga siniestra le ofreció la mano donde sonaban las campanitas, al extender el brazo me llegó su fuerte olor, es ella, es ella, ¡ha vuelto! No soy un hombre pueril, pero estoy bebiendo demasiado, me acerco a ese meridiano donde peligro de convertirme en un niño otra vez, ¿la soledad me está afectando? El número uno es el ganador, no lo olvides nunca. Qué rápido me cansaré de Ivana cuando pasen unos meses, pero no tan rápido como ella de mí. Las palabras de las dos sonaban irritantes pero dulces: Enrique me ha hablado de vosotros. A Nadia la vi hincharse como un gallo, no sabe que Ivana no cree en los valientes. Entonces pronunció la fórmula de cortesía que no me esperaba: a Martín y a mí nos gustaría invitaros a cenar una noche, cuando mejor os venga. ¿Nadia es una persona normal? ¿Somos todos normales? Mi borrachera se fue diluyendo: muy amable por vuestra parte. Nadia me mira con descreimiento, Ivana mira a Nadia sin recelo, la venganza no existe, la pequeña Zhenia se mira los pies y posiblemente empieza a ser consciente del aburrimiento que la hará crecer. Como sigamos así, esto se va a convertir en una feria. Esperemos que los viejos aguanten lo que queda del invierno. Nadia coge los libros y se marcha sin decirme adiós. Estoy a punto de pedirle perdón por ser un grosero. Ivana suspira y se sienta en el taburete que la otra ha dejado libre, frente a mí. Su nariz cortante me apunta como una escopeta pero son sus ojos, del color de una hoja de limonero, los que me funden: estás acabado, Enrique. Zhenia sonríe sin ganas.