Elena hace recuento. De rodillas sobre la siembra, observa las pequeñas matas que han crecido. No hace caso de la escarcha de la noche, sabe que fortalecerá los tallos. Para sus plantas, la escarcha no es hielo, es abono, disciplina. En un cubo, a su lado, están las piezas que puede cambiar y un pequeño saco lleno de lombrices gordas que ha desenterrado con sus propios dedos. Carnada. Todavía hay poco que ofrecer. Antes de preparar sus víveres, ha separado lo más gordo y suculento para el cerdo. A la hora del amanecer los ha hervido sin dejar que se ablanden del todo. Luego ha puesto las piezas en un plato y con las manos se las ha ido dando. Mete los trozos en su boca con cuidado, el cerdo tiene el hocico entreabierto y un aire fétido y caliente sale de su interior en ráfagas cada vez más lentas. No reacciona ante el olor de los alimentos, y Elena los introduce y los empuja con sus propios dedos hasta donde puede dentro de esa cavidad áspera. Poco a poco el animal empieza a tragar. Ella no tiene miedo de que le muerda, podría morderla con sus dientes romos y destrozarle la mano, pero sabe que ya no hay fuerzas para eso. Además de las verduras, Elena ha recolectado frutos caídos de los árboles, que machaca, crudos, y los mezcla con el resto ya cocido. Aliña la verdura con frutos secos. El cerdo necesita energía. Sus ojos de clavo, cubiertos de pelos largos, ya no se abren. Tiene que moverlo para quitar el plástico que cubre la cama, lleno de orines y excrementos líquidos de un color verdoso. Nota el sudor corriéndole por la frente seca y entre sus pechos de pellejo cuando hace el esfuerzo de desplazar al animal, empujándolo por detrás, las dos manos sobre el lomo. A duras penas el cerdo se desliza unos milímetros sobre el plástico, Elena gime de cansancio después del último empellón, no va a conseguirlo. Con movimientos rápidos, sintiendo las gotas de sudor bajar hasta el vientre, va hacia la cocina y llena un cubo de agua. Decide limpiar el plástico con el cerdo encima. El agua rápidamente se ensucia de mierda, se oscurece. La tira a la tierra del huerto y rellena el cubo de nuevo para lavar al cerdo, suave. Consternada, observa los restos de porquería sobre la piel, sobre la cama, cada vez es más difícil. Por tercera vez llena el cubo y con lágrimas en los ojos lo vuelca encima del bicho enorme que agoniza en el colchón. El agua sucia se acumula en charquitos alrededor de él. Sale de la habitación, exhausta, y de rodillas en el huerto remueve la tierra donde no hay nada sembrado para encontrar las lombrices más gordas, que meterá dentro de un saquito para venderlas mañana.
Unos pasos se acercan y la voz de Enrique suena, familiar. Nunca la coge desprevenida. Elena se levanta sin sacudirse de las rodillas la arena húmeda y todavía fértil. Lleva zapatillas de lona con cordones y calcetines blancos, de niña. El hombre y la mujer se saludan con un gesto imperceptible y él le habla un poco alejado del huerto y también de la casa: ¿por qué no vienes conmigo? Ella intuye, ya saliendo del gran cuadrado de siembra, y le dice con garganta cascada: ¿por qué no has ido tú solo, en vez de venir a buscarme como si se tratara de algo mío? Porque estoy preocupado, dice él, y por si las moscas, me ahorro un viaje. Asintiendo con la cabeza, ella entra en la casa para dejar el cubo y para cambiarse las zapatillas por unos zapatos negros y gruesos con los que siempre anda por los caminos.
A paso rápido pero acompasado, ambos se dirigen donde Damián. Desde lejos ya pueden ver el membrillo, el árbol que acompaña la casa, no detienen su mirada más que un segundo en el cerco de flores rosáceas y carnosas que lo rodea. El viento no pudo con ellas y sin embargo la sola mañana las ha abatido. En el lugar donde creció cada flor, unos muñones de pelo suave empiezan a brotar. Las manos de Elena tiemblan ligeramente en los bolsillos recios de su falda cuando observa que la puerta de la calle está entreabierta, Enrique empuja la madera sin pensarlo, como si hicieran una visita a un enfermo que los espera. Los rollos de persiana de las ventanas están bajados y adentro hay penumbra, pero la luz del día acomete febril por los pequeños agujeros y por el hueco de la puerta, ya abierta del todo. Enrique pasea la mirada, nervioso, por los detalles, por la cocina ordenada y las mantas dobladas sobre el sillón mecedora, pero Elena apunta directa al bulto encogido que descansa en medio del pasillo, justo antes del arco de la habitación dormitorio, y una especie de grito se escapa de su boca, un gemido, la doblez de una víscera. El bulto es el cuerpo de Damián, rígido, muerto de frío y allí caído, donde sus piernas torcidas le permitieron llegar. Las manos cerradas sobre el pecho, los ojos, los labios, todo está sellado con fuerza. Entre los dos lo llevan al dormitorio y lo suben a la cama de hierro, que rechina con el peso, con los movimientos que hace Elena para estirar las articulaciones oxidadas del viejo. Cuando el cuerpo del hombre ha recuperado la posición de descanso, ella pone los dedos en la piel rugosa del cuello y busca. Todavía respira, como su cerdo.