El bar vuelve a tener vida. Ya era hora. Este lugar vuelve a tener vida. Ah, no. Este lugar nunca la tuvo. Yo llegué hace años y, digan lo que digan los viejos, aquí ya apestaba a soledad, por eso me quedé. Bueno, lo importante es que el bar sirve para algo. Los tintos que toman Damián y Elena son una simple alegoría, pero estos dos jóvenes tienen buche. Martín es un buen chico (ese repelús), tiene ánimo para todo, disposición, me repite cada día que vino para quedarse. Ella es otra cosa, es más rara. Creo que porque se siente artista y no puede deshacerse de esa piel de sapo que se han colocado los artistas, esa manera celosa de mirar al resto de personas, como si los vigiláramos, como si fueran excepcionales.

Nadia vino la otra tarde a devolverme el libro que le dejé, y me trajo uno de los suyos. Observo el librito que me ha prestado y me da risa. Hay un dibujo a carboncillo de una mujer desnuda en la portada, de Modigliani, anchas caderas y tetas desiguales, como me gustan. Puso el libro sobre la barra con timidez, encima del de Kapuściński, y esperó hasta que alcé las cejas y ella vio en mí al hombre rudo que quiere ver. De sus labios pegados salió una frase, ¿es una provocación prestarte este libro? No le contesté, cuando se pone así prefiero callarme. Pero insistió: es una provocación prestarte un libro que se titule Poemas de amor, ¿no? Meneé la cabeza como si hablara con una niña, y le dije: ¿quién es esta?; siguiéndole el juego, pronuncié esta como si oliera a pescado podrido, y ella se explayó un poco más: he visto que en tu librería hay muchos títulos de mujeres poetas, esta era una amiga de Sylvia Plath, tú tienes su Poesía completa, lo vi. Los libros de poesía femenina que hay en mi casa no son míos. Se lo dije. Abrí delante de ella el librito al azar y leí con esfuerzo, simulando no estar muy acostumbrado a silabear, En celebración de mi útero. Me reí. Lo aparté a un lado y dejé que se incomodara en silencio durante unos segundos, se había ruborizado. Sí, me gusta eso que se crea entre nosotros cuando estamos solos. Luego le pregunté qué quería beber y qué le había parecido el otro libro. Se encogió de hombros ante lo primero y dijo me ha interesado a lo segundo. En el último intercambio me han traído un vino blanco nuevo, no lo hubiera cogido si no fuera porque ahora tengo un cliente para él. Me han dicho que es bueno, que es afrutado. ¿Quieres probarlo?, le dije. Cuando bebió el primer sorbo me dijo que también sabía a agua. ¿Qué esperas? ¿Un sauvignon? Bajó los ojos con melancolía, pero siguió con la conversación sobre el libro: en realidad es pavoroso. Me lo prestaste para que entienda algo de ti, para que sepa por qué estás aquí, ¿verdad? Es por esa frase de Timur, la que está en su tumba: Dichoso aquel que renunció al mundo antes de que el mundo renunciara a él. Le serví más vino, es realmente atrevida y más fantasiosa de lo que pensaba, así que corté la conversación, diciéndole: ya veo que lo único que te interesa es el arte y la muerte, Samarcanda. Se quedó más tranquila. Luego charlamos sobre Damián, qué alegría que se haya recuperado y cosas así.

Cuando Martín llegó al bar tenía la cara amoratada por el frío. Ya casi era de noche; aunque no ha vuelto a escarchar como aquel día, parece que cada madrugada es más fría que la anterior. Los días, sin embargo, son cálidos. A mediodía, al sol, uno puede llegar a sudar. Entró Martín temblando, refregándose las manos. Acababa de colocar los plásticos en su pequeño huerto y venía eufórico, espero que hiciera bien su trabajo, porque al poco, apenas unos minutos, se cubrió el cielo y cayó un granizo duro que ensordeció nuestras cabezas. Esperábamos la lluvia y vino un granizo destructor que al menos no tuvo tiempo de acabar con todo. Cuando paró, cerramos la puerta y las ventanas para que no entrara el aire callado que queda tras las granizadas. Para Martín y para mí abrí una botella de vino tinto y partí un chorizo sangrante y trozos de pan duro de centeno, del que te llena el estómago con tres bocados. El buen chico traía hambre y bebimos y comimos sin hablar. Fue él, fumando el tabaco que le dieron a cambio de un cepillo de dientes, quien me preguntó por la hija de Elena. Desde que Damián dijo aquello mientras deliraba, en todo el tiempo que hemos pasado juntos arreglando su tierra, no ha sacado el tema. Posiblemente prefería que Nadia estuviera presente, y mejor si iba un poco borracha. Reconozco que aquella noche, después del granizo, con las ventanas y las puertas cerradas y a la luz amarilla de la lámpara, se creó un clima propicio, una especie de intimidad. Y les conté la historia, lo que sé, lo que dicen, lo que imagino y lo que me invento.

Hace tiempo vino un boticario a vivir aquí. Farmacéutico, médico loco, curandero, hay distintas versiones de su profesión. Llegó porque huía de algún asunto sucio y tenía dinero suficiente como para pensar que este sitio de casas desperdigadas, donde las pequeñas aldeas se unían unas con otras por caminos de cabras y vacas, podría multiplicar sus bienes. La idea era buena. Los médicos pasaban de tanto en tanto, ni siquiera una vez al mes, y él poseía conocimientos suficientes para abastecer de remedios a los agricultores de varios kilómetros a la redonda. Este sitio estaba demasiado lejos de cualquier parte, y el boticario pensó que montar aquí su pequeña fábrica de compuestos químicos curativos sería una revolución. Llegó acompañado de sus propios albañiles y construyó la casa, apartada de todo, distinta, alta, alargada, y allanó el camino que ahora la une al pueblo, como un llamativo pasillo que la gente pudiera recorrer con facilidad. Nadie se cuestionó su presencia, tampoco nadie le hizo mucho caso. Cuando todo estuvo hecho, fue al pueblo a buscar a alguien que trabajara para él, que lo sirviera. Se acercó a la plaza, con aires de boticario o de terrateniente, y entró en la iglesia a preguntar. Elena ya era entonces una mujer madura y fuerte, y estaba sola. Sus padres habían muerto de enfermedades viejas y ella los había cuidado hasta el último momento, tanto a ellos como a los cerdos que tenían, en aquel entonces también pollos. Resulta extraño pensar que se ofreciera, quizá el cura la convenció, era fibra animal acostumbrada al trabajo. Fue a trabajar para el boticario. Cada día, antes del alba, recorría el camino a pasos rápidos como si se alejara de un agujero. Allí, en la casa del farmacéutico, limpiaba como una máquina cada baldosa, abrillantaba los muebles, encalaba ella sola las paredes altas, enjuagaba con paciencia los instrumentos y observaba con sus ojos hundidos, en silencio, todo el proceso mágico del laboratorio, una habitación blanca e inmensa, moderna, llena de cajones, pilas, y probetas, vasos de precipitado, embudos, buretas y morteros donde los productos químicos se mezclaban con los naturales bajo las manos y el bigote concentrado, quemado ya, del boticario. Posiblemente, al cabo del tiempo, Elena se convirtió en algo más que en una sirvienta pulebronces, cocinera, lavadora y planchadora de sábanas y batas blancas. Había aprendido de su padre los misterios de las hierbas curativas y era intuitiva con los diagnósticos. Dicen que el boticario y ella unieron conocimientos, capitaneados por la voluntad de él, y que se traspasaron nociones el uno al otro, nociones que, juntas, no siempre casan bien. Una cosa es la ciencia y otra muy distinta la brujería. Fuera de aquellos muros, Elena fue la sirvienta del boticario, pero dentro fue algo más. Al principio el boticario tuvo éxito. Los de aquí, e incluso los de aldeas más alejadas, venían ordenadamente por el camino y llamaban a la puerta. Abría el portón Elena, con su gesto de raíz, y los hacía pasar al gran salón, presidido por una mesa alta de madera tras la que se sentaba el boticario a escuchar a los clientes. Elena se mantenía alejada, desaparecía en la oscuridad de la cocina. El boticario, después de saber el problema, la enfermedad o el vicio, se iba al laboratorio y estaba allí unos minutos, para volver luego con un botecito de cristal lleno de un líquido transparente y espeso o de unas píldoras verdes y desiguales, a veces, allí mismo, con una aguja larga y gruesa, aplicaba inyecciones en las nalgas de los clientes. Elena no decía una palabra, ni se ocupaba de recaudar el dinero, solo lucía un delantal celeste sobre sus vestidos oscuros y sacaba brillo en silencio, pelaba patatas, maceraba carne de cerdo o limpiaba riñones de gallina. Y poco a poco, la gente fue yendo cada vez menos a buscar remedios donde el farmacéutico. Se dice que no era buen empresario, ni siquiera buen profesional. Que empezó a tratar a los clientes como conejillos de Indias, que se dieron casos macabros. Que le faltaron productos y los sustituyó por elementos de la tierra en absoluto apropiados: la ciudad estaba demasiado lejos. Pero también se dice que sencillamente la gente dejó de ir, porque pocas cosas se han hecho imprescindibles en este lugar. El boticario no estaba amasando fortuna, ni siquiera popularidad.

Para Elena fue una época dura desde el principio, pasaba allí todo el día y al llegar a casa tenía que ocuparse de los animales. Una noche se dio cuenta de que estaba embarazada. Calló, no se enteraron sus vecinos, ni en la iglesia, no se enteró el boticario. Los meses transcurrieron con la misma intensidad, al alba recorría la distancia desde su casa al trabajo, después de dar de comer a los cerdos y a los pollos, y cuando notó que el cuerpo le pesaba y no podía ir tan rápido, empezó a levantarse antes. Escondió la barriga bajo los vestidos ásperos y oscuros. Claro que el boticario lo sabría, él tuvo que notarlo. Pero cuentan que en esa época, esos últimos meses, el hombre empezó a dejarse crecer el pelo y a beber. Rumiaba la partida y ya no tenía interés por el laboratorio, quizá tampoco por la mujer. También dicen todo lo contrario. Que vigiló los centímetros de pecho hinchado y vientre abrupto, que como un codicioso científico medía el contorno de ella cada mañana y cada noche. Nada se sabe de esto. Porque cuentan que la obligó a abortar, que delante de él tuvo que tragarse un líquido con sabor a amoniaco que mataría al niño, que lo expulsaría de entre sus piernas tras unos intensos dolores, que Elena, al llegar a su casa, preparó con manos temblorosas un antídoto de semillas y hierbas recién nacidas que haría que su feto no se desprendiera de las paredes del útero. Todo esto puede ser mentira. Alguno asegura haber visto a Elena sacrificar una cerda preñada para arrancarle lo que tenía en el vientre y llevarle al boticario, como muestra, uno de los sanguinolentos e irreconocibles cadáveres de guarro en proceso de gestación, engañándolo. Lo que está claro es que Elena conoció el miedo en esos meses de embarazo. Miedo de que no dejaran nacer lo que llevaba dentro o miedo de que se lo llevasen lejos de ella cuando naciera. Nada la habría hecho sufrir más. Ni la muerte de sus padres, ni su soledad, ni los despojos que quedaban en el gallinero cuando los zorros entraban a matar.

No se sabe si fue despedida o si abandonó al boticario, borracho y desgreñado, mientras la insultaba desde su mesa de pruebas, pero, cuando los nueve meses estaban a punto de cumplirse, se encerró en su casa, cuidó de sus animales y tuvo a su hija, una noche, en cuclillas dentro de la cochinera, los gritos de la parturienta confundidos con los chillidos de los cerdos. La sacó de allí rápido, arrastrándose, para que no se la comieran. Y se metió con la niña en su casa, durante días, sedándola con el pecho y con infusiones, para que no llorara y nadie se diera cuenta de que existía, hasta que por fin, a lo lejos, escuchó el sonido de una camioneta que se acercaba por la carretera hasta la casa del boticario, la camioneta que se lo llevaría del pueblo a la ciudad y que nunca lo traería de vuelta. Tardaron un tiempo en desvalijar la casa, pero a nadie se le ocurrió ocuparla nunca. Ni siquiera se llevaron todo. Yo mismo encontré allí reliquias para amueblar mi buhardilla, muchos años después. Quizá sea una característica de la gente de este lugar, la indiferencia, la falta de avaricia. Por esa misma razón Elena pudo criar a su hija sin preguntas. Me imagino que fue feliz mientras la amamantaba, mientras la veía correr entre los guarros, azotándolos con cariño y balbuceos, como si fueran perros. Algo hay en la mente de esa mujer, algo negro y decidido.

Cuando la niña creció lo suficiente, la mandó lejos a estudiar. Los pocos niños que había aquí iban a visitar a una maestra que vivía en una agrupación de casas a dos horas andando, pero el proceso de aprendizaje duraba solo un par de años o tres, leer, escribir y poco más. Elena tenía la firme idea de educar a su hija de otra manera, aunque eso significara no verla más que unos días al año. No se sabe cómo se puso en contacto con el colegio ni con el chófer, pero una mañana de otoño, cuando la cría tenía apenas siete años, llegó un coche azul oscuro, silencioso, por el camino de las cabras. Venía levantando polvo desde muy atrás, y los vecinos se asomaron a la plaza a mirar la nube amarilla que se acercaba. El coche paró junto a la casa de Elena, y esa fue la primera vez que el llanto desquiciado de su hija inundó el aire y revolvió a los animales. La madre, recia como una raíz, con los ojos secos, arrastró a la pequeña fuera de la casa, pataleando, revolviéndose como un nudo de tripas, flaca e histérica. Con ayuda del conductor la metió en los asientos traseros del automóvil y cerraron las puertas. Luego Elena entró de nuevo en casa, llevando en la nuca los puñetazos que daba la niña en los cristales, su gemido sordo, para coger una pequeña maleta que el chófer guardó en el maletero. Dicen que posiblemente no le había explicado nada, que en las horas en las que la niña dormía había ido preparando su pequeño ajuar, ropa nueva y almidonada, sábanas bordadas del tamaño de un catre, zapatos brillantes para el frío seco y gris de la ciudad, todo adquirido poco a poco, traído desde lejos, comprado con el dinero que había ahorrado a lo largo de los años y de las matanzas, las monedas que atesoró cuando trabajaba para el boticario, de las que no gastó una sola. Dicen que cuando la nube de polvo amarillo se alejó por el camino, con ese pequeño lagarto desesperado dentro, los gritos se oyeron durante días. Hay mucha leyenda. Elena no habló con nadie, pero todos asumieron que su hija iba a estudiar muy lejos, en aquella ciudad de la que no llegaban ni rumores.

Durante años, el coche azul oscuro volvió cada verano, antes de que el cielo se cubriera de ese azul mórbido, y dejó a la niña con su madre, para volver a llevársela pasados treinta días, aún con el calor apretando, y repitiéndose cada vez el llanto, los gritos, conforme la niña iba creciendo, los insultos y las maldiciones. Elena era implacable. La niña tendría ya edad de muchacha cuando dejó de venir. No vinieron ni el coche ni ella. A lo mejor Elena sabía los motivos, a lo mejor no. Las preguntas que hicieron los vecinos no fueron respondidas. Alguna vez, en todo ese tiempo, el cartero trajo a Elena unas cartas con sellos desconocidos. Ni siquiera sabemos si Elena sabe leer. Posiblemente no. Palabras sueltas, quizá. Las cartas tenían que ser de su hija. También las cartas dejaron de llegar. Pero cuentan que, pasados más años, el cartero visitó su casa de nuevo y esta vez Elena fue a la iglesia, donde ya solo quedaba un cura con osteoporosis, para que le descifrara la letra violenta sobre el papel. Mamá, tienes que venir, eres lo único que tengo. Esa es la versión más melodramática. Podría ser cualquier cosa, la chica tenía problemas. Necesitaba dinero. Mucho dinero. Drogas, prostitución, política, fraude. ¿Cárcel, juicios? Elena volvió a su casa con el mensaje y siguió alimentando a sus cerdos y a las pocas gallinas que le quedaban.

Una mañana, la hija de Elena llegó al pueblo. Iba vestida de oscuro, con unos pantalones ceñidos hasta los tobillos y unas botas gruesas. Sonrió a algunos, achicando los ojos como si no los reconociera. Llevaba una cazadora de cuero, muy ancha por los hombros. Cuando llegó a su casa, todo estaba cerrado, las ventanas, la puerta, las contraventanas echadas. Llamó, pero no le abrieron. Solo los cerdos se removían en la pocilga. Aporreó la puerta y las ventanas, dio patadas hasta caer al suelo de espaldas. Y empezó a gritar, con una voz grasienta primero, a llorar, como lloraba cuando era una niña y el coche venía a llevársela a la ciudad. Gritaba como los cerdos gritan. Nadie abrió la puerta. Luego se fue. Dicen que venía a que su madre vendiera la casa, los guarros, el corral. Pero su madre no salió a recibirla. De todos modos, ¿quién iba a interesarse por las propiedades de la vieja? ¿Quién iba a quererlas? ¿Y qué iba a hacer la vieja fuera de este sitio? Nadie supo nada más. Posiblemente murió en una cárcel o en un sofá apulgarado. O a lo mejor está viva. En realidad da lo mismo. Elena ha olvidado que tuvo una hija, cuida a sus guarros como si fueran niños y como una vez cuidó al boticario, hace ya mucho tiempo, cuando bajó la guardia y pensó, equivocada, que los humanos pueden ser seres inofensivos.

Al acabar, era casi de día. El frío entraba con una luz blancuzca por los cristales. Las botellas vacías estaban desperdigadas sobre la barra, y el olor a tabaco mojado lo llenaba todo. Martín y Nadia me miraban como fantasmas. No había tiempo para más, estábamos exhaustos, hacía años que yo no hablaba tanto y tan seguido. Salieron arrastrándose hacia la puerta, y antes de que desaparecieran les advertí: queridos niños, espero que no os hayáis creído ni una sola palabra de lo que he dicho.