Estoy sentada en una silla como si fuera una enferma convaleciente de hace un par de siglos. Reuma o tuberculosis. Una manta sobre las piernas. Mis manos blancas encima de las rodillas, estricto orden. El pelo limpio por fin atado en una coleta para que mis sienes demuestren lo que soy. No puedo hacer nada, no me apetece fijar los ojos en otra cosa que no sea esta ventana que enmarca el camino y los árboles. Desde aquí veo irse a Martín y también lo veo llegar. Me encuentro bien, en realidad toda esta precaución es delirante. Creo que no tenían nada mejor que hacer que ocuparse de una desconocida febril, y por eso toman mi salud con tanto empeño. Como alimentos triturados, verduras ácidas, dulces, muy sabrosas. Pasteles de carne picada. Sopas densas como la mugre. Todo está asquerosamente delicioso, cuando lo trago siento que estoy nutrida hasta el fin de mis días. Y la casa. Está caliente esta habitación. Por lo visto hay que arreglar la salida de la chimenea, nos han prestado una pequeña estufa de hierro. Han sacado el tubo por una de las ventanas que ahora siempre queda abierta. Aun así es mucho más efectiva que el sistema con el que caldeábamos nuestra casa en la ciudad, sobre todo porque Martín no hace sino echar más y más leña, hasta que mis mejillas están rojas. Incluso se levanta por las noches cuando nota que se ha apagado.

Martín es ya uno de ellos. No distingo sus manos. Pero al menos hemos empezado, ya está hecho. Ya somos. No como yo hubiera querido, y no sé si como hubiera imaginado porque no recuerdo qué imaginaba antes de venir, pero no esto. No esta imagen de mis manos perfectamente colocadas sobre las rodillas, la calma de esta manta gruesa, la silla que mantiene mi espalda recta. Ahora estoy vieja. Pero soy una niña.

Otras manos me sacaron del mar.

Me alzaron.

Elena no me acarició como a una niña. Yo solo sentí su olor agrio y sus dedos finos, suaves de tan arrugados, tocándome la frente que me hervía, sus uñas eran piedras pequeñas que resbalaban sobre mis cejas. Noté el frío de la piel de una anciana, el olor a ajo y a tubérculo y a pliegue escondido. No me hablaba, se limitaba a mover mi cuerpo, sacó mis ropas pegadas y cuando mis pechos estuvieron al aire, que me cortaba la respiración, un paño húmedo, traído seguramente de un mueble de madera de una cocina con olor a pucheros y empapado en el fondo de un cubo de zinc, mojó mis vértebras. El paño recorrió mis brazos, mis axilas, todo lo que hay en mi cuerpo que se dobla, y yo oía ese trapo jironado de toalla escurrirse una y otra vez y posarse en mi frente. La vieja levantó mis labios y tocó mis encías, luego abrió mis párpados, como si yo fuera un caballo o un perro muerto, y acercó sus pupilas a las mías. Pudo verme, pero yo a ella no, yo solo oí el golpe de la llegada, unas manos viejas me sacaron del agua y me tocaron, olvidada la piedad de la infancia, trayéndome por primera vez a este lugar donde mi carne palpitaba en una cama. No me gustó encontrarla en el principio, en la orilla, como si yo fuera un náufrago arrastrado al que no hubieran permitido ahogarse.

Solo pienso en eso.

Aquí sentada, me espera el lugar al que he llegado, ahora lo sé, en contra de mi voluntad.