Esta mañana salí de la casa poco después de que amaneciera y todo estaba cubierto de escarcha. Era una capa gruesa que no llegaba a ser nieve pero que conservaba su preludio de muerte y pureza. Me emocionó. Dentro no hacía mucho frío y habíamos dormido abrazados, algo no muy habitual, por eso en cuanto hubo una luz salí, necesitaba estirarme y sentir mi cuerpo como algo más que un músculo agarrotado junto a otro. El viento que abrió anoche el aire en dos debió de ser un viento de cambio de estación, pero nada en el ambiente ha mudado, solo hay más claridad y esa escarcha que ha florecido sobre todas las cosas. Nuestro coche seguía ahí enfrente. Estuve mirándolo largo tiempo. Un manto blanco cubría la luna delantera, los limpiaparabrisas dormían como antenas bajo el hielo suave. Era un animal prehistórico. Ahora la máquina no tenía sentido. Lo miré sin desviar los ojos, sin parpadear. Lo imaginé oxidándose con el paso del tiempo, convirtiéndose en un nido de culebras. Es uno de los artefactos más útiles que he tenido nunca y el que me ha dado mayor sensación de libertad; grande, silencioso, con hueco para meter personas y cosas, completamente mío. No es algo que puedas transportar, es algo que te transporta. Es cierto que ya nunca lo utilizábamos y que quedó obsoleto hace tiempo, porque me negué a cambiarlo por uno de los nuevos; mi objetivo era moverlo lo menos posible y no quería tener excusas. Aquí, sin carriles abarrotados y bocinas y batallas y luces y ruedas girando, el coche ha recuperado su mitología inicial, su talante narcisista y elegante. La vejez de la máquina, en su particular cementerio de tierra y árboles, lejos del monstruo de los vertederos de chatarra, recupera su magia y a la vez su descarnada anatomía, ya absurda. Es demasiado grande, tiene demasiado hierro para nada, las ruedas pronto empezarán a desinflarse y el motor se llenará de polvo y de madrigueras. Mi animal prehistórico duerme frente a la puerta de la casa donde vivo y ha perdido su esencia, tardará siglos en desaparecer, no desaparecerá nunca, quizá con una explosión, pero ni el fuego podría con él del todo. Sus faros parecen ojos cristalizados que me reprochan. Tras mirarlo mucho tiempo, tras reprimirme las ganas de rebuscar en la caja y fotografiarlo, entré en él. Estaba abierto, pero sin las llaves en el contacto. ¿Dónde están las llaves del coche? ¿Dónde estoy? Dentro hacía frío. Y en su cómodo asiento de gomaespuma inyectada, anatómico, esperé que el sol derritiera la escarcha que cubría los cristales. Agarré el volante con ambas manos, simulé que viajaba por una autopista sin límite de velocidad, incluso hice ruido con la boca. Cuando era pequeño, en el patio de la casa de mis abuelos, había un coche viejo con los asientos apolillados, una reliquia. Era un Fiat 600, al que llamaban Seíta. Mi abuelo pretendía arreglar el motor, aunque ya tenía otro coche nuevo más grande y mejor y ese no iba a utilizarlo, y estuvo mucho tiempo bajo un melocotonero que daba unos frutos incomibles. En las tardes hirvientes del verano, yo me escondía dentro del coche y viajaba, ruuun ruuun, hacia países desconocidos. Imaginaba a veces que iba solo y otras que llevaba a mucha gente en el asiento de atrás y les hablaba, no como si fuera un taxista, un conductor profesional, sino más bien un mafioso que los transportaba a cambio de su silencio. Ellos viajaban conmigo porque la otra opción era morir degollados. En el pequeño maletero podía llevar un cadáver, pero en realidad solo llevaba un montón de melocotones duros, enanos e irregulares que acabarían pudriéndose y luego secándose, igual que mis abuelos o aquella casa con patio y el árbol mismo.

Estuve dentro de mi animal mitológico hasta que el sol derritió la escarcha. Aunque miré con atención, no vi caer las gotas, solamente desapareció. El cristal estaba limpio y los limpiaparabrisas relucían al sol. La quietud del interior me conmovió, pero pronto sentí angustia. Luego entré en la casa, en mi piel sentí un escozor de sal, como si el viento hubiera dejado partículas marinas en el aire. Alrededor de los neumáticos empieza a crecer la hierba.

Anoche esperé a Nadia en la mitad del camino y se asustó al verme, a pesar de que llevaba una linterna con la que alumbrarse. No pensaba encontrar ningún bulto humano y pegó un grito cuando me enfocó. En realidad no hacía falta luz, la luna no estaba llena pero al cabo de un rato era suficiente. Estuve a punto de ir hasta el bar a buscarla pero cambié de idea y me alegro. Me gusta que haga sus propios progresos. Dentro de poco lo tendrá todo bajo control. Ha traído un libro sobre la Rusia soviética y duda de si Enrique es un tipo interesante o un loco. Me habló de los tesoros de la biblioteca: filosofía, libros sobre biología y medio ambiente, novelas, poesía. Mujeres. Dice que lo de las mujeres le ha extrañado mucho. Las relaciones sociales son igual en todas partes. Quiero hablar con Enrique de nuestro coche, de las linternas y de las pequeñas máquinas con las que tengo que hacerme. Por lo visto mañana hay reparto, vienen a traer cosas, el otro día me dijo que tengo que empezar a colaborar. Anoche el cuerpo de Nadia estaba especialmente sudoroso, estuvimos tocándonos durante un rato después de leer párrafos sueltos del libro en voz alta, pero no me dejó metérsela. Apartaba mi sexo cuando estaba en la puerta y decía no, no. Ni siquiera llegó a correrse. Me ofreció su boca y puso punto y final a la noche.