Ninguno de los dos se acostumbra al lugar porque no saben dónde están. Ella en una cama dentro de una habitación de techos altos y paredes desconchadas de cal, él en el futuro. Desde el montón de casas del fondo empieza a acercarse una figura. Un hombre. Alto, no demasiado corpulento. Va a ritmo de paseo, pero se dirige hacia la casa, eligiendo siempre el centro del camino de tierra para avanzar. Poco a poco va llegando, y Martín lo vigila con los prismáticos desde la ventana. A la mitad del recorrido ya distingue su rostro, ya ha estudiado sus facciones. Efectivamente viene hacia ellos. Martín no dice nada, no avisa a Nadia de que tienen visita. Baja los prismáticos cuando el otro está muy cerca, observando la casa como si nunca la hubiera visto. El hombre mira el coche, la pequeña bolsa de basura a la puerta. Un segundo antes de que llame con los nudillos Martín le dice a Nadia, tenemos visita, y luego abre, todavía con los prismáticos colgados al cuello.
El hombre no entra, desde el umbral tiende una mano a Martín, que la agarra con demasiada fuerza. El hombre no es muy corpulento pero su mano es gigante y está caliente, sensación de sopa. Ha venido a ver cómo están, a ver si necesitan algo, sabe que llevan varios días allí y le ha parecido raro que no se acerquen al pueblo, a lo mejor es una imprudencia pero decidió salir a buscarlos, quizá necesitan algo, repite, mientras Martín lo mira embobado, a punto de alzarse de nuevo los prismáticos y escudriñarle al hombre las córneas a tres palmos de distancia. Hay que ser hospitalario, dice el hombre, y entonces Martín reacciona por fin y lo invita a pasar. No sabe qué contarle de sí mismo, va al fregadero y coge un vaso recién lavado que llena de agua del grifo, se lo ofrece al extraño. Gracias, no tengo sed, pero no te lo voy a rechazar, y se lo bebe de un trago.
El bulto de la cama se mueve bruscamente, con un espasmo, y ambos miran en su dirección. Martín se disculpa y explica que ella lleva dos días con fiebre. Y entonces cae en la cuenta de que su mujer lleva dos días con fiebre, y la casa está fría, demasiado fría, y él esperaba que se le pasase porque estaba convencido de que todo era por culpa del viaje, y del cambio, y del miedo a un nuevo lugar y a una nueva vida, pero de pronto siente que es intolerable, que no se le ha ocurrido buscar un médico, que se ha limitado a acariciarla y a tener paciencia y a darle leche caliente y tortilla y a cortarle en pedacitos las naranjas que han traído, rociadas con miel, primero un trozo y luego otro, con cuidado el tenedor abriéndose paso entre los labios resecos de ella, demacrada, fea, quizá este hombre huela el olor metálico que ella despide aunque solo abra la boca para dejar que la punta del tenedor roce su lengua. Cuando le cuenta todo esto al hombre, Martín pasa de ser un chaval entretenido en espiar por las ventanas y en felicitarse por la genial idea de huir a ser un hombre nervioso y estupefacto que se atraganta al hablar. Pero el extraño se acerca a la habitación, se acerca a la cama, dobla su cuerpo alto para observar de cerca el rostro de Nadia, arrugado por la fiebre, y luego menea la cabeza varias veces antes de sonreír con una boca gigante de labios finos, no te preocupes, voy a ir a buscar a alguien que la hará sentir mejor, y luego te ayudaré a caldear esta casa, aquí hace un frío horrible, enseguida vuelvo, traeré a Elena, ella sabrá lo que hay que hacer, pero sobre todo, muchacho, no tengas miedo. También le dice que se llama Enrique. Los prismáticos le cuelgan a Martín, como un trofeo de plástico, a la altura del ombligo. Agarra el frío metal que los recubre como si asiera de pronto un arma, un rifle que lo hiciera sentirse seguro. Mira a Enrique cruzar el salón y musita, gracias, gracias, menos mal que has venido, yo no quería dejarla sola y pensé que no era grave. Enrique ya sale y suelta una carcajada, no es grave, muchacho, ya te lo he dicho. Cuando se aleja por el camino, Martín lo mira irse a grandes pasos y dice en voz alta, resentido, no tengo miedo, porque creo en la humanidad como familia esquizofrénica, pero aquel ya no lo oye. Y entonces cierra.
Estirado encima de la cama, con los zapatos puestos, abraza el cuerpo de Nadia, tan pequeño con la fiebre, y hunde su nariz en el pelo sucio. Ella sigue tiritando y parece que acabaran de llegar, los dos apretados en la cama, pero ahora es de día y ella arde a treinta y nueve grados y Martín la cubre con sus brazos como si fuera un trapo húmedo y ambos mantienen los ojos abiertos.