¿Enrique? Desde la puerta abierta llaman tímidos, igual que dos niños perdidos a punto de entrar en un bosque frondoso. Huele fuerte a linimento. ¡Pasad!, se oye. Lo de dentro es un salón unido a una cocina, ordenado y austero. En el fuego se cuece el agua de dos ollas que burbujean un vapor de amoniaco. El hombre alto sale desde el pasillo a recibirlos, le da la mano a Martín y posa los dedos sobre el hombro de Nadia, un segundo. Esta es la casa de Damián, que está enfermo. ¿Qué le pasa?, yo lo conozco, dice ella. No sabemos qué ha ocurrido, pero suponemos que llegó aquí casi en estado de hipotermia, ahora tiene fiebre muy alta. A lo mejor por sus viajes, musita Nadia. Sí, ya no está para muchos viajes. Cada vez pasaba más tiempo allí. Martín los mira a ambos: ¿dónde? En los montes, dice Enrique. Elena está con él, lo encontramos así ayer y tenemos que cuidarle hasta que se recupere. Os he pedido que vengáis porque a lo mejor podéis ayudarnos. Más tarde tendremos que irnos para el intercambio, pero no hace falta que vayamos todos, quizá Nadia pueda quedarse con Damián. Nadia se tensa. Martín suelta la bolsa en el suelo y se frota las manos como si fuera a hacer algo. Se quita el chaquetón y los guantes y los deja en la mecedora. Venid a verlo. Pero Nadia no se mueve, sigue con las manos en los bolsillos del pantalón. Sus ojos están fijos en una pared donde hay colgados unos paños de croché con motivos florales. El blanco del hilo es prácticamente amarillo. La envuelve un espesor de fatiga y desearía estar junto al puente, donde el aire frío le limpiara las ventanas de la nariz. ¿Quién es toda esta gente?, se pregunta. Está en una aldea abandonada en medio de un páramo donde nadie es de nadie y todos ¿se ayudan? ¿Nos ayudan? ¿A qué hemos venido? ¿A sobrevivir o a jugar a las comunidades? Hemos venido a jugar a las comunidades, y esto es lo que tenemos que hacer para salvarnos. Limpiarle el culo a un viejo que se muere. Cambiar tornillos por pastillas de jabón. ¿Este es nuestro nuevo trabajo? Los demás. Nosotros. Todos. De repente se da cuenta de que se ha quedado sola en el salón y decide quitarse la cazadora y doblarla sobre el chaquetón de Martín, la imagen de las dos prendas de abrigo en una mecedora vieja, una sobre la otra, es la única referencia a su propio mundo que le queda en este momento. Hace un movimiento rápido con la cabeza, como para sacudirse nieve del flequillo o para despertar. Es un movimiento que se ha acostumbrado a hacer cuando necesita escapar de sus pensamientos. Si piensa muerte, pensará dolor, vísceras tumorosas, mejilla chupada y labios aplastados sobre encías duras y prominentes, si piensa gusanos tiene que sacudir la cabeza y salir. Observa que en la casa hay pequeños signos de mujer que se han conservado a pesar de los años. El croché de las paredes, una hilera de botecitos vacíos, donde antes se guardarían especias o legumbres, ordenados en una pequeña repisa junto a la alacena, cortinas hechas con tela a cuadros rojos y azules en los bajos de la cocina, detrás de las cuales seguramente se guardarán las ollas, las sartenes y la bombona de gas. El agua que hierve empieza a convertirse en espuma que rebosa de las ollas y cae directa a las llamas, haciendo ruido. Nadia se acerca y apaga los dos fuegos. Luego va hacia la habitación.

El olor a linimento y a sudor se concentra en el aire. Hay una ventana pero está cerrada y con las persianas casi bajadas. La mujer vieja se inclina sobre el hombre viejo, tumbado sobre una cama grande y hundida en el centro por su cuerpo seco que hierve como el agua de las ollas. Un pijama del mismo color de los paños de croché, abotonado en el pecho y en la cintura, se le pega a la piel y a los huesos. En una esquina de la habitación, el hombre alto habla en susurros graves y armónicos con el hombre más joven, que asiente todo el rato y de vez en cuando hace preguntas cortas frunciendo el ceño. La mujer de treinta años observa la escena desde el quicio de la puerta. Revive aquellos primeros días de temblores y oscuridad y siente repulsión. Cuando sus ojos se encuentran con los de la vieja, aparta la mirada. La vieja hunde el dedo en un cuenco que está en la mesilla de noche, lleno de una pasta marrón, y lo embadurna en todas sus falanges. Con la otra mano separa los labios finos del hombre viejo, que tiene los ojos cerrados y la cara quemada por el viento, y enseña sus encías. Los dientes están enterrados en ellas, y unos bultos redondos, desiguales, del tamaño de lentejas o de canicas, forman un rosario en toda la boca del hombre. La mujer vieja unta la encía con el dedo lleno de pasta marrón, arriba y abajo, y pone los labios en su lugar, para luego, fugazmente, retirar los restos de pasta de las comisuras, con un gesto que es en realidad una caricia. Se enjuaga las dos manos en un balde de agua sucia que tiene a los pies, donde empapa después esos paños suyos, deshilachados y oscurecidos, y los dobla en tiras planas para colocarlos chorreantes en la frente del hombre viejo. Alrededor de la cabeza del que yace hay un cerco en la almohada. En el hueco de sus oídos queda el agua estancada. La mujer vieja no habla, la mujer joven tampoco. Se miran mutuamente y de reojo. Entonces la vieja acerca su oreja arrugada hasta el pecho del que está tumbado y desde esa posición escucha con atención el ruido de las cloacas, que le advierten de que no hay suficiente sangre recorriendo los conductos. Con rapidez, con tesón, sus manos ahuesadas frotan y frotan los brazos y las piernas del hombre, doblan sus rodillas y hacen llegar el líquido hasta los pies, frotan y frotan hasta que el calor que ya desprende la piel seca se condensa en un humo invisible de sangre revolcada, frotan y frotan sin descanso mientras la mujer joven retuerce sus propias manos para hacer crujir los dedos y el hombre alto continúa hablando en susurros subyugantes con el hombre joven, que asiente porque ya se ha aprendido la lección.

Damián sale de su profundidad, levantado por la fiebre que empieza a marcharse de su cuerpo, acalorándolo. Abre sus ojos chicos, de párpados pegados con legañas humedecidas, y mira al frente, donde Nadia sigue apoyada en el quicio de la puerta, en una postura de adolescente. El viejo abre la boca y, con una voz serena y apagada que se va rompiendo en la última sílaba, dice: mira, Elena, tu hija ha vuelto. Enrique y Martín miran la boca de Damián, que ha vuelto a cerrarse, manchados ahora los labios y la barbilla de esa pasta marrón que le envuelve las encías. Elena frota y frota hasta el cansancio, sin levantar la cabeza, y aguanta el vómito, lo retiene en su estómago y quizá en su paladar mientras Nadia sale corriendo, por fin, sin acordarse de coger su ropa de abrigo, corriendo por el campo y entre las casas vacías hasta llegar al puente, parándose allí a coger aire y a aliviar el fuerte pinchazo del vientre, el cuerpo doblado sobre el pretil de piedra, desde donde puede observarse que el lugar fue hermoso alguna vez, matorrales y espinos, cauce seco, solo con un poco de imaginación.