Me llamo Enrique. Soy un visionario. Vivo aquí desde hace muchos años, pero recuerdo cada día que he pasado en este lugar, sobre todo porque casi todos son iguales. Me quedé aquí porque fue el único sitio que encontré donde la fórmula del tiempo se desvanece. No digo que la repetición infinita de las horas no haga retumbar la angustia, pero aquel tiempo voraz que me corroía no surte efecto. Al menos hasta hoy. Hoy es un día especial. Han venido dos personas nuevas a vivir. Llegaron hace tres días, cuatro a lo mejor. No han aparecido por el pueblo, pero desde mi casa vi las luces encendidas e incluso pude oír el ruido del coche la noche que llegaron. Se han instalado en la casa más alejada, la del norte. Desde hace años no la ocupa nadie; era de un farmacéutico que durante un tiempo puso allí un negocio y cuando se arruinó se fue. Al parecer el tipo ha muerto y nadie ha reclamado su casa, así que es de la organización, o del pueblo, o del estado o del mundo entero. También me gusta este sitio porque rompe con las reglas de la propiedad. Creo que a nadie le importa y por eso nadie reclama nada. Romper con las reglas del tiempo y de la propiedad es la antítesis del mundo moderno.

La casa necesita obras desde que la construyó el farmacéutico, es como un solar. Fui una vez hace mucho y está igual, pero prácticamente vacía. Ahora están ellos. Son jóvenes, pero ya no tanto. Están en el límite. Eso es interesante. No tienen hijos. Al menos vivos. O no han querido traerlos. No, no tienen hijos. El muchacho me ha caído bien, tenía pinta de explorador inexperto, parecía que hubiera llegado a la selva en vez de aquí. Sin embargo también tiene pinta de psicópata. Los chicos con cara de buena persona tienen pinta de psicópatas, todos. Ella no sé si es guapa, ha caído en la cama con unas fiebres altas, posiblemente no le interesa nada este lugar, todavía. Me alegro de que estén aquí, son nuevos clientes para mi bar. Las nubes están tan bajas que parecen niebla, el cielo es completamente blanco. A lo mejor les resulta amenazante.

Confieso que cuando fui acercándome a la casa tuve la esperanza de que tuvieran miedo de mí, un poco por lo menos. Por otro lado he ido de verdad en calidad de vecino hospitalario, soy consciente de que desde sus ventanas nuestro pueblo puede parecer raro y deshabitado, pero yo mejor que nadie sé que es un buen lugar para vivir. Quiero que eso les quede claro. Y por eso he ido. Necesito clientes para el bar, caras distintas que rompan la monotonía antes de convertirse en nueva monotonía. No me han resultado unos excéntricos, aunque a ella no la he visto apenas; nada más acercarme a su cama, donde latía como un conejito viejo, me he dado cuenta de que necesitaban ayuda de verdad. Lo que está claro es que van a quedarse. Si no, en cuanto a ella le hubiera subido la temperatura unas décimas se habrían montado otra vez en el coche para deshacer el camino hasta su médico habitual, por muchas horas que eso les llevase. Allí habrían entrado otra vez en su edificio o lo que fuera y habrían colocado la ropa doblada en los estantes del armario y las maletas vacías en el altillo y las naranjas en el frutero de la cocina y hubieran encendido el televisor, los ordenadores y las alarmas, para olvidarse de todo. Pero qué va, han resistido. Es más, seguramente a él no se le ha ocurrido esa opción, la de volver. Aunque no se han molestado en desembalar sus cajas, no he visto ni un televisor ni una pantalla ni nada, me sorprende, me llena de orgullo por ellos aunque no los conozco y posiblemente me den motivos para odiarlos en un tiempo. Pero es admirable. Si aguantan hasta que ella se recupere, será que han llegado aquí como hay que llegar. No se han traído sus enseres de conectividad. Van a romper con el mundo (como si esto no fuera el mundo). Lo mío, por supuesto, tiene más mérito, porque yo rompí hace muchos años, cuando, digámoslo así, no venía a cuento. Y mira. Ya van llegando. Ayudados por una organización, es cierto, no como yo, que llegué por mi cuenta y riesgo, pero bueno, aun así están solos y lo estarán. No me fío de nadie. Ni de la organización ni de ellos. Pero voy a darles el beneficio de la duda. Necesito estómagos nuevos en mi bar. Al menos dos. Que un día al año parezca que está lleno. Y lo más importante, son solo dos. Dos es un buen número para filosofar. El tres es un símbolo aberrante. Dos es un buen número, pero no hay nada comparable al uno, ni en pureza, ni en práctica ni en estética. En eso les gano.