Elena conserva casi todos los dientes, la espalda no se le curva en forma de arco, las manchas del dorso de sus manos motean una piel áspera. La vieja no es tan vieja y es fuerte, de hombros decididos, de piernas flacas pero musculosas bajo ese pellejo frágil y blanco. Fuma tabaco negro sentada a la puerta del bar de Enrique, con las rodillas abiertas en un ángulo amenazante. Desde dentro le dicen: ¡qué quieres beber!, sin obtener respuesta. Elena observa el camino por el que tiene que llegar Damián. Escudriña con los ojos el fondo del paisaje mientras chupa el cigarro largamente. Espera a Damián para tomar el vino, pero no lo dice, aunque Enrique lo sabe. Llega con sus labios secos a la boquilla del cigarro y, como se quema, lo tira al suelo, entre los pies. Al pisar la colilla, sus movimientos son más lánguidos, con trabajo remueve el filtro contra la tierra. Se levanta y entra en el bar, y al acercarse a la barra parece una virgen. Una tenebrosa. Apoya las dos manos en la madera y pide. El vino caliente es el de la casa. La botella se guarda debajo del mostrador, junto al queso y los embutidos. Está a temperatura ambiente pero es tan denso que siempre parece cálido. La vieja se relame los labios. Cuando la lengua asoma, es un lagarto.

No quiere hablar de ellos. Enrique la observa por el rabillo del ojo mientras ella, recta, agarra el chato de vino. Suelta de vez en cuando alguna palabra sobre una posible nevada, las naranjas rugosas que guarda en los altillos, su cerdo enfermo, poco a poco recuperándose. Cómo está el guarro, pregunta él, y ella, despectiva, ese animal me durará este invierno y el siguiente, es duro, una roca; como si lo estuvieran dudando y poniéndola en evidencia, contesta salvaje, se le espesa la saliva. El silencio otra vez ocupa el bar y Enrique se levanta y moja una bayeta en el grifo. La extiende sobre la madera y refriega en círculos estrechos de un extremo a otro. No quiere hablar de ellos, se le nota. Y la tierra, estás ya preparándola, sí, las patatas, dice ella, veremos si no se las traga una nevada. Hace años que no nieva, pero cada invierno Elena teme a la nevada como al demonio.

El vaso de vino se ha terminado y ella lo mira fijamente, sus hombros rectos pierden consistencia bajo la rebeca de lana gorda. Te pongo otro. No. La tarde ha desaparecido y un viento puntiagudo comienza a silbar afuera. Damián no ha venido, y Elena tampoco quiere hablar de él. Hace avanzar el cristal hacia Enrique, que sigue abrillantando la madera con el paño. Elena se levanta con una punzada de dolor del taburete y deja unas monedas sobre el mostrador, las mismas monedas sucias que Enrique le dio a ella el día antes. Sale del bar arrastrando un poco la pierna derecha, pero muy rígida la espalda. El viento la ayudará a subir la calle pedregosa hasta su casa, donde no prenderá la luz.