Ivana llega a su casa y abre la verja. Primero deja pasar a la niña y luego mete su maleta y cierra tras ella. El agua torrencial ha dejado marcas de pintura negra bajo sus ojos. Esta es nuestra casa, intenta decir bien alto, pero solo le sale un hilillo de voz de ratón. Carraspea. La niña no se inmuta, mira hacia la puerta, tiene frío. La mujer busca las llaves dentro del bolso enorme que lleva colgado. La madera alrededor de la cerradura se ha hinchado y le cuesta abrir, empuja con el hombro. Entran. Todo está oscuro y huele mal; Ivana, sin quitarse el abrigo pesado por el agua, descorre cortinas y abre ventanas y contraventanas para ventilar. Trastea en la caja de fusibles y enciende las luces, comprueba que funcionan. Luego va a la cocina, gira unas llaves oxidadas bajo el fregadero y los conductos del agua hacen ruido, blop blop, lentamente se ponen en funcionamiento y un chorrito sucio cae en la pileta.

La niña está en la salita de la entrada, sin quitarse el impermeable que gotea. Abre la cremallera de su mochila y mete las manos ahuecadas; pronunciando unas palabras mágicas y tiernas, saca de la bolsa una cría de gato, ya destetada, que se acurruca en su regazo. Desde el fondo se oye el ruido de Ivana, subiendo persianas y abriendo cajones y armarios. Le dice a la niña, ¡Zhenia!, ¿no quieres venir a ver tu habitación?, y la niña obedece, con el gato en los brazos. La casa no es grande, las habitaciones están decoradas con descuido y a base de muchos colores; aunque el mal olor aún no ha desaparecido, el lugar acoge. Zhenia se asoma al cuarto que Ivana le señala con sus uñas largas, debajo de la manga de su abrigo tintinean pulseras. No es un dormitorio en sí, es una pequeña estancia donde hay una especie de diván con muchos cojines, un baúl y una mesita redonda con una lámpara encima. La mujer entra en la habitación mientras la niña mira inexpresiva desde la puerta y acariciando al gato. Ivana da una vuelta sobre sí misma, como para agrandar el espacio entre las paredes, enciende la lámpara, pero la bombilla está fundida, rápidamente la desenrosca y se la mete en un bolsillo, luego empieza a sacudir los cojines llenos de polvo, los hilos sueltos se le enganchan en las uñas. ¡Entra, Zhenia, aquí vas a vivir! Intenta comportarse como una madre, pero la niña no se mueve, asiente un poco con la cabeza y se queda mirando la bola de pelo gris acostada en su antebrazo. La ventana da a la parte de atrás y enseña unos huertos inertes y un valle. Ya no llueve. Ivana va a la salita, coge la mochila del suelo y la lleva a la habitación. Observa el baúl, lo abre y suspira, está vacío. Sus movimientos son histéricos, suda bajo el abrigo pero tiene las manos y los pies helados. Mira, Zhenia, este será tu armario, aquí puedes meter tus cosas. La niña por fin reacciona. Aunque su pelo es rubio, las finas cejas, las pestañas y las pupilas son oscuras. Se sienta en el borde del diván y deja el gatito sobre uno de los cojines, desperezándose. ¿Dónde va a dormir él? Él también necesita una cama. Puede dormir contigo, dice Ivana, nerviosa, le tiembla la voz, el viaje ha sido muy largo. La niña la mira a los ojos y hace una mueca: no quiero que duerma conmigo, creo que debe tener su propia cama. Ivana intenta comportarse como una madre, pero no sabe qué hacen las madres cuando llevan a sus hijos a sitios desconocidos e inhóspitos de donde probablemente no salgan jamás. Mete las manos en los bolsillos del abrigo y sus dedos chocan con la bombilla polvorienta, la acaricia. Pero Zhenia no es su hija.

Se queda mirando por la ventana, la extensión verde opaco que se aleja, intenta reconocer algún árbol o algún sendero pero todo está enmarañado, el regreso es opresivo. Echa de menos su propia habitación, la cama grande donde tantas veces ha dormido, y sale, dejando a la niña con el gato. Solo tiene que cruzar el pasillo y meterse en el cuarto que hay enfrente, lo hace en dos zancadas y desde allí le dice, me parece buena idea que el gato tenga su propia cama, búscala, utiliza lo que quieras, y se derrumba bocabajo sobre el colchón. La colcha está fría y los ácaros la hacen estornudar, pero su cuerpo, echado en la cama, con las piernas abiertas y la mejilla aplastada, comienza a sentir algo, cierra los ojos y el cansancio se va acercando poco a poco, sabe que debería sacarse el abrigo de encima, pesa y está húmedo, pero no quiere moverse, o no puede, ya ha llegado, intuye que este es el último viaje, aunque tampoco quiere pensar en eso porque otras veces se equivocó, oye el sonido del grifo abierto en el fregadero y le angustia que se acabe el agua o que todo se inunde y la niña y el gato sarnoso salgan flotando por la puerta de atrás, la de la cocina, y se alejen por el valle, debajo del puente, hacia el lugar desde el que han venido. El rostro de Enrique, su pelo canoso y largo, se le aparece junto a la mejilla aplastada, la boca doblada tiene baba encima de los labios, se tranquiliza y se hunde en la fatiga, pero una de sus manos, todavía en el bolsillo, encierra la bombilla fundida y lo único que es capaz de hacer, en vez de levantarse a cerrar el grifo o gritarle a Zhenia que lo cierre, es apretar el fino cristal fuertemente entre los dedos, hasta que suena un chasquido y la bombilla se rompe, tiene las manos tan frías que no nota el dolor, aunque se esfuerza y saca por fin la mano del bolsillo, le cuesta trabajo por la postura, el brazo se estaba quedando sin circulación al estar torcido bajo su cuerpo. Suspira profundo y se incorpora, hay un par de astillas de cristal clavadas, una de ellas en la palma y la otra en la yema del dedo índice, muy cerca de la uña. Tiene las uñas rotas. Ya no oye el agua corriendo, sino a Zhenia hablando en susurros en su idioma con el gato. Parece que le riñe, no le habla con ternura. Quizá se haya meado encima del diván, o sobre su vestido. A Ivana no le importa lo que ocurra. Con la mano sana, apoyándose en la cama con los codos, saca los dos cristales y sacude los que se le han quedado pegados. Luego observa la sangre, unas gotas lentas y muy espesas, y las chupa. Primero lame la herida de la palma de la mano y después se mete el dedo cortado en la boca, sorbiendo la sangre, y se desploma en la cama. Cierra los ojos y duerme.

Zhenia está husmeando por la casa. El cuerpo grande y dormido de Ivana, como damnificado en combate, le da sensación de libertad. La casa está muy fría pero no quiere despertarla para decirle que la caliente, prefiere buscar algo que le sirva de cama al animal. En la cocina encuentra un balde de latón lo suficientemente grande para cuando el gato crezca. Lo lleva al cuarto y elige uno de los cojines, uno azul brillante donde las zarpas del pobre bicho quedarán atrapadas una y otra vez. Primero mete el cojín en el balde y pone al gatito encima, es tan pequeño que apenas se distingue su pelambre gris de la tela. El gato se ovilla e intenta dormir. Zhenia lo observa y lo acaricia. Es una cadena, Ivana se la llevó a ella y ella se llevó al gato. Ivana dice que es un macho. Durante todo el camino ha estado pensando un nombre para él, Ivana le sugería apodos tontos como Pelusa o Bolita. Pero ya ha encontrado uno adecuado. Le pondrá el nombre de su padre: Lev. Su padre tenía ojos gatunos que daban miedo. El gato se ha dormido y Zhenia siente la angustia del silencio y del aburrimiento. Entonces saca el gato y el cojín del balde. El animal se mueve torpemente, y la niña lo agarra de nuevo para hacer la operación inversa: ahora mete primero al gato en el balde y encima de él pone el cojín azul brillante. No presiona, lo deja tal cual, pero el gato es tan pequeño que desaparece bajo la espuma, es imposible que consiga salir solo de ahí. Zhenia coge aire y posa sus dos manos encima del cojín, aprieta: nota los huesos del gato y oye un agónico maullido. Aprieta un poco más, unos segundos, y espera. Mientras hace esto contiene la respiración. Cuando ya no aguanta más, suelta el aire y aspira profundo hasta el mareo, a la vez que levanta el cojín, liberando al gato. Este se retuerce suavemente, agradecido, y Zhenia acerca su cara a la del animal y le dice: era una broma, Lev. Tenemos buenos pulmones.