Tengo treinta años. Pienso en lo que he dejado atrás. En todo lo que ya no podré hacer.
Por ejemplo, ver morir a mis padres de cáncer.
Ver cómo se consumen y sufren dolores irrespetuosos, agarrarlos de las manos y sentir sus huesos, planos. Entrar en el baño mientras ellos agonizan y pensar en mi propio cuerpo, notar cómo las punzadas que me asolan el intestino o la cabeza son el inicio de nuevos tumores que me llevarán más tarde a su misma cama, para también achicarme bajo una tela blanca que marcará las protuberancias de mi tórax. El calcio caliente. Pero entonces ellos no estarán para agarrarme las manos en mi debilidad. La ausencia de calcio. Eso no deja de ser bueno: yo no veré a mis padres morir y ellos tampoco me verán a mí y a lo mejor es la única parte que merece la pena de toda esta historia.
Si me quedo en este lugar no veré nada.
Estoy dando por hecho que todo lo que aquí me suceda no tendrá importancia ni aportará trauma alguno.
Sin embargo, veo una tierra alejarse. Miro al frente y puedo seguir mirando hasta que me canse, no hay obstáculos que me distraigan. Se acumula menos tensión, tengo que reconocerlo.
Pido vino blanco y está caliente. Me dicen, aquí nadie bebe vino blanco, solo lo utilizamos para cocinar, y yo repito por favor, si tienes vino blanco abre una botella para mí. Enrique se agacha en la clandestinidad del local oscuro que parece un bar y es un granero de techo bajo, o es un bar y parece un granero de techo bajo o mejor, un almacén con vigas en el techo donde se guardan arrobas de naranjas o patatas; la botella de vino blanco de pronto está sobre el mostrador y parece fría, pero es del ambiente y la soledad; incluso cuando lo echa en un vaso de cristal demasiado grueso y mate por el estropajo frotado un millón de veces, semeja transpirar. El vino es recio, seco y amargo. No serviría en la cocina igual que no sirve en la lengua, pero solo con el primer vaso en el estómago ya me siento mareada.
Martín me agarra la rodilla porque piensa que no debería beber después de mi fiebre de tantos días, y la fiebre de tantos días ya hace mucho que pasó, y no he tragado una gota desde que llegamos aquí, y de todos modos Martín nunca diría eso, lo pensaría y luego me agarraría la rodilla como para aliviarse a sí mismo de la preocupación, que le dura el mismo tiempo que tarda él en engullir su propio vaso, esta vez de tinto, un tinto amarronado y con posos, agrio sin duda, pero mejor que el mío. Por supuesto no renegaré de ellos, ni de Martín ni de mi botella de vino de mierda por la que no sé cuánto voy a pagar. ¿Dos ansiolíticos por ella? No, eso sería demasiado sofisticado. Seguramente pagaremos con cualquier banalidad, gasolina, quizá. Aunque ellos no tienen pinta de querer irse a ninguna parte, ya le han preguntado a Martín si habíamos traído gasolina, incluso Damián me hizo alguna alusión. Nosotros traemos petróleo en las suelas de nuestros zapatos de ciudad. Si nos buscan bien en los orificios de la nariz o muy profundo en las orejas encontrarán petróleo. Hemos respirado petróleo toda nuestra vida y no hay razón para que no lo llevemos en la sangre. También si nos cortan el pellejo y nos abren en canal podrían bañarse en el oro negro de nuestras vísceras. Este vaso raspa y si una de mis uñas arañara de canto su superficie todos tendríamos que salir volando de aquí por el ruido miserable. Todos somos Enrique, Martín y yo. Enrique es un hombre. No tengo más definiciones para él. No es un niño, no es un viejo, es un hombre. Ya está. Habla con Martín y su tono de voz retumba en las paredes del granero.
Encuentro a Enrique fascinado con Martín, pero no me lo creo. Le da palmadas en el hombro cuando lo ve y le sonríe con arrugas en los ojos y unos dientes de caballo. Buenos dientes, con unas encías jóvenes y rosadas. Es curioso. Tiene unos dientes que me recuerdan a los bares oscuros de la ciudad con sus fogonazos de bocas. Martín siente por él una simpatía justa y cándida, como suele sentir con todas las personas a primera vista. La ternura que inspira y su predisposición al contacto físico confunden: a Martín todo le es mucho más indiferente de lo que parece. No se plantea nada más allá de la utilidad de las relaciones y de la compañía, y lo que puede interpretarse como ingenuidad es ausencia de interés; por la noche, o en los ratos largos de la mañana o de la tarde que emplea para construir su día a día, no hay ni un pensamiento dirigido a ellos. Cuando yo tiro de él en conversaciones largas y lo hago cuestionarse cosas, calla unos momentos y se detiene en pensarlos como si no los conociera. Creo que se divierte con Enrique, quizá porque es más de lo que esperaba encontrar aquí, o quizá porque, como él decía al principio, no esperaba nada. Hacen una pareja curiosa, y pensándolo bien, mientras doy vueltas a la botella y vuelco más vino en el vaso y vuelvo a tragarlo, a lo mejor Enrique es sincero en la cordialidad, no hay bicho humano que no necesite a otros y este granero es cierto que parece un negocio, útil alguna vez si lo observo, chorizos colgados de las paredes y un queso acartonado en una vitrina de cristal. Las mesas de madera y las sillas plegables, pocas, están recogidas en la última pared, desde aquí puedo ver las telarañas. Solo hay estos bancos altos junto a la barra y dos taburetes en la puerta donde nadie se sienta, siempre se usa el poyete. Vuelvo a salir, los campos al frente empiezan a anochecerse. Cada vez tarda más en irse el sol, Martín se dio cuenta ayer y me lo dijo, escudriñando la sombra de los árboles por la ventana, no es todavía el tiempo de los días largos, pero ¿es que eso tiene alguna importancia?
Me resbala el pensamiento por la nuca porque he bebido demasiado, así que va siendo hora de beber más. Perder el control aquí sería imposible, puedo entrar en coma sin preocuparme. Me echo otro vaso y noto que Enrique me mira por el rabillo del ojo aunque hace como que presta atención a las palabras de Martín, que está fumando, y eso me alegra sobremanera, busco rápidamente el tabaco, lo busco intrigada por saber de qué marca será porque, como siempre, Martín ha tapado el borde de la boquilla con los dedos. Enrique se da cuenta por fin y del bolsillo de sus vaqueros saca un paquete y me ofrece y yo espero que no me tiemblen los dedos al coger uno y no me tiemblan, menos mal. Me da fuego y me doy cuenta de que he pensado se da cuenta por fin y no sé si tenía más ganas de que me diera un cigarro o de que me mirara, y eso es que el vino me ha hecho todo el efecto porque es obvio que no necesito que un tipo como Enrique ponga sus ojos en mi cara o en mis tetas y cuando le doy la primera calada el humo me llega al cerebro como una bendición y está claro que era un pitillo y no su atención lo que codiciaba. Pero ya estoy dentro de la conversación, no lo puedo evitar, formo parte del círculo y al apoyarme en la barra con el codo y la cadera no sé dónde estoy y eso tiene que significar que da lo mismo, menos mal que el granero está lo suficientemente oscuro, incluso tengo que reconocer que la luz polvorienta de la bombilla es entrañable. Hablan de una forma del presente que me desconcierta, pienso que lo normal es que hablaran del pasado, pero parece que llevaran viéndose cada día de sus vidas a esta hora en este lugar porque los colchones de su conversación son el clima, herramientas, curiosidades de los árboles y me miran y ahora yo tengo que decir algo.
Solo se me ocurre mirarlos y sonreírles, creo que mi boca se ha torcido un poco al ensancharse y ellos se echan más vino en los vasos y Martín con su naturalidad de siempre me toca la cintura y me pregunta qué libros he traído. Libros. No he tocado un libro desde que he llegado. Ni siquiera he abierto la caja. ¿Qué he hecho en este tiempo, entonces? ¿En qué he ocupado mis manos? Oh, joder.
Tengo treinta años y llevo no sé cuántas semanas sin leer. Ah, no, no sin leer: sin hacer nada.
Enrique saca de nuevo el paquete y ofrece una ronda, pero es él mismo quien coge dos cigarrillos y nos los pone en la mano, antes de preguntarme otra vez, qué libros has traído. Soy consciente de que estoy dedicando un pensamiento al hecho de que Enrique sepa leer. Qué pedante. Me enseña sus dientes no para sonreírme, porque a mí todavía no me ha sonreído nunca, sino porque abre mucho los labios para chupar el cigarro y para beber, y me escudriña. Y es ahora cuando todo es agudo: ¿tú tienes libros?, le pregunto yo. Decían que la vieja me salvó la vida pero todos sabemos que mi vida nunca estuvo en peligro. No siento gratitud hacia ella. Es la primera vez que dura tanto un segundo en este sitio, hasta que Enrique asiente y me confirma, quizá haya algo en mi biblioteca que no has leído, biblioteca ha dicho, no tomates ni espárragos gigantes, mi curiosidad empieza a ser grande y tengo ganas de llegar a casa para abrir por fin mi caja de los libros y recordar qué he traído conmigo. Todo bicho humano necesita a otros y claro que me doy cuenta de que yo también; entiendo que Martín se planteó esta necesidad desde el principio y por eso su tranquilo entusiasmo para todo pero es que yo me llamo Nadia, tengo treinta años, y pensé que había viajado a la nada. No son solo libros las puertas que hoy se abren, aunque esto siga siendo una auténtica mierda. Una mierda con vino, libros y hombres es muchísimo mejor. Martín baja su mano de mi cintura a mi muslo y me aprieta. Quizá estemos teniendo una conversación cálida.