La casa por fuera, con los postigos echados, el tejado bajo y la piedra fea de los muros, no da sensación de vida. Pero en el pequeño huerto que linda con ella, la tierra está perfectamente húmeda y arada, la siembra es una disciplina y ni una sola mala hierba amanece por las esquinas del alambrado. Dentro, oscuridad. Elena mantiene limpia la cocina porque apenas la utiliza. Hierve verduras que empañan los cristales y los azulejos, los paños que usa para detener las gotas que bajan por la ventana, antes de que lleguen al borde del hierro oxidado, son sábanas de hilo cortadas con sus propias manos, tira a un lado y a otro con fuerza y la sábana se rasga en trozos simétricos. Deja las verduras en ebullición hasta que están blandas, muy blandas, y la casa se empapa de un olor bochornoso que la marea. A veces saca las verduras del cazo y las coloca en un plato hondo, luego las tritura con un tenedor y las convierte en papilla, nunca utiliza sal. Apenas tiene que hacer esfuerzos para comer, y su estómago chico recibe los grumos con paciencia. Mientras come respira hondo, se le hace eterna esa pitanza informe y de un color verdoso. Elena ahora no está en la cocina, pero sobre la encimera el plato espera a ser enjuagado junto a una cuchara grande. No es capaz de meterse esa cuchara entera en la boca, porque vomitaría, se limita a chupar su bordecito y así tarda tanto en acabar.
Elena no está sola. El salón tiene cuatro ventanas pequeñas, dos al norte y dos al sur, pero están opacadas. Los muebles se distinguen por un contorno de hueso descarnado. Pocas cosas, con volumen suficiente para crear asfixia. Una vieja delgada y fuerte sentada en un sillón de madera con cojines cosidos de su propia mano cuando no era vieja, estanterías de pino a un lado de la pared con objetos no identificables, una mesa en el centro, una chimenea en la esquina, todo apagado. El sillón se mece y hace ruido. Elena apenas se mueve, es el sillón mismo el que obedece al movimiento, quizá para que la existencia no se acabe. La puerta que comunica con el salón es la del dormitorio. Aunque ella tiene los miembros flácidos y ha bajado la guardia, y por esa razón parece una vieja cansada dormitando en el salón, sus ojos están completamente abiertos, ni siquiera pestañea sobre sus retinas grandes y gruesas, como de pescado. Una respiración bronca y arrítmica sale del dormitorio. Elena no sabe qué hora es, quizá la noche haya pasado ya y esto sea un amanecer lento, imperceptible, con la fatalidad de los amaneceres cuando se ha esperado toda la noche a que lleguen. La respiración, un ruido inarticulado y de charca, levanta a Elena del sillón. Los pies se deslizan sobre sus medias gruesas hacia el mueble, de donde saca una vela y unos fósforos, enciende cuidadosa uno de ellos y prende la mecha corta, aleja la palmatoria de su cuerpo y su cara no se ilumina, pero sí un papel que hay sobre la mesa, un papel oficial con una fecha, un lugar y un nombre compuesto. Elena se dirige hacia la habitación. A lo mejor es la primera vez que antes de acostarse deja el documento fuera de su guarida habitual, desprotegido sobre la madera.
Durante unos segundos no se oye la respiración y en ese momento la vela ilumina el cuarto, las paredes abombadas por la cal, una delgada cómoda junto a la puerta y nada, ni un crucifijo, ni una virgen sobre la cabecera de la cama de hierro. Quizá el frescor que llena la casa explica la anunciación de la mañana. La respiración o el crujido vuelve de pronto con más escándalo, si se despertara de la muerte ese sería el sonido arrepentido que delataría al resucitado. Elena se sienta en el borde de la cama, junto a un bulto grueso que palpita en medio del colchón, y murmura un goteo de palabras; las facciones de la vieja se han suavizado hasta colgar de las quijadas de su cara, y sus párpados ahora tapan los bultos de sus ojos de pescado, pero queda una rendija por donde mira con dulzura al cerdo que agoniza sobre las sábanas. En la mesita que hay junto a la cama, la luz de la vela convierte en geometría las esquinas de la pared. Elena acaricia la cabeza del animal, con sus pelos como cuerdas, y también el vientre hinchado. Sus dos manos están sobre el cerdo, y la respiración de este parece acompasarse. No te preocupes, le dice, yo estoy contigo. Se tumba a su lado.