Martín ha insistido: tienes que venir conmigo, hoy es un día importante. ¿Es un día que cambiará nuestras vidas?, le he preguntado. Claro que sí, ha dicho él. Bien, entonces iré, detrás de ti como un perro comido por la sarna. Ambos nos hemos mirado de pronto: ¿dónde están los perros? La ciudad estaba llena de perros, animales que nadie adoptaría, cruces de razas de pelea con callejeros altivos, peludos mamíferos del tamaño de las ratas, huesudos perros de caza husmeándolo todo. Daban asco, probablemente miedo en poco tiempo. Aquí no hay ninguno. Después de esta observación, Martín ha ido corriendo a su libreta y ha apuntado: perros. Ayer se pasó todo el día con los prismáticos y con el bloc de notas, está gestando algo, seguro inservible. Yo, mientras tanto, leí el libro que me prestó Enrique.
Martín ha decidido no ir con las manos vacías y ha rebuscado entre nuestra ropa a ver si había algo que pudiéramos intercambiar. Se me hace difícil pensar que alguien de por aquí vaya a interesarse por nuestros trapitos y acepte darnos comida y bombonas a cambio, pero Martín está seguro de ello. Cualquier cosa vale, ha dicho, y ha metido en una bolsa varias camisas suyas y dos faldas mías que traje para el verano, ambas con un estampado de flores, y también dos cepillos de dientes sin estrenar y tubos de pasta dental. Es increíble que aún no hayamos organizado la casa, que nuestras pertenencias se desplieguen por todas partes en cajas, sobre los muebles, algunas encerradas en los cajones blancos del cuarto de baño. Por el camino ha ido enfurruñado, criticando a la organización, ¿por qué no nos avisaron de que podíamos hacer trueque?, hubiera traído tantas cosas. Yo prefiero no pensar en eso.
Cuando llegamos al bar no había nadie, solo un papel clavado en la puerta que decía: Estamos en lo de Damián, buscad una casa con un membrillo en la puerta. ¿Cómo son los membrillos? Ni siquiera sé si es un arbusto o un árbol. Martín tampoco tiene ni idea, pero disimula, como si desde siempre sus amigos le hubieran dejado notas clavadas en la madera de las puertas con una letra alargada para decirle: Próximo botellón en el tercer algarrobo a la izquierda. Al mirar alrededor nos hemos dado cuenta de que aún no hemos explorado el pueblo. ¿Por dónde empezamos? ¿En qué dirección vamos? Hay una luz maravillosa hoy, le he dicho a Martín. La luz es maravillosa aquí, ha repetido. No sé si estoy de acuerdo, pero esta mañana el sol alumbra con una claridad especial y, sin alejar el frío, convierte los contornos en limpios dibujos. Martín me da la mano. Él lleva mitones y noto que sus dedos están sudorosos; los guantes son innecesarios. Es la primera vez que caminamos de la mano desde que llegamos, y eso me hace sentir más joven. Ahora que nos fijamos, comprobamos que el pueblo está lleno de casas. Construcciones cerradas que se alinean al borde de los caminos de forma desordenada, sin seguir un plan urbanístico claro. La mayoría son casas pequeñas, con grandes jardines o huertas en los que crecen unas hierbas ralas y parduzcas. Las hay que no han podido soportar el peso de sus tejados y ahora lucen sin sombrero, muros y ventanas que vomitan puñados de lavanda sin florecer. El bar de Enrique está situado en un extremo de la aldea, y un reguero de casas sigue hacia arriba y luego vuelve a bajar. Desde esa zona más alta observamos que también hacia un lado del valle se desparraman algunas viviendas, incluso una construcción más grande, cuadrada y de muros altos, que parece una antigua fábrica o un almacén. Me parece ver unos geranios rojos en un parterre a lo lejos. Al fondo, caminos que se pierden y horizonte. La Tierra es más redonda en este lugar. Desde el promontorio de la aldea se ve nuestra casa, sola y rectangular delante del bosque, y ya afuera y cortando la visión, las montañas picudas y negras. Estamos ahora en lo que fue una plaza de tierra. Una minúscula ermita la preside, su cruz de hierro oxidado se alza tímida, la fachada está sucia de años de excrementos de aves. No hay cigüeñas, solo quedan algunos nidos de golondrinas sin huevos y sin pájaros. Martín se separa de mí e investiga detrás de unos muros, se empina en un bloque de granito que pudo ser el pedestal de una estatua. Alguien tiene animales allá abajo, me grita. Está lejos, veo puntos marrones. Busquemos la casa de Damián, le contesto, incómoda por el silencio. Pienso que detrás de la piedra hay gente que me está mirando. No todo está muerto, estoy segura.
Decidimos bajar por el lateral, por el valle, y al poco tiempo observo un puente de piedra muy pequeño. ¿Es que este lugar fue hermoso alguna vez? Cuando lo miro siento que nunca he visto un puente. No hay agua debajo, sino matorrales y espinos. Un puente de piedra que une las dos orillas de un estrecho canal vacío. No lo cruzamos porque Martín me señala una casa cerca de donde estamos que tiene la puerta abierta, y junto a ella crece un árbol alto y delgado de anchas hojas carnosas donde apuntan unos brotes peludos que empiezan a ser deformes. Es el membrillo, ¿no? No solamente el membrillo, hay más árboles en el terreno, y entre dos de ellos se extiende un cordel del que cuelgan unas sábanas gigantes cuyo resplandor blanquecino nos hiere los ojos. Es ahí, digo. Vamos.