No puedo desesperar, la paciencia es materia para el éxito, pero: ¿y si llegan, y si vienen ahora que he abandonado mi puesto? ¿Y si me cogen desprevenido, aquí en mi casa magullado, y pierdo todo? Reconozco que he disfrutado estos días cercanos a la muerte. He estado cerca de la Grande. Todos disimulan, eres un hombre fuerte, dicen, pero ellos lo saben y mejor que ellos lo sé yo: la Grande me estuvo acechando, me agarró por los huevos con fuerza, la vi claramente delante de mí. La hijadeputa no me dejaba moverme, me ha tenido postrado en la cama, como estuvo mi padre, inútil, y mi madre y mis hermanos. Mi mujer no, ella se acostó un día y ya no se levantó, la Grande vino a recogerla con prisas y ella no puso objeciones, mejor dicho: la Grande vino con prisas y ella estuvo aguantando y disimulando y decidió tumbarse cuando no pudo más. Calladita como una moneda se fue.

Enrique no hace más que decirme que no entiende cómo pude llegar hasta aquí solo, sin ayuda, bromea y me pregunta si no me subí al lomo de un jabalí. Yo no recuerdo cómo llegué. El dolor, la asfixia y los pinchazos me truncaron la memoria. Todo era negrura, pero he tenido compañía y cariño. No soy rencoroso con la vida y eso me hace capaz de querer a la gente, siempre fue así. Pero hay que ver las cosas como son: la vieja Elena, boca apestosa, me ha cuidado como cuidó a sus padres, como una obligación. Y la chavala, la muchacha que no es tan joven pero es la más joven de todos, me ha entregado algo de sí misma que ningún hombre sobre la tierra debería desdeñar. Se sentaba a mi lado y leía. Tiene una voz un poco ronca y a la vez virginal. Me ha cuidado como a un abuelo, no como a un padre, y esa es la parte imprescindible de todo el asunto. No había deberes en las horas que pasaba conmigo, lo sé. Elena es la roca y Nadia es el musgo.

Yo soy un hombre sin rencor por la vida y acostumbrado a esta tierra, buen conocedor de la Grande y de la Pequeña. La Grande es la víbora que crea el mundo y se lo lleva, no podemos engañarla; la Pequeña es la culebrilla que nos come por dentro. Va ocupando cada vez más sitio en el pecho y nos acostumbramos a llevarla. No hay manera de hacerla desaparecer, pero siempre hay formas de achicarla. Mi forma fue el punto de observación, la construcción del faro. Irme allí, subir esos escarpados dientes de montaña, y encontrar una planicie donde sentarme a observar. Desde ese punto, el lugar de la extrema libertad, soy capaz de ningunear a la Pequeña. Miro hacia delante y espero. Vienen el frío y los aires mojados que pudren los bronquios. No importa. Uno se hace fuerte con lo fuerte. Uno se hace libre cuando no hay más remedio. La casa, el calor de las verduras creciendo, las sábanas que nos ayudan a dormir, la electricidad iluminando nuestra vida, la comodidad de las tuberías, todo eso envilece sin que nos demos cuenta. Imagino que el hombre más envilecido de todos es aquel al que no le importan la lluvia o las sequías. Cuando la Pequeña crece tanto, llama a la Grande.

Voy a construir un faro, aunque sea mi último lance contra la Grande. Una puerta abierta desde donde puedan llegar no estos pobrecitos, sino los atrevidos, los que merecen ser bienvenidos, los que nunca pisan tierra. Un pueblo que le da la espalda al mar es un pueblo amenazado. El nuestro es un pueblo resistente, pero sin agallas. Prefiero encontrarme allí con la Grande. La Grande es un barco pirata o mucho peor: todo lo que no está lloviendo vendrá en una ola de agua preparada para ahogarnos. Si pude sacarme de un manotazo a la Grande cuando tenía los huevos entre sus quijadas, eso significa que mi cuerpo resistirá los viajes que necesite para el faro. Uno sencillo y artesanal será suficiente. En el saliente estrecho del acantilado, donde no me cuesta trabajo llegar porque he ido preparando el camino, están esperándome los materiales. Las pieles de las cabras, los palos anchos, el alambre. Me falta llevar la lámpara de gas. Estaré despierto cada noche y la encenderé cuando sea necesario y oiga el murmullo de los viajeros, la proa del barco del demonio o el rugido que destrozará mis oídos cuando todo el mar se abalance y decida envolver otra vez la Tierra entera. Solo me hace falta una lámpara.