Esta mañana me he levantado con ganas de comer pescado. Hace mucho tiempo que no lo pruebo. Tampoco en la ciudad lo preparábamos a menudo ni solíamos ir a buenos restaurantes a comerlo y, sin embargo, el cuerpo me lo ha pedido en cuanto he abierto los ojos. Nunca me ha apetecido desayunar pescado, pero si hoy hubiera tenido en la nevera unos boquerones grandes, o unos jugosos salmonetes, los habría cocinado enseguida. De pequeña comía muchísimo de eso. Mis abuelos siempre comían pescado, o marisco, con las manos. Chupaban las cabezas, se las metían enteras en la boca, también las de los peces grandes, sorbían y sorbían hasta que ya no quedaban ojos ni sesos. Recuerdo el ruido.
Se lo he comentado a Martín en cuanto se ha despertado. Estaba sentada en la cama, a su lado, con la espalda apoyada en la pared, y miraba su rostro cerrado. Cuando ha abierto los ojos le he dicho: tengo memoria de pescado. Pensé que iba a hacerle gracia, porque normalmente tengo memoria de cosas peores, y qué va, se le ha ensombrecido el semblante. Ha enterrado la cabeza en mi costado y con un brazo por encima de mis piernas ha vuelto a dormirse. No puedo contar con él esta mañana.
Pronto le tocará a Enrique devolverme el libro de Sexton junto a cualquier otro, tengo curiosidad. Quiero investigar mejor sus libros de filosofía, para Martín. El pescado ha sido sustituido por café, unas manzanas arenosas y el pan durísimo que vende Enrique, tan espeso que con solo un bocado estoy llena. Hoy he tenido la sensación de que mi alimentación aquí es inmunda. Muy sana, sí. Y no ha llegado lo peor: Martín quiere cazar conejos. Culo de conejo recién estrangulado que expulsa un líquido amarillo.
He estado tentada de ir a pasear por el bosque hacia las montañas, donde Damián me encontró, pero sin saber por qué mis pasos se han encaminado solos hacia el pueblo, y esto está más desierto que nunca. Se supone que tendría que haber algún ajetreo porque los portadores están al llegar, y nada. La puerta del bar de Enrique, cerrada. No quiero gritar ábreme, ábreme. Ábreme de piernas. Puaj. Voy a visitar a Damián, alguien en este lugar ha de alegrarse con mi presencia. Ahora su casa me recuerda a Rusia, debido a todo lo que leí en ella sobre ese país. El sillón donde me sentaba, la madera oscura de los reposabrazos tienen impregnado un aroma a estalinismo y a blancas llanuras siberianas. Cuando conocí a Martín era un tímido chico investigador, o más bien alguien que disfrutaba haciéndose pasar por tímido, su vida estaba tan llena de datos históricos que yo podía imaginar detrás de su frente toda la geografía del mundo, en tres dimensiones. Para mí el mundo era simplemente una extensión, algo alejado e inabarcable. Una tarde, de las primeras veces en que estábamos solos en la calle, sentados durante horas en las sillas incómodas del bar que había en el campus donde él trabajaba o en los taburetes de la barra de la cafetería céntrica que había bajo mi estudio, me dijo: hagamos el Transiberiano. Lo dijo apretando con su hermosa mano mi muslo, como cada vez que dice algo en lo que cree profundamente. Yo entonces no sabía nada de ese tren, y aquello me sonó a hagamos el amor. De todas formas me acerqué a su cara y le metí la lengua entre los labios, convencida de que fuera lo que fuese, cualquier cosa que hiciésemos me salvaría. Al final, nunca hicimos el Transiberiano, el viaje más excéntrico que hemos hecho juntos es este.
Aunque ya sé cuál es el camino más corto hacia casa de Damián, elijo el otro, el que hicimos la primera vez Martín y yo. Todo tiene una quietud desoladora, pero sigo sintiendo que me observan tras los muros abandonados. Esta vez me paro con deleite frente a una casa donde juraría que alguien ha vivido hasta hace poco. En el jardín de la parte delantera hay una mesa redonda de hierro, pintada de azul, y dos sillas a juego, y de una de las ventanas cuelga un móvil hecho de piezas de madera desiguales y conchas. Los postigos están cerrados, y junto al umbral se alinean varias macetas con cactus resecos, todos saliéndose de sus tiestos. De pronto empujo con las manos la verja de entrada, y veo el buzón. Un buzón. Creo que es el primero que he visto desde que llegamos. Está agarrado a la verja con alambres y tiene un nombre pintado a mano con letras negras: Ivana. Me doy la vuelta y sigo caminando: se supone que todo esto me da igual. Pero ¿a quién le da igual su propia vida? Esta es mi vida ahora. Esta realidad parca y rural, intensa en sus matices, como todas. Pienso en anchas avenidas surcadas por los cuadriculados edificios de la ciudad, los semáforos (¡rojo, ámbar, verde!), la hilera de comercios, casi todos cerrados, y los abiertos, casi todos iguales, bazares chinos distribuidos de la misma forma y con idénticos productos, las bocas de metro, las escaleras mecánicas estropeadas, los túneles donde resonaban metódicamente voces grabadas, les recordamos que está prohibido fumar, recuerdo todo eso en su mágica ebullición y también en su deterioro, primero llegaron los recortes y luego las restricciones, el paraíso construido por el hombre siempre tiene un mal morir. La visión de este lugar es bastante más amable, aquí lo construido por el hombre se parece un poco más a lo construido por la naturaleza y su abandono puede llamarse ruina en vez de purgatorio. Ivana.
Ya diviso el puente curvado de piedra, solitario. Ese puente es paz y vértigo, no estoy preparada para cruzarlo todavía. Es algo que lleva a otra parte, aunque esa otra parte es perfectamente visible, un ancho valle salpicado de árboles y crecido de hierba fea y matorrales. Haría falta un día entero para atravesarlo. Me doy la vuelta y me dirijo hacia la casa de Damián por el estrecho camino de ovejas. Tengo prisa. Imagino que Damián está sentado en su jardín, rodeado de frutales. Como un abuelo sabio y tierno alarga la mano para ofrecerme un cuenco lleno de ciruelas. Pero no hay ciruelas ni abuelo en la puerta, la casa está cerrada también. ¿Todavía duerme? Es imposible, es mediodía. Desde el membrillo miro hacia el puente y más allá, y veo una aglomeración de nubes bajas y oscuras que se acerca. La lluvia. ¿Es posible la lluvia? ¿Existe? Lluvia, sol opaco, viento, granizo, frío escarchado. Todo eso es el invierno. ¿Estamos en invierno? Pienso en mis abrigos entallados de la ciudad, aquellos que he dejado colgados en mi armario, los impermeables rectos, la belleza de la ropa que no sirve para librarte de la climatología, quizá alguien se los haya llevado. ¿Por qué dejamos nuestra puerta blindada a cal y canto, por qué cerramos bien los cristales de climalit de las ventanas de nuestro octavo piso? ¿Es que importa que alguien esté viviendo allí dentro ahora mismo, calzando mis zapatos de tacón, los que utilizaba para las inauguraciones, mi ropa interior de fibra sintética que me provocaba picores o el armario de los cosméticos lleno de cremas fabricadas con esencia de placenta y quizá de fetos? Nada de eso importa, pero me resisto a pensar que han invadido mi vivienda, que han utilizado mis cuadros para hacer fuego en medio del salón. ¿Funciona todavía el ascensor? ¿Y mis vecinos, resistentes esnobs que apenas salían de sus casas, qué ha sido de ellos? Estoy segura de que me equivoco. Pienso que mi marcha ha acelerado el proceso y quizá no ha sido así, todo sigue latiendo a sesenta pulsaciones por minuto, a lo mejor ahora el ascensor funciona otra vez las veinticuatro horas y los camiones de la basura pasan cada noche en lugar de una vez por semana.
Aquí no hay nadie. No sé dónde está Damián, ni Enrique. No sé dónde están mis padres. Ni mis amigos. A la mitad de ellos los veo sobreviviendo a base de drogas legales y a la otra mitad de drogas ilegales. Pero estoy segura de que todos conservan la esperanza, no intacta, sino fortalecida por el ánimo básico de la supervivencia y la frivolidad. Mis padres. Desaprobaron mi marcha, aunque siempre lo desaprobaron todo, nunca estuve tan cerca de ellos como para hacerlos de verdad felices. Mi padre guardó un silencio agrio y escéptico y mi madre lloró durante días, lo sé. A lo mejor todavía llora. Ella al menos de forma instintiva confía en mí, en algo que hay dentro de mí que salió de ella; él asumió con patética amargura su permanente infelicidad y la permanente ineptitud del género humano. Si estuvieran juntos podría desembarazarme de sus corazones huecos, pero viven separados e ignorantes. Desde este páramo soy consciente de mi propia ignorancia y de mi propio corazón hueco, pero eso no me salva de la culpabilidad, ni siquiera creo ya que la ignorancia sirva para sobrevivir. Sé que ambos esperan un dictador que lo arregle todo, que ponga en orden las necesidades básicas con las que ellos se criaron, nunca han llegado a entender que la política no existe desde hace mucho tiempo y que es otra cosa mucho más profunda la que se ha desbaratado.
Me siento sola, las nubes han avanzado rápido y están sobre mi cabeza. Llego a la plaza del pueblo donde todo se ha ennegrecido. Hace tanto tiempo ya, que al escuchar el sonido renqueante de un motor siento miedo. El ruido viene del camino que baja hacia esas otras casas lejanas donde también vive gente. En vez de quedarme quieta en medio de la plaza, esperando a ver quién llega, corro a meterme en la iglesia. No hay nada aquí, nidos de pájaros en las esquinas del techo, todos vacíos ahora mismo. La sencillez del templo me apacigua. Imaginaba una iglesia saqueada por el tiempo y los enemigos, pero solo encuentro un lugar pobre y lleno de polvo, con varias hileras de bancos de madera y al fondo un altar presidido por una cruz sin imagen, una cruz de hierro negro, alta y clavada en la pared, levantada sobre la mesa de los oficios, sin telas, desnuda y llena de carcoma. El techo es lo suficientemente alto como para que en algún momento cupiera la espiritualidad, ahora es lo suficientemente alto como para que los pájaros que habitan dentro vuelen a sus anchas. Las ventanas redondas que hay en los laterales salvan al edificio de la completa penumbra.
Ha empezado a llover y no sé si es una fiesta o una amenaza, pero bajo el sonido de la lluvia escucho un motor pararse en la plaza y me asomo a la puerta, escondida. Tienen que ser los portadores. Una furgoneta blanca, vieja, expulsa humo negro por el tubo de escape, el conductor no ha apagado el motor. Hay dos personas sentadas en la cabina y una de ellas abre la puerta y salta al suelo. Es una mujer gorda, de pelo negro atado en la nuca, vestida con ropas de colores y sucia. Su tez oscura y brillante de grasa está iluminada por dos ojos burlones. Grita algo al conductor acerca de la lluvia y puedo ver que uno de sus dientes es de oro. Son gitanos. El hombre es igual de grueso que ella, deben de ser marido y mujer aunque podrían ser hermanos. Tiene un perfil redondeado y prominente, su oreja está enterrada en un pelo también negrísimo veteado con canas. Al carcajearse, la barriga hinchada, apoyada en el volante, tiembla como un flan. No sé cómo no se me había ocurrido antes, los porteadores son gitanos, no hay más remedio de que así sea, nos llevan tanta ventaja ahora. ¿Ahora? Mi ingenuidad me da asco. Miro la escena tras un manto de agua, pero distingo bien las formas. La tierra de la plaza empieza a convertirse en fango y un poco de ese barro acuoso se extiende hasta mis pies, no quiero moverme para que no me vean. La mujer, de pechos inmensos bajo la tela ya mojada, va a la parte de atrás y abre las puertas, empinándose, se mueve con agilidad y blandura, sus anchos brazos alzados son canales por donde el agua llega hasta su cuello y grita y maldice entre risas. Ahora no puedo verla porque la puerta abierta de la furgoneta me lo impide, solo veo sus tobillos de gran diámetro y el borde de su falda chorreando. Pienso que estará sacando cajas, material, para ¿dejarlo en medio de la plaza?, no tiene sentido pero, cada vez con más dificultad por el agua que espesa el aire, descubro que son dos figuras nuevas las que bajan del camión. Entonces estoy a punto de esconderme porque me he asustado de verdad. ¿Por qué? ¿Qué tiene esto de extraño? Es como si yo ya no estuviera acostumbrada a ver gente. Ahora una persona lo es todo. Cada ser humano condiciona mi vida para siempre.
Del camión han bajado dos personas como quien baja de un tren en época de guerra. La mujer gorda abraza bruscamente a una de ellas, también una mujer, y luego grita algo a la otra, que es una niña. Estoy a punto de caerme al suelo, ¡he olvidado a los niños!, aparto la vista de la plaza y me recuesto tras la puerta de la iglesia, tengo que coger aire para respirar. Lo normal sería que saliese ahora mismo bajo la lluvia y me acercase a ellos y dijera mi nombre, hola, soy Nadia, tengo treinta años y vivo en la casa del boticario con Martín, quiero pescado, quiero que me traigan pescado la próxima vez para prepararlo al estilo japonés; pero no hago nada de eso. Soy una espía. Miro hacia afuera, con cuidado de no moverme demasiado, como los buenos espías, y el camión ya se ha ido. Las dos nuevas figuras se alejan y cruzan la plaza, la niña, por su altura debe de tener unos ocho o nueve años, se cubre la cabeza con una mochila para protegerse. Una niña rubia. La mujer a su lado, con un abrigo de paño marrón, arrastra con decisión una maleta pesada porque conoce el camino de memoria. Ella no se cubre, su pelo largo y oscuro brilla con el agua. Es Ivana, lo sé, y al pensarlo tengo ganas de gritar: ¡Ivana! Cuando desaparecen me quedo sentada en el suelo de la iglesia, sobre un manto de excrementos de pájaros. Voy a descansar.
Dentro de poco empezaré a tener hambre. Puedo esperar, darles tiempo a que hagan el intercambio y luego acercarme al bar. El ruido de las gotas rompiéndose ahí fuera y sobre el techo de la iglesia me adormece. Ha parado. La lluvia ya no está, ahora solo suena alguna que otra gota rezagada. Por una de las ventanas redondas sin vidrieras entran dos pájaros negros. No me asusto, estoy aquí sentada en el suelo y ellos vuelan alto, en círculos, hasta que se meten en un nido. Me asomo otra vez, con cuidado, como si una jauría me esperara en la plaza, pero ni siquiera se conservan las huellas de las ruedas del camión, la lluvia lo ha borrado todo. Tengo frío.
Mi corazón se encoge porque veo a Elena aparecer por el lateral de una de las casas, viene del camino de abajo. Camina mirando al suelo, muy despacio, nunca imaginé que su esqueleto fuera capaz de la lentitud. No hago ademán de esconderme porque la bruja desprende un cansancio inofensivo. La lluvia la ha mojado y el pelo gris se le pega al cráneo ahora indefenso. Si no fuera tan vieja parecería una adolescente deprimida que regresa a casa en contra de su voluntad. Me doy cuenta de que no va sola, bajo cada brazo lleva inmovilizado un animal: un gallo y una gallina, escuálidos, con el plumón chorreante. Me rindo. Vuelvo a mi posición; la penumbra de la iglesia me engulle. Quiero salir corriendo pero obviamente no tengo fuerzas. Estoy escondida en una iglesia vacía llena de pájaros, desde donde he visto llegar un camión conducido por una pareja de gitanos gordos que nos traen provisiones y del cual han bajado una niña y una mujer de la que me creo capaz de adivinar el nombre. Luego ha cruzado la plaza Elena, acompañada de dos pollos mojados. Siento los dedos de los pies húmedos y doloridos por el frío y la parálisis, y me quito las botas y los calcetines. Me veo las uñas pintadas de rojo y eso me hace sonreír, recupero un poco de calor, y la sonrisa finalmente se convierte en un llanto nervioso al que me entrego. Ahora mismo querría estar en un restaurante oriental de franquicia, diseñado en tonos negros y rojos, y clavar los palillos en el sushi mientras mi sádico amante, al que echo de menos, diserta acerca del cine anglosajón. Todo ha pasado de moda.