Soy una enfermera. Soy una enfermera modesta y aplicada, que lee tranquilamente junto a un lecho, y sonríe con devoción y algo de congoja mientras recuerda los verdes prados poblados de margaritas por los que corría descalza cuando era una niña y no una enfermera casta y entregada al padecimiento de otros. Soy todo lo que no soy. Paso mañanas y tardes enteras cuidando de un hombre convaleciente que una vez me dio agua y me levantó del suelo. Cuido de este hombre ya viejo como nunca he cuidado de mis padres o mis abuelos y ni siquiera de mis amantes. Todos me han cuidado a mí en algún momento pero nunca a la inversa. Y ahora me porto como una jovencita de ciudad que suple sus escasos conocimientos en vísceras humanas con educación y silencio. Soy una mentirosa. He desobedecido las órdenes del poder supremo. Me hubiera gustado tener una cesta de mimbre donde guardar manzanas y miel y recorrer el camino desde mi casa hasta la casa del enfermo balanceando las caderas por si al lobo se le antojaba saltar sobre mí. Pero este lugar abotarga a los lobos. El poder supremo es una bruja o una santera, aún no sé. Su sabiduría puede venir del cielo o del infierno pero en ambos casos me suscita la más total de las desconfianzas. Nunca tengo que enfrentarme a ella directamente porque hay obispos mediadores que transmiten las ordenanzas: paños de agua fría cada diez minutos si la fiebre es alta, infusiones de hierbas malolientes y con espinas cada vez que la fiebre haya bajado. En realidad poco más hay que hacer ya que la bruja en persona se encarga de los procedimientos complicados porque no se fía de nadie y menos de una enfermera principiante. Lo complicado es: untar porquería en las encías, desnudarlo y limpiarle todo el cuerpo con un agua especiada, asimismo el culo y las ingles, frotar y frotar, y otras guarrerías. No me han autorizado a nada de eso, algo que es de agradecer. Al final de mi turno, llega ella con su hatillo de venenos y sus paños con olor a puerco, no nos vemos, sé que espera en la esquina tras unos matorrales (todas las brujas lo hacen) para que no nos crucemos. Mi corto reinado de au pair llega a su fin, y yo desaparezco de la casa del enfermo con aire de institutriz abúlica. Aunque el veneno soy yo.

La modorra que me invade durante mis horas de trabajo me dura hasta que llego a casa, donde Martín me recibe sudoroso y con las uñas negras, con una sonrisa de bondad y aprobación: está tan contento de que haya aceptado el trabajo. Por supuesto no le gusta que lo llame así, trabajo. Trabajo es todo lo anterior, esto es vida. Esto es natural. Se comporta como si ya nada nos acechara, como si hubiera olvidado sus años de angustia y ese peligro desquiciante que, según él, nos condenaba. Él siente que todo está en orden, que ha llegado a la esencia de las cosas y todo es como soñó que debía ser. Desde luego no quiere ver que nuestros pulmones ya nunca estarán llenos de aire puro ni que esta forma de existencia responde a los mismos patrones de hipocresía; mucho menos que el orden aquí establecido peligra con idéntica fragilidad. Yo no le diré lo que siento, pero todo me parece un juego. Como si alguien monstruoso fuera a levantar el telón de un momento a otro y a carcajearse de nuestros esqueletos: frota, frota, cava, cava, lee, lee, folla, folla, y pum, todo al carajo, Zyklon B.

Mientras yo cuido de Damián, Enrique enseña a Martín a cultivar la tierra y ahora, en la parte trasera de la casa, hay un rectángulo de arena oscura y removida donde se distinguen los surcos ordenados, como carreteras rectas o tuberías; allí están enterrados las semillas y los tubérculos. Es milagroso: Martín ha conseguido confiar de nuevo en el inagotable sustento de la Tierra, la amenaza de finitud ha terminado para él. Reconozco que su ilusión es la mejor forma de supervivencia; quizá está fingiendo como estoy fingiendo yo, incluso puede que ninguno de los dos estemos fingiendo porque también yo, durante minutos y a veces durante horas, caigo en una especie de fluir de la sangre, del pensamiento, donde soy capaz de distinguir el peso de mi corazón bombeando en una cuna perfecta, el intermitente canto de los pájaros, la página del libro que leo cortando el aire. Entonces, cuando es de noche y Martín posa su mano sobre uno de mis muslos, le pregunto: ¿hemos venido aquí a ser viejos? Él menea la cabeza y pronuncia entre sueños: qué contaminada estás. Quiere decir que no soy capaz de asociar la tranquilidad con la vida, y que eso viene de mis urbanas raíces congestionadas. Prácticamente dormido, se vuelve hacia mí en la cama y hunde su mano en mi pelo: ¿cuándo dejarás de resistirte? Resistirme, dice. No tiene ni idea.

Yo realizo mi trabajo de enfermera con verdadera vocación. He contravenido las órdenes e incluso nuestros principios. Soy una enfermera desobediente que porta un veneno singular. Sí, mis horas junto a Damián son agradables, quizá porque él es el hombre que vivía en el bosque, aquel que me alargó la mano un día que yo me asfixiaba y que en vez de matarme con un hacha, zas, me dio a beber su agua. Damián tiene una misión, un espejismo de viejo, y es el único que está fuera de toda sociedad. Eso me enternece. Confío en sus pequeños ojos hundidos. Si yo fuera una enfermera cualificada diría: demencia senil, pero no lo soy. Damián es más fuerte que ninguno, y el olor a eucalipto mojado que empaña el aire de su habitación no es suficiente para curar sus pulmones dañados. Yo no sé nada, pero su respiración tenía el sonido de una sierra astillando madera. Sé que había burbujas de lava verde dentro de sus pulmones, muchos más días tosiendo y no le quedarían costillas. Yo no sé nada, pero he llegado a temer por su vida después de días de fiebre e infección respiratoria. Paños mojados con olor a puerco, frotamientos impuros, esa pasta marrón reseca en las comisuras de sus labios y caldo y más caldo de malas hierbas. No está bien contravenir las leyes de la naturaleza, lo sé, pero han dejado a Damián al cuidado de una enfermera inexperta. Una noche llegué a casa y lo tuve claro: Damián había intentado hablarme durante la tarde y, cada vez que un sonido conseguía subir por su garganta, la respiración se le cortaba en seco con un tronido, esos segundos eran la muerte. Cuando llegó la hora, deshice el camino entre su casa y la mía corriendo. Martín estaba con Enrique en el bar y pude buscar mi equipo de salvamento, mis píldoras secretas, el cadáver de la civilización y de la ciencia. En los cinco días que siguieron, durante mi turno, machaqué pequeñas dosis de antibióticos y las volqué en las infusiones que daba a Damián. Una vez al llegar, otra antes de irme. El veneno hizo su efecto y a los dos días la fiebre había bajado. Los bronquios tardan más en desintoxicarse y aún hoy continúa una tos de pantano que acumula flemas en su boca. Los bultos de las encías han desaparecido. Mis días de enfermera han sido productivos.

En la mecedora del salón, cerca del pasillo para poder oír los movimientos de Damián, he leído El Imperio con suma atención. El conocimiento ya no nos hará libres, pero por primera vez en mi vida, leer es una especie de placer sobrenatural. He combinado la lectura del libro de Enrique con la de un libro de los que hemos traído nosotros, los Poemas de amor de Anne Sexton, edición bilingüe. Un revulsivo, una espina dulce mientras los descubría, una espada amarga cuando recitaba de memoria algunos versos de vuelta a casa. We are delicately bruised, yet we are not old and not stillborn. Primero los leo traducidos, luego memorizo el idioma original. Time is here and you’ll go his way. Your lung is waiting in the death market. Cuando por fin el contenido se abre sobre mi estómago como un mejillón negro y húmedo, empiezo desde el principio: no quiero conocer el significado. Mejor recitarlos como florecillas secas, palabras muertas deshidratadas entre las páginas de un libro viejo. Si me asomo a la delicadeza destructiva del arte, apenas puedo respirar. No, todo está acabado, no hay arte, no hay verdad por descubrir, pero sí puedo leer de esta otra forma, con ingenuidad, como escucho las entrecortadas sílabas que Damián ha ido pronunciando, luego frases completas, párrafos. Y la caja de botones. He encontrado en casa de Damián el resto de una mujer. Está por todas partes en pequeñas dosis, pero su presencia se impuso el día que topé con la cajita redonda, de metal oxidado, de Old English Fruit Drops, con un anciano león-sol, barbado, en su tapa. La abrí, y los caramelos eran botones, de todos los tamaños y colores; el tacto y el perfume de los costureros viejos entraron por mi nariz como una medicina. Recordé (¿por qué olvidamos nuestra propia vida?) que durante varios años, los comprendidos entre mi última pubertad y mi completa adolescencia, yo tuve un afán de costurero viejo. La vida se formaba en mí como una cadena de elementos importantísimos, y cada pequeño acto del camino debía ser atesorado, sellado, para jamás olvidar el recorrido, para consagrar el origen. Pero nos traicionamos a nosotros mismos, la adolescente piensa que la joven no se olvidará de ella (¿cómo voy a convertirme en otra persona? ¡Eso es imposible! He de guardar aquí todas las señales por si cuando crezca me despisto), pero por si acaso marca el camino con símbolos. Hace muchos años, yo tenía cajas de zapatos, de galletas, de lencería, llenas de porquería, cada una con su fecha escrita en la tapa. Los tesoros son porquería: una rana aplastada, pequeña, que encontré en el camino de la playa el primer verano en M., el tapón rojo de una botella de dos litros llena de vino mezclado con refresco que me había bebido con I. hasta el delirio, todas las entradas de cine, hojas de árbol (también con la fecha escrita en ellas) que había arrancado de los paseos por el parque con P., el primer chico al que amé, los envoltorios de Pictolín y Trident que este siempre llevaba en el bolsillo y que chupábamos antes y después de besarnos, klínex usados y rigurosamente doblados (con su fecha correspondiente), el primer condón, perteneciente a otro jovencito enamorado, la colilla del primer cigarro que fumé, mechones de pelo ajeno atado con hilo. Podría enumerar la mierda que había dentro de esas cajas hasta el hastío, pero la he olvidado. Cuando como un orfebre guardaba cada cosa al llegar a casa de mis padres y encerrarme en mi habitación, creía que las llevaría conmigo para siempre, pero por supuesto las cajas, amontonadas una encima de otra sobre el mueble de los libros, nunca fueron conmigo a ninguna parte y al cabo de los años fueron directas a la basura porque mi madre decidió deshacerse de ellas. Lo que yo no sabía cuando construí ese relicario es que el pasado duele, destroza, avergüenza, apesta. Y que por esa razón vamos posponiendo el momento de asomarnos a ellas, a las cajas que contienen nuestros pequeños pasos importantes, ridículos, repetidos hasta la saciedad, tanto y de tan múltiples formas, que los primeros van desvaneciéndose, deshaciéndose como cuerpos enterrados. Lo que queda es el tormento de lo que hemos sido y ya no somos o, peor aún, de lo que somos ahora y antes no éramos. Con el dedo hundido en el recipiente de Old English Fruit Drops, removiendo los botones, he reconstruido en mi imaginación el pasado de Damián, o de una mujer que vivió con él y ya no está, porque ha muerto, y he visto los dedos que han tocado esos botones, y las escenas de matrimonio en las que esos dedos, de huellas dactilares bien marcadas, han arrancado, cosido, elegido, desabotonado con prisa, abotonado con morosidad, cada una de las piececitas que contiene la caja de metal en braguetas, espaldas, gabardinas, rebecas, faldas rectas, camisas de boda: cubiertos de terciopelo, planos y pequeños, de plástico con forma de pétalos de rosa y, por fin, una bolita de nácar como la que adorna el cuello trasero de mi camisa blanca. He husmeado como un zorro entre los pequeños restos de feminidad de la casa de Damián y también he escuchado sus palabras, he tenido conversaciones con él, cada vez más lúcidas conforme le iba bajando la fiebre y recuperaba el control de su organismo. Al principio me hablaba como si fuera otra persona, la hija de Elena, pero me llamaba por mi nombre. Nadia, decía, ¿por qué no has ido a ver a tu madre? Es demasiado tiempo sin ver a tu madre, Nadia, y tu madre ahora duerme con un animal.

Damián cree que guarda un gran secreto. Siento lástima a veces cuando habla. Estoy vigilando, musita entre sorbo y sorbo de esencia de eucalipto. En algún momento llegarán, dice mientras mastica con cuidado el pastel de acelgas que le pongo en la boca. No me atrevo a preguntar quién. Me queda poco para terminar de construir la torre, me explica cuando ahueco los almohadones bajo su cabeza. ¿Dónde?, quiero preguntar. Pero solo digo, ten paciencia, y subo las mantas hasta el cuello, para que duerma y no se enfríe, porque en mis horas de enfermera mantengo abierta la ventana del dormitorio, él mira los visillos blancos bailando como vírgenes, hasta aquí me llega el olor a sal, dice antes de cerrar los ojos.