Tengo calambres en las piernas y con la punta de la lengua toco un bulto que me ha salido en la encía. Para olvidarme de esto pienso en las flores del membrillo, eran cuencos rosáceos como hace años no los veía, he perdido la cuenta del mundo en que vivo. Esto es algo que no confesaré a nadie. Allí se ha quedado mi membrillo, al pie de mi casa. Cuando era joven pensé en cambiarlo de sitio: sus hojas en primavera y en verano, sobre todo en verano, atraen a muchísimas avispas que zumban alrededor y acaban entrando por las ventanas. También otros insectos van mordiendo sus hojas peludas y el ruido que hacen lo oigo desde el catre, así de insistentes son. A mí las avispas me dan lo mismo pero a ella le molestaban, les tenía miedo, salía con su balde de ropa para lavar y tender, el balde encajado en la cintura, y yo la miraba desde la valla mientras fumaba esos puros que antes me daba por fumar, y veía cómo cuando pasaba debajo del membrillo se quedaba paralizada porque las avispas la estaban rondando. Pero no se quejaba. De eso no. Aunque las odiaba. En realidad tampoco le gustaba la carne de membrillo, decía que bien podría haber plantado allí un manzano o un almendro o algo más agradecido de mirar, que los frutos del membrillo eran deformes y le recordaban la cara de su padre en los últimos años de enfermedad. A veces entraba alguna avispa en casa. Si ella se daba cuenta me echaba el gesto sin hablar para que yo la espantara, pero yo no hacía caso, se ponen muy tontas cuando las amenazas, tan torpes que no saben volver. Quiere irse, encontrará el camino, le decía yo, si veía que insistía o estaba nerviosa. Y al final salía ella de la casa antes que la avispa, y yo me quedaba dentro, riéndome. Cómo podían darle miedo las avispas si no le temía a nada. Se encontró una culebra bajo los tiestos de la cocina y ni gritó. Con esos movimientos suyos tan rápidos la mató con un palo, de varios golpes. Y las ratas, y los zorros, y los murciélagos grandes que a veces dejaban cagadas sobre los muebles. Nada. Ni se inmutaba. Pero cuánto miedo tuvo luego, cuando llegó su hora. Aunque cada vez estoy más seguro de que su miedo era por el mío. No se me van los calambres de las piernas ni el bulto de la encía. Llevo demasiados días comiendo conejo seco y patatas medio asadas. Esta postura no es buena, ni este aire. Cada vez me cuesta más trabajo llegar hasta aquí, el camino no está hecho para el paso de mi propio tiempo. En realidad no hay camino. Yo he inventado una manera temeraria de llegar hasta estas rocas desde donde todo se divisa y nadie imagina el secreto. Si un día no puedo volver, no sabrán encontrarme.