Se abrazaron en la casa fría nada más entrar. La decisión no había sido cosa de dos días, vivir allí implicaba estar juntos a pesar de todo, sin ninguna excusa. Pero la sensación de aventura no embriagaba el camino, o el encuentro con aquella construcción rectangular, porque ambos habían recorrido la tierra que los separaba de su antigua ciudad con la certeza de que no tenían más opciones que ese sitio u otro semejante. Metieron sus cosas dentro, las dejaron en el suelo del salón y buscaron la cama. Un colchón desnudo los esperaba y ella se preocupó de rebuscar en el equipaje sábanas para cubrirlo y algo con que abrigarse. Bajo la manta, vestidos, se acercaron el uno al otro, poniéndose de perfil, nariz con nariz, para no mirar el techo alto de la habitación. Era tarde, no tenían sueño, pero sí un peso dentro del cuerpo, una duda, dependiendo de la postura un miedo o una posibilidad. Por supuesto no hicieron el amor, los hipidos de ella se fueron suavizando, y él encontraría calor en unos ronquidos débiles. No habían cenado. A cada uno de ellos los ojos del contrario le resultaron demasiado hambrientos. Prefirieron cerrarlos.