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Valdir estaba esperando en el aeropuerto de Corumbá cuando el Gulfstream rodó hasta la pequeña terminal. Era la una de la madrugada, el aeropuerto estaba desierto y sólo había un puñado de pequeños aviones al fondo de la pista. Nate les echó un vistazo y se preguntó si Milton habría regresado al Pantanal.

Él y Valdir se saludaron como viejos amigos. Éste se asombró del saludable aspecto que ofrecía. La última vez que se habían visto, Nate se tambaleaba con aspecto cadavérico a causa del dengue.

Abandonaron el aeropuerto en el Fiat de Valdir, a través de cuyas ventanillas abiertas un cálido y sofocante aire azotaba el rostro de Nate. Los pilotos los seguirían en un taxi. Las polvorientas calles estaban desiertas. Nada se movía. Al llegar al centro, se detuvieron delante del hotel Palace. Valdir le entregó a Nate una llave.

—Habitación doscientos doce —le dijo—. Te veré a las seis.

Nate durmió cuatro horas, y estaba esperando en la acera cuando el sol matutino asomó por entre los edificios. Una de las primeras cosas en que reparó fue que el cielo estaba despejado. La estación de las lluvias había terminado hacía un mes. Se avecinaba un tiempo más fresco, si bien en Corumbá la temperatura diurna raras veces bajaba de los veintiocho grados. En su pesada bolsa Nate llevaba todos los documentos, una cámara fotográfica, un nuevo teléfono satélite y otro celular, un frasco del repelente para insectos más potente creado por la química moderna, un regalito para Rachel y dos mudas de ropa. Vestía camisa de manga larga y gruesos pantalones color caqui que protegían sus piernas. Quizás estuviese incómodo y sudara un poco, pero ningún insecto atravesaría su armadura.

A las seis en punto apareció Valdir, y ambos se dirigieron a toda velocidad al aeropuerto. La ciudad cobraba vida lentamente.

Valdir había alquilado el helicóptero a mil dólares la hora. Tenía capacidad para cuatro pasajeros, llevaba dos pilotos y su autonomía de vuelo era de casi quinientos kilómetros. Valdir y los pilotos estudiaron los mapas del río Xeco proporcionados por Jevy y de los afluentes que vertían sus aguas en él. Ahora que el nivel de las aguas había bajado, era mucho más fácil navegar por el Pantanal, tanto por aire como por agua. Los ríos discurrían sin invadir las orillas y las fazendas estaban por encima del nivel de las aguas y era posible ubicarlas en los mapas aéreos.

Mientras Nate metía su bolsa de viaje en el helicóptero, procuró no pensar en su último vuelo sobre el Pantanal. Todas las probabilidades estaban a su favor. Si no se había estrellado antes, ya era imposible que lo hiciese.

Valdir prefirió quedarse en tierra, cerca de un teléfono. No le gustaba volar, y mucho menos en un helicóptero que se dirigiese al Pantanal. El cielo estaba despejado cuando despegaron. Nate llevaba casco y había ajustado el cinturón de seguridad. Siguieron el curso del Paraguay hasta alejarse de Corumbá. Los pescadores los saludaron con la mano. Unos chiquillos hundidos hasta las rodillas en el río elevaron la vista hacia el helicóptero. Sobrevolaron una chalana cargada de bananas que se dirigía al norte, como ellos. Después vieron otra frágil embarcación que navegaba rumbo al sur.

Nate se acostumbró al ruido y la vibración del aparato. Prestó atención con sus auriculares mientras los pilotos conversaban en portugués. Recordó el Santa Loura y su resaca la última vez que había abandonado Corumbá para dirigirse hacia el norte.

Se elevaron hasta seiscientos metros de altitud y el helicóptero niveló su posición. Cuando ya llevaban treinta minutos de vuelo, Nate vio la tienda de Fernando a la orilla del río.

Se asombró de lo mucho que cambiaba el Pantanal de una estación a otra. Seguía siendo una interminable serie de pantanos, lagunas y ríos que serpeaban en todas direcciones, pero ahora que las aguas se habían retirado, todo estaba mucho más verde.

Siguieron el curso del Paraguay. Los cielos se mantenían despejados y azules bajo la atenta mirada de Nate, que no pudo evitar recordar el aterrizaje de emergencia con el aparato de Milton la víspera de Navidad. La tormenta se había acercado a las montañas sin darles tiempo a advertirla.

Los pilotos bajaron a trescientos metros sobrevolando en círculo la zona mientras señalaban hacia abajo como si ya hubieran encontrado su objetivo. Nate oyó la palabra «Xeco» y vio un afluente que vertía sus aguas en el Paraguay. Por supuesto, no recordaba nada del río Xeco. En el transcurso de su primer encuentro con él, estaba acurrucado bajo una tienda de campaña en el fondo de una embarcación, deseando morir. A continuación, giraron hacia el oeste y a la izquierda del río principal, siguiendo el tortuoso curso del Xeco en dirección a las montañas de Bolivia. Estaban buscando una chalana azul y amarilla.

En tierra, Jevy oyó el lejano zumbido del helicóptero. Lanzó rápidamente una bengala anaranjada. Welly hizo otro tanto. Las bengalas ardieron y dejaron un reguero de humo azul y plateado. Al cabo de pocos minutos apareció el helicóptero y empezó a volar lentamente en círculo.

Jevy y Welly habían abierto con sus machetes un claro entre los espesos matorrales situados a unos cincuenta metros de la orilla. Un mes atrás aquel paraje se encontraba bajo el agua. El helicóptero se inclinó mientras descendía muy lentamente. Cuando las hélices se detuvieron, Nate saltó al suelo y abrazó a sus viejos compañeros. Llevaba más de dos meses sin verlos, y que ahora él estuviese nuevamente allí constituía una sorpresa para los tres.

El tiempo era oro. Nate temía las tormentas, la oscuridad, las inundaciones y los mosquitos, y quería darse la mayor prisa posible. Se acercaron a la chalana que había a la orilla del río. A su lado se encontraba una larga y limpia batea que parecía aguardar el inicio de su travesía inaugural. Amarrada a su lado, una lancha fuera de borda nueva, cortesía de la testamentaría Phelan. Nate y Jevy subieron a la lancha, se despidieron de Welly y de los pilotos y salieron disparados.

Los poblados se encontraban a dos horas de distancia, explicó Jevy a gritos sobre el trasfondo del rugido del motor. Él y Welly habían llegado la tarde de la víspera a bordo de la chalana. El río se había vuelto demasiado pequeño incluso para ella, por lo que la habían amarrado cerca de un paraje lo bastante llano como para que el helicóptero pudiera aterrizar en él. Después habían subido a la batea para dirigirse al primer poblado. Jevy había reconocido el acceso, pero habían dado media vuelta antes de que los indios los oyeran. Transcurrieron dos horas, tal vez tres. Nate esperaba que no fueran cinco. No quería, en ninguna circunstancia, dormir en tierra, en una hamaca o en una tienda. Lo último que deseaba era exponer su piel a los peligros de la selva. Los horrores del dengue estaban demasiado recientes en su memoria.

En caso de que no consiguieran encontrar a Rachel, regresaría a Corumbá en el helicóptero, disfrutaría de una agradable cena con Valdir, dormiría en una cama y volvería a intentarlo al día siguiente. La testamentaría podía comprar el maldito helicóptero si le apetecía.

Como siempre, sin embargo, Jevy se mostraba confiado. La embarcación cortaba el agua y la proa brincaba mientras el poderoso motor los transportaba a toda velocidad. Qué bonito era navegar en una fuera de borda que emitía un prolongado, eficaz e ininterrumpido rugido. Se sentían invencibles.

Una vez más, el Pantanal ejerció un poder hipnótico sobre Nate; los caimanes que se movían en las aguas someras mientras ellos navegaban velozmente por su lado, los pájaros que sobrevolaban el río casi rozando el agua, el soberbio aislamiento de aquellos parajes… Se habían adentrado tanto que ya no podían ver ninguna fazenda. Estaban buscando a una gente que llevaba muchos siglos allí.

Veinticuatro horas antes Nate estaba sentado en el porche de la casa de Josh, con las piernas cubiertas con una manta, tomando café mientras contemplaba los barcos que surcaban la bahía y esperaba la llamada de Phil, comunicándole que se disponía a bajar al sótano.

Le costó una hora de navegación acostumbrarse al lugar en que ahora se encontraba.

El río no le resultaba familiar. La última vez que habían encontrado a los ipicas estaban perdidos, asustados, mojados y hambrientos, y sólo confiaban en las indicaciones que les había dado un joven pescador. Las aguas estaban muy crecidas y cubrían las señales características que les hubieran permitido orientarse.

Nate contempló el cielo como si temiese que empezaran a caer bombas. En cuanto se formase el primer nubarrón, daría media vuelta.

De pronto, un meandro del río se le antojó familiar. Quizás estuviese muy cerca de su objetivo. ¿Lo recibiría Rachel con una sonrisa y un abrazo, se sentaría con él a la sombra de un árbol para charlar un rato en inglés? ¿Cabría alguna posibilidad de que lo hubiera echado de menos o hubiera pensado en él siquiera? ¿Le habrían enviado sus cartas? Estaban a mediados de marzo y ya tendría que haber recibido la correspondencia. ¿Estaría ya en posesión de la nueva embarcación y todos los medicamentos?

¿O acaso huiría? ¿Se acurrucaría al lado del jefe y le pediría que la protegiera y librase por última vez del norteamericano? ¿Tendría él la posibilidad de verla?

Esta vez se mostraría más duro y firme. Él no tenía la culpa de que Troy Phelan hubiera redactado aquel ridículo testamento ni podía impedir que ella fuese una hija ilegítima. Rachel tampoco podía cambiar la situación, y rogarle que colaborase un poco no era mucho pedir. Tenía que dar su aprobación al fideicomiso o renunciar a la herencia. No se iría de allí sin su firma.

Por mucho que ella volviera la espalda al mundo, siempre sería la hija de Troy Phelan, y este simple hecho exigía un mínimo de colaboración. Nate practicaba sus argumentos en voz alta, pues Jevy no podía oírlo.

Le hablaría de sus hermanos, le pintaría una horrible imagen de lo que ocurriría en caso de que recibieran toda la fortuna, le enumeraría la infinidad de nobles causas que ella podría favorecer con sólo firmar el documento del fideicomiso. Practicó una y otra vez.

Los troncos de los árboles de ambas orillas eran cada vez más gruesos y se inclinaban sobre el agua hasta tocarse. Nate reconoció aquel túnel.

—Allí —dijo Jevy, señalando un lugar situado más adelante, hacia la derecha, donde habían visto a los niños nadando en el río. Aminoró la velocidad y se acercaron al primer poblado. Allí no había ningún indio, y cuando perdieron de vista las chozas, el río se bifurcó y la corriente se redujo.

Nate conocía aquellos parajes. Se adentraron en la selva, siguiendo en zigzag unos meandros que prácticamente describían círculos, vislumbrando las montañas a través de los claros. Al llegar al segundo poblado, se detuvieron cerca del enorme árbol junto al cual habían dormido la primera noche, allá por el mes de enero. Saltaron a tierra en el mismo lugar en que Rachel se había despedido de Nate agitando la mano cuando él ya se encontraba bajo los efectos del dengue. Allí estaba el banco con su asiento de cañas fuertemente atadas entre sí.

Nate se dedicó a contemplar el poblado mientras Jevy amarraba la embarcación. Un indio joven corrió a su encuentro por el sendero. Habían oído el rugido del motor de la lancha fuera de borda.

El indio no hablaba portugués, pero por medio de señas les hizo entender que se quedaran allí, junto al río, hasta nueva orden. Si los reconoció, no dio muestras de ello. Daba más bien la impresión de estar asustado.

Así pues, se acomodaron en el banco y esperaron. Ya eran casi las once de la mañana. Tenían muchas cosas de que hablar. Jevy había estado muy ocupado en los ríos, pilotando chalanas que transportaban mercancías y suministros para la gente del Pantanal. De vez en cuando capitaneaba una embarcación turística con la que ganaba más dinero.

Comentaron la última visita de Nate, su veloz huida del Pantanal en la fuera de borda prestada de Fernando, los horrores del hospital y sus esfuerzos por encontrar a Rachel en Corumbá.

—Le aseguro —dijo Jevy— que he estado haciendo indagaciones en el río, y la señora no estuvo allí ni visitó el hospital. Lo soñó usted todo, amigo mío.

Nate no quería discutir porque tampoco estaba seguro.

El propietario del Santa Loura había calumniado a Jevy por toda la ciudad. El barco se había hundido cuando se encontraba bajo su vigilancia, pero todo el mundo sabía que la culpa la había tenido la tormenta. Aquel hombre estaba chiflado.

Tal como Nate esperaba, la conversación pasó muy pronto al tema del futuro de Jevy en Estados Unidos. El muchacho había pedido el visado, pero necesitaba un trabajo y alguien que lo avalara. Cual si fuera un experto púgil, Nate esquivó los golpes y soltó los suficientes puñetazos para confundir a su amigo. No tenía valor para decirle que muy pronto él también tendría que empezar a buscarse un empleo.

—Veré qué puedo hacer —dijo.

Jevy tenía un primo en Colorado que también estaba buscando trabajo.

Un mosquito empezó a volar alrededor de su mano. El primer impulso de Nate fue aplastarlo de un fuerte manotazo, pero, en su lugar, esperó para calibrar la eficacia del repelente. Cuando se cansó de estudiar su blanco, el mosquito efectuó un repentino descenso en picado hacia el dorso de su mano derecha, pero a cinco centímetros de distancia se detuvo en seco, se alejó y desapareció. Nate esbozó una sonrisa. Tenía las orejas, el cuello y la cara completamente untados de aceite.

El segundo ataque de dengue suele provocar hemorragias. Es mucho peor que el primero y, a menudo, de fatales consecuencias. Nate O’Riley no sería su víctima.

Estaban conversando de cara al poblado. Nate permanecía alerta. Esperaba ver aparecer a Rachel de un momento a otro, moviéndose con elegancia entre los senderos para saludarlos. En aquellos momentos ya debía de saber que el norteamericano había vuelto.

Pero ¿sabía que se trataba de Nate? ¿Y si el joven ípica no los había reconocido y Rachel temiese que alguien más la hubiera localizado?

De pronto, vieron al jefe acercarse lentamente hacia ellos. Llevaba una larga lanza ceremonial y lo seguía un ípica a quien Nate reconoció. Ambos se detuvieron al borde del sendero, a unos quince metros del banco. No sonreían; es más, la actitud del jefe era más bien hostil.

—¿Qué os trae por aquí? —preguntó en portugués.

—Dile que queremos ver a la misionera —dijo Nate, y Jevy tradujo sus palabras.

—¿Por qué? —inquirió el jefe.

Jevy le explicó que el norteamericano había viajado desde muy lejos y necesitaba ver a la mujer.

—¿Por qué? —volvió a preguntar el jefe.

Porque tenían asuntos de que hablar, asuntos que ni el jefe ni Jevy podían comprender. Era algo muy importante, de otro modo, el norteamericano no habría viajado hasta allí.

Nate recordó que el jefe era un hombre jovial, de sonrisa fácil y temperamento impulsivo. Ahora su rostro era casi inexpresivo. Desde quince metros de distancia lo miraba con dureza. La vez anterior había insistido en que se sentaran en torno del fuego y compartieran su desayuno. Ahora, en cambio, procuraba permanecer lo más lejos posible de ellos. Algo había ocurrido. Algo había cambiado.

Les indicó que aguardaran y se marchó muy despacio en dirección al poblado. Transcurrió media hora. Para entonces, Rachel ya debía de saber que Nate y Jevy estaban allí, pues el jefe se lo habría dicho. Sin embargo, no venía a saludarlos.

Una nube ocultó el sol y Nate la estudió detenidamente. Era grande y blanca, y su aspecto no resultaba en modo alguno amenazador, pero a pesar de todo hizo que se sintiera inquieto. Como oyera un trueno en la distancia, saldría por piernas. Se comieron unos bocadillos de queso mientras aguardaban sentados en la embarcación.

De pronto, oyeron que el jefe los llamaba con un silbido. Se acercaba a ellos procedente del poblado, pero nadie lo acompañaba. Se reunieron a medio camino y lo siguieron a lo largo de unos treinta metros; después cambiaron de dirección y se adentraron en otro sendero que discurría por detrás de las cabañas. Nate vio la zona común del poblado. Estaba desierta y no había ni un solo ipica paseando por allí. Las jóvenes tampoco estaban barriendo la tierra que rodeaba las chozas. No se veían mujeres cocinando o limpiando. No se escuchaba el menor sonido. El único movimiento era el del humo de las fogatas.

Nate vio entonces unos rostros en las ventanas y unas cabezas que asomaban por las puertas. Estaban observándolos. El jefe los mantenía bien apartados de las chozas, como si fueran portadores de enfermedades. Después enfiló otro sendero que atravesaba parcialmente la selva. Cuando salieron a un claro, vieron al otro lado la choza de Rachel.

Pero no había ni rastro de ella. El jefe pasó con ellos por delante de la puerta y los acompañó a la parte lateral, donde, a la sombra de los grandes árboles, vieron las sepulturas.