Ha empezado a amanecer, lo sabe porque tiene la cara helada, las brasas de la estufa hace horas que se apagaron. Se incorpora en la cama. Mira sus brazos como si fueran nuevos, los ve más flacos y más brillantes. A su lado duerme Martín y respira. No lo acaricia. Finge para sí que es por no despertarlo, pero en realidad es porque no quiere tocarlo ni tampoco quiere que la descubra. Pone un pie en el suelo y luego el otro y las baldosas queman de frío. Devuelve a su sitio las mantas y sale de la habitación. Tiritando, se acerca a la cocina, donde quedan restos de la cena de la noche anterior, aparta unas cáscaras de naranja y se mete en la boca un gajo olvidado. Luego prepara agua, la hierve. Pone té, hebras, que se hinchan entre las burbujas. Como tiene hambre, saca una rebanada de pan grande y húmeda de una bolsa de plástico y le echa aceite, un poco de sal. Mastica mirando por la ventana.

Con el té caliente entre las manos, rebusca en sus bolsas de ropa, bien ordenadas en una esquina del salón. Unos vaqueros, un jersey grueso, calcetines gordos y las botas de caminar.

El cuarto de baño de la casa siempre le sorprende al entrar porque parece un laboratorio. La luz se refleja blanca sobre sus paredes alicatadas y sobre el mostrador enorme donde está encajado el lavabo. Hay muchos muebles, blancos, colgados de la larga pared, y la parte de abajo está llena de cajones, todos vacíos ahora. No es un cuarto de baño normal, pero es agradable ducharse allí, en esa bañera amplia sin cortinas donde el sol le recorre el cuerpo y le hace olvidar el frío.

Cuando está lista, con abrigo, bufanda y guantes, antes de cerrar la puerta se cerciora de que Martín no se haya movido siquiera en la cama.

No coge el camino que va hacia el pueblo, tampoco el de la carretera, sino otro que sale detrás de la casa y se pierde en la parte más frondosa del campo. Anda a buen ritmo, siente el día empezando y sus músculos vibran, todavía entumecidos por el tiempo de encierro. Conforme va alejándose mira hacia atrás y observa la construcción rectangular y alta donde ahora vive, sus tristes ventanas sin flores. Es hermosa. Su piedra se distingue viva con el sol de la mañana. Una vez asumido el riesgo, toma la determinación de avanzar sin mirar atrás, no dejará el sendero para no perderse, los árboles van apareciendo más tupidos, hay matorrales, excrementos de animales entre la gravilla. ¿Cabras? Aprieta el paso y mira hacia arriba, hacia el cielo vengativo que la ampara, azul. Un águila surca su visión, viene de las montañas que hay al fondo. Su cuerpo se acomoda al camino, no tiene sentido no respirar, abre bien la boca y todo lo que alcanza a tragar es aire cálido. También abre los brazos, se estira mientras camina, los brazos haciendo círculos a un lado y a otro, arriba y abajo, como un molino. Mientras se mueve todo va bien. Espantaascos. Olvida dónde está exactamente, los paisajes se repiten, las águilas surcan el cielo, hay cagarrutas pequeñas y redondas de cabra que crujen bajo sus pasos y quizá sean ardillas las que hacen ese ruido de ramas crispadas.

Recuerda que cuando era una niña iban los domingos al campo, a comer, y pasaban allí todo el día, mucha gente, familiares que alborotan y preparan mesas plegables y mujeres que han cocinado toda la mañana, desde muy temprano, para ahora sacar sus envases de plástico y papel albal, tortillas, croquetas, filetes de cerdo empanados, ensaladilla rusa y carne cruda que luego se asará en la barbacoa que encienden los hombres con los cigarros en la boca y los vasos de vino en las manos, familiares que luego van desapareciendo poco a poco y se convierten en odiosos desconocidos aunque sigan estando en las fotos desleídas, con sus trajes de chándal y sus mofletes jóvenes y rojos; todo eso ocurría en un campo parecido a este que ahora la rodea. Piensa en sus padres, peligro, en sus padres ahora mismo, ni siquiera tiene valor para preguntarse cómo estarán; ambos, seguro, rencorosos con la vida, una aguja se le clava en el vientre. Ya se ha alejado lo suficiente de la casa y el camino es cada vez más salvaje, su pecho late enmarañado y doloroso, y se para. Sacude la cabeza para reponerse y apoya las manos en las rodillas, doblando el cuerpo para respirar como los que dan por perdida una persecución.

Sin hacerse a un lado, se deja caer al suelo, se desploma. Su abrigo es gordo y la protege de las piedras, con los brazos encogidos sobre el pecho se queda ahí, respirando, mirando a lo alto. No se atreve a cerrar los ojos por si acaso todo es devastación cuando los abra. Poco a poco deja de escuchar su pensamiento y sus omóplatos se convierten en arena hasta hacer tambalear las clavículas y los húmeros. Ya no hay ningún humano en su cabeza, descubre que lo que está mirando es un poderoso álamo blanco que a su vez la mira a ella sin condescendencia, eterno. No oye los pasos lentos acercándose, y si los oye piensa que son el sonido del centro de la Tierra. Entre el álamo y sus ojos se interpone un rostro. La piel de la cara es igual que la corteza del gran chopo, pero oscurecida: párpados achicados por la vejez y nariz bulbosa. Piensa que hay un hombre viviendo en el bosque y que a lo mejor quiere matarla. Mientras él la observa sin decir nada, escudriñándola, ella recupera la respiración y parpadea. Desde la altura de él, que no es mucha, baja una mano arrugada y fuerte, de dedos cortos; le está ofreciendo ayuda para levantarse. Ella aún tiene los brazos agarrotados, pero se desentume y extiende también su mano hasta tocar la del hombre. Coge fuerza agarrándose a ella, es como un barco confortable. De pie, ella es más alta que él. Hola, soy Damián, estás viva. De una bolsa que lleva atada al cinto saca una cantimplora y se la ofrece. Ella bebe a morro hasta que ha refrescado todo su cuerpo por dentro y se la devuelve. Yo soy Nadia.