52

Los indios habían labrado y pulido cuidadosamente las blancas cruces de madera y después las habían atado con un cordel. Eran pequeñas, de menos de treinta centímetros de altura, y estaban clavadas en la fresca tierra de la parte superior de las sepulturas. No había nada en ellas que indicara quién había muerto y cuándo.

Estaba oscuro bajo los árboles. Nate dejó su bolsa de viaje en el suelo, entre las sepulturas, y se sentó encima de ella. El jefe empezó a hablar en un rápido y suave susurro.

—La mujer está a la izquierda; Lako a la derecha. Murieron el mismo día, hace unas dos semanas —tradujo Jevy—. Desde que nos fuimos la malaria ha matado a diez personas.

El jefe soltó una larga parrafada sin detenerse para que tradujeran sus palabras. Nate oyó las palabras, pero sólo su sonido. Contempló el montículo de tierra de la izquierda, un pulcro montón de negra tierra que formaba un perfecto rectángulo bordeado por ramas cortadas de unos diez centímetros de grosor. Allí estaba enterrada Rachel Lane, la persona más valiente que él jamás hubiera conocido, pues no temía la muerte sino que estaba dispuesta a recibirla con agrado. Ya descansaba en paz, su alma se había reunido por fin con el Señor y su cuerpo yacía para siempre entre las personas a las que amaba.

Y Lako se hallaba a su lado, con un cuerpo celestial libre de defectos y dolencias.

Nate estaba impresionado y a la vez no lo estaba. Su muerte había sido trágica y no lo había sido. No se trataba de una joven madre y esposa que dejaba una familia. No tenía un amplio círculo de amistades que se apresuraría a llorar su muerte. Sólo unas pocas personas de su tierra natal sabrían que había muerto, y para aquellos que la habían enterrado constituía una rareza.

Él la conocía lo bastante para saber que no hubiera querido que la lloraran. No le hubiesen gustado las lágrimas, y Nate no derramó ninguna. Por un instante contempló su sepultura con incredulidad, pero enseguida se impuso la realidad. No era una amiga con la que hubiera compartido muchos momentos. Apenas si la había tratado. Sus motivos para buscarla eran de carácter puramente egoísta. Él había invadido su intimidad y ella le había rogado que no regresara.

A pesar de todo, su muerte le dolía. Había pensado en ella todos los días desde que dejara el Pantanal. Soñaba con ella, percibía su contacto, oía su voz, recordaba su sabiduría. Le había enseñado a rezar y le había dado esperanza. Era la primera persona, desde hacía varias décadas, que había visto algo bueno en él.

Jamás había conocido a nadie como Rachel Lane, y la echaba enormemente de menos.

El jefe parecía muy taciturno.

—Dice que no podemos quedarnos mucho rato —tradujo Jevy.

—¿Por qué no? —preguntó Nate sin apartar los ojos de la sepultura.

—Los espíritus nos culpan de la malaria, pues la enfermedad vino con nosotros. No les gusta vernos.

—Dile que los espíritus son unos payasos.

—Quiere enseñarle una cosa.

Poco a poco Nate se levantó y miró al jefe. Entraron en la choza de Rachel, inclinándose para pasar por la puerta. El suelo era de tierra. Había dos habitaciones. La anterior tenía un mobiliario muy primitivo, consistente en una silla hecha de cañas y cuerdas y un sofá con tocones de troncos a modo de patas y paja en lugar de cojines. La habitación de atrás hacía las veces de dormitorio y cocina. Rachel dormía en una hamaca, como los indios. Debajo de ella y encima de una mesita había una caja de plástico de material médico. El jefe señaló la caja y habló.

—Aquí dentro hay unas cosas que usted tiene que ver —tradujo Jevy.

—¿Yo?

—Sí. Ella se dio cuenta de que iba a morir. Le pidió al jefe que vigilara su choza. En caso de que apareciera un norteamericano, el jefe debería mostrarle la caja.

Nate temía tocarla. El jefe la tomó y se la entregó. Nate abandonó la habitación y se sentó en el sofá. El jefe y Jevy salieron de la choza. Las cartas que él le había escrito no habían llegado o, por lo menos, no estaban en la caja. Había una placa de identificación brasileña que tenían que llevar todos los ciudadanos del país que no fueran indígenas, y tres cartas de Tribus del Mundo. Nate no las leyó porque en el fondo de la caja vio el testamento de Rachel. Estaba dentro de un sobre blanco de tamaño folio y llevaba escrito un nombre brasileño para las señas del remitente. En él Rachel había escrito en letras de imprenta y con toda claridad: «Último Testamento de Rachel Lane Porter».

Nate lo contempló con incredulidad. Le temblaron las manos cuando abrió el sobre. Dentro había dos hojas dobladas de papel blanco de cartas grapadas conjuntamente. En la parte superior de la primera hoja Rachel había vuelto a escribir con letras de gran tamaño: «Último Testamento de Rachel Lane Porter».

Decía lo siguiente:

Yo, Rachel Lane Porter, hija de Dios, residente en su mundo, ciudadana de Estados Unidos, en pleno uso de mis facultades mentales, otorgo por la presente este mi último testamento.

1. No tengo ningún testamento anterior que anular. Éste es el primero y el último. Todas las palabras han sido escritas de mi puño y letra. Tengo intención de que sea un testamento ológrafo.

2. Obra en mi poder una copia del último testamento de mi padre, Troy Phelan, con fecha del 9 de diciembre de 1996, en el que éste me lega la mayor parte de sus bienes. Estoy tratando de dar forma a este testamento a imitación del suyo.

3. No rechazo ni renuncio a la parte de su herencia que me corresponde, pero tampoco deseo recibirla. Cualquier cosa que me haya sido legada deseo que sea colocada en un fideicomiso.

4. Las ganancias del fideicomiso deberán utilizarse para los siguientes fines: a) proseguir la labor de los misioneros de Tribus del Mundo en todos los rincones de la Tierra; b) difundir el Evangelio de Cristo; c) proteger los derechos de los pueblos indígenas de Brasil y América del Sur, y d) dar de comer a los hambrientos, curar a los enfermos, acoger a los que carecen de techo y salvar a los niños.

5. Designo a mi amigo Nate O’Riley como administrador del fideicomiso y para ello le otorgo amplios poderes discrecionales. Le nombro también albacea de este testamento.

Firmado el 6 de enero de 1997 en Corumbá, Brasil.

RACHEL LANE PORTER

Nate leyó el documento varias veces. La segunda hoja estaba mecanografiada y escrita en portugués. Por el momento, tendría que esperar.

Fijó la vista en el suelo de tierra entre sus pies. El aire era pegajoso y estaba absolutamente inmóvil. En el mundo reinaba el silencio y del poblado no llegaba el menor sonido. Los ípicas aún se escondían del hombre blanco y sus enfermedades.

¿Barres la tierra para que esté limpia y arreglada? ¿Qué ocurre cuando llueve y la techumbre de paja tiene goteras? ¿Forma un charco y se convierte en barro? En la pared del otro lado había unos rústicos estantes llenos de libros: Biblias, devocionarios, ensayos de teología. Los estantes eran ligeramente desiguales y estaban inclinados uno o dos centímetros hacia la derecha.

Aquél había sido el hogar de Rachel durante once años.

Nate volvió a leer el testamento. El 6 de enero era el día en que él había salido del hospital de Corumbá. Rachel no había sido un sueño. Lo había tocado y le había dicho que no moriría. Después había escrito el testamento.

Nate se movió y la paja crujió bajo su cuerpo. Estaba sumido en una especie de trance hipnótico cuando Jevy asomó la cabeza por la puerta y dijo:

—El jefe quiere que nos vayamos.

—Lee esto —le pidió Nate, entregándole las dos hojas de papel, con la segunda encima. Jevy se adelantó para aprovechar la luz que entraba por la puerta. Leyó muy despacio y dijo:

—Aquí hay dos personas. La primera es un abogado que dice haber visto a Rachel Lane Porter firmar su testamento en su despacho de Corumbá. Estaba en pleno uso de sus facultades mentales. Y sabía lo que hacía. Su firma está oficialmente certificada por un… ¿cómo lo llaman ustedes…?

—Un notario.

—Sí, un notario. La segunda es la secretaria del abogado, quien, al parecer, dice lo mismo. El notario también certifica su firma. ¿Qué significa eso?

—Te lo explicaré más tarde.

Ambos salieron. El jefe mantenía los brazos cruzados sobre el pecho. Se le estaba acabando la paciencia. Nate sacó la cámara fotográfica de la bolsa de viaje y empezó a fotografiar la choza y las sepulturas. Después hizo que Jevy sostuviera el testamento, agachado junto a la sepultura de Rachel. A continuación, tomó el testamento y lo sostuvo mientras Jevy le tomaba una foto a él. El jefe se negó a ser fotografiado con Nate y procuró mantenerse lo más lejos posible de ellos. Soltó un gruñido y Jevy temió que tuviese un estallido de cólera.

Se encaminaron hacia el sendero para atravesar la selva sin acercarse al poblado. Cuando aumentó la densidad de la vegetación, Nate se detuvo para echar un último vistazo a la choza. Hubiera querido llevársela consigo, levantarla del suelo, transportarla a Estados Unidos y conservarla como monumento para que los millones de seres que se beneficiarían de la bondad de Rachel tuvieran un lugar en el que poder darle las gracias.

También hubiera deseado llevarse la sepultura. Rachel se merecía un panteón.

Sin embargo, eso era lo que ella menos hubiera deseado. Jevy y el jefe ya se habían perdido de vista, por lo que Nate apuró el paso. Llegaron al río sin contagiarle ninguna enfermedad a nadie. El jefe le gruñó algo a Jevy mientras éste y Nate subían a la embarcación.

—Dice que no quiere que regresemos —tradujo Jevy.

—Dile que no se preocupe —repuso Nate.

Jevy no dijo nada. En su lugar, puso en marcha el motor y la lancha fuera de borda se apartó de la orilla.

El jefe ya estaba alejándose hacia el poblado. Nate se preguntó si echaría de menos a Rachel. Ella había vivido once años allí y parecía ejercer una considerable influencia en él, pero no había conseguido convertirlo. ¿Lamentaba su muerte o se alegraba de que sus dioses y espíritus tuvieran ahora el campo libre? ¿Qué sería de los ípicas que se habían convertido al cristianismo, ahora que ella ya no estaba?

Recordó a los shalyuns, los hechiceros de los poblados que perseguían a Rachel. Sin duda estarían celebrando su muerte y acosando a los conversos. Rachel había librado un duro combate y ahora descansaba en paz.

Jevy detuvo el motor e impulsó la embarcación con un canalete. La corriente era muy lenta y el agua estaba muy tranquila. Nate abrió cuidadosamente el teléfono satélite y lo colocó encima de un banco. El cielo estaba despejado, la señal era fuerte y en cuestión de dos minutos, la secretaria de Josh ya estaba corriendo a buscar a su jefe.

—Dime que Rachel ha firmado el maldito documento, Nate —fueron las primeras palabras de Josh, hablando a gritos contra el aparato.

—No hace falta que grites, Josh. Te oigo muy bien.

—Perdona. Dime que lo ha firmado.

—Ha firmado un fideicomiso, pero no el nuestro. Ha muerto, Josh.

—¡No!

—Sí. Murió hace un par de semanas. De malaria. Ha dejado un testamento ológrafo, exactamente igual que su padre.

—¿Lo tienes en tu poder?

—Sí. Está a salvo. Todo irá a parar a un fideicomiso. Yo soy el fideicomisario y albacea.

—¿Es válido?

—Creo que sí. Está escrito de su puño y letra, firmado, fechado y refrendado por un abogado de Corumbá y su secretaria.

—Me parece válido.

—¿Y ahora qué ocurre? —preguntó Nate.

Ya se imaginaba a Josh sentado detrás de su escritorio con los ojos cerrados para concentrarse mejor, sosteniendo el teléfono con una mano mientras con la otra se alisaba el cabello. Casi le parecía oírlo tramando estrategias.

—No ocurre nada. El testamento de Troy es válido. Las disposiciones se cumplirán.

—Pero ella ha muerto.

—La herencia de Troy pasa a la suya. Ocurre constantemente con los accidentes de tráfico, en los que, por ejemplo, uno de los cónyuges fallece un día y el otro fallece al siguiente. Los legados pasan de una a otra testamentaría.

—¿Y qué pasará con los restantes herederos?

—El acuerdo se mantiene en pie. Recibirán el dinero, o lo que quede de él una vez los abogados hayan cobrado su porcentaje. Los herederos serán las personas más felices del mundo, con la posible excepción de sus asesores legales. No pueden impugnar nada. Hay dos testamentos válidos. Me parece que acabas de convertirte en un fideicomisario profesional.

—Tengo amplios poderes discrecionales.

—Tienes mucho más que eso. Léemelo. Nate sacó el documento del fondo de leyó muy despacio.

—Date prisa en regresar —lo urgió Josh.

Jevy escuchó atentamente cada palabra mientras fingía contemplar la corriente. Cuando Nate colgó y guardó el teléfono, el joven preguntó:

—¿El dinero es suyo?

—No. El dinero va a parar a un fideicomiso.

—¿Qué es un fideicomiso?

—Algo así como una gran cuenta bancaria. Está protegido en el banco, generando intereses. El fideicomisario decide adónde van a parar éstos.

Jevy seguía sin estar demasiado convencido. Le rondaban muchas preguntas por la cabeza y Nate intuía su confusión, pero no era el momento para un abecedario de la versión norteamericana de los testamentos, testamentarías y fideicomisos.

—Vamos —dijo Nate.

El rugiente motor se puso otra vez en marcha y la lancha fueraborda voló sobre el agua rodeando los meandros y dejando tras de sí una ancha estela de espuma.

Encontraron la chalana a última hora de la tarde. Welly estaba pescando mientras los pilotos jugaban a las cartas en la popa de la embarcación. Nate volvió a llamar a Josh y le dijo que mandara regresar el reactor desde Corumbá. Él no iba a necesitarlo, pues tardaría tiempo en regresar a casa.

Josh protestó, pero no podía hacer nada. El embrollo del caso Phelan se había resuelto. En realidad, no había ninguna prisa. Nate les dijo a los pilotos que, a la vuelta, se pusieran en contacto con Valdir y los despidió sin más.

La tripulación de la chalana vio alejarse el helicóptero cual si fuera un insecto, y de inmediato soltó amarras. Jevy iba al timón. Welly se sentó en la proa, con los pies colgando a escasos centímetros del agua. Nate buscó una litera y trató de descansar, pero el motor diésel estaba justo al lado y su rítmico golpeteo le impedía dormir.

El tamaño de la embarcación era tres veces inferior al del Santa Loura y hasta las literas eran más cortas. Tendido de costado, Nate contempló el paso de las márgenes del río.

Rachel había comprendido en cierto modo que él ya no era un borracho, que se había curado de sus adicciones y que los demonios que controlaban su vida ya estaban enterrados para siempre. Había visto en él un fondo de bondad, había adivinado que estaba buscando algo y había encontrado una vocación para él. Dios se lo había dicho.

Jevy lo despertó cuando ya había oscurecido.

—Ha salido la luna —susurró.

Se sentaron en la proa. Justo a su espalda, Welly gobernaba el timón siguiendo la luz de la luna llena mientras el Xeco bajaba serpeando hacia el Paraguay.

—Esta embarcación es muy lenta —dijo Jevy—. Tardaremos dos días en llegar a Corumbá.

Nate sonrió. No le hubiera importado que tardaran un mes.