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Con la excepción de Ramble, todos los herederos de Troy Phelan se empeñaron en estar o bien en el juzgado o bien a tiro de piedras de éste durante la reunión. Cada uno de ellos disponía de su teléfono móvil, al igual que cada uno de los abogados en el despacho de Wycliff.

Tanto los clientes como sus representantes legales habían perdido muchas horas de sueño.

¿Con cuánta frecuencia se convierte uno en millonario de repente? Por lo menos dos veces en el caso de los Phelan, pero esta vez juraban que serían mucho más prudentes. Jamás se les ofrecería otra oportunidad.

Los hermanos paseaban por los pasillos del juzgado. Fumaban nerviosamente en el exterior, delante de la entrada principal. Permanecían sentados en el cálido interior de sus automóviles, en el aparcamiento, sin poder estarse quietos. Consultaban sus relojes, trataban de leer los periódicos, intercambiaban comentarios cuando se cruzaban.

Nate y Josh estaban sentados en un extremo de la estancia. Como era de esperar, Josh vestía un caro traje oscuro. En cambio, Nate llevaba una camisa de tela vaquera con manchas de pintura blanca en el cuello. Sin corbata. Unos tejanos y unas botas de excursionista completaban el atuendo.

Wycliff se dirigió en primer lugar a los abogados de los Phelan, sentados al otro lado de la estancia, y les comunicó que no era partidario de no admitir la respuesta de Rachel Lane, al menos por el momento. Había demasiadas cosas en juego para excluirla de la causa. Nate O’Riley representaba muy bien los intereses de ésta; por consiguiente, el litigio seguiría adelante según lo previsto. El propósito de la reunión era analizar las posibilidades de acuerdo, algo que cualquier juez deseaba en todos los casos que pasaban por sus manos. Wycliff seguía entusiasmado con la idea de un juicio largo, desagradable y sonado, pero no podía reconocerlo. Su deber era apremiar a las partes a que llegaran a un arreglo y persuadirlas de la conveniencia de hacerlo.

El apremio y la persuasión no serían necesarios.

Su señoría había examinado todas las peticiones y cada uno de los documentos y había estudiado atentamente las declaraciones. Hizo un resumen de las pruebas tal y como él las veía y comunicó, con expresión muy seria, a Hark, Bright, Langhorne y Yancy que, en su docta opinión, sus argumentos no eran demasiado convincentes.

Lo aceptaron de buen grado y no se sorprendieron. El dinero estaba sobre la mesa y ellos se morían de ganas de arrojarse sobre él. Insúltenos todo lo que quiera, pensaron, pero démonos prisa, no se nos vaya a escapar.

Por otra parte, añadió Wycliff, nunca se sabía lo que podía hacer un jurado. Lo dijo como si cada semana seleccionara a los miembros de uno, lo cual no era cierto y los abogados lo sabían.

Wycliff le pidió a Josh que hiciera un resumen de la primera reunión sobre el acuerdo celebrada el lunes, dos días atrás.

—Quiero saber exactamente en qué punto estamos —dijo.

Josh fue muy breve. El punto esencial era muy sencillo. Los herederos querían cincuenta millones de dólares por cabeza. Rachel, la principal beneficiaria, sólo les ofrecía veinte millones para llegar a un acuerdo, sin reconocer la validez de los argumentos de la otra parte.

—Es una diferencia muy considerable —comentó Wycliff.

Nate se moría de aburrimiento, pero se esforzaba por aparentar interés. Eran unas negociaciones de alto voltaje acerca de una de las fortunas personales más grandes del mundo. Josh le había reprochado su aspecto, pero a él le daba igual. Procuraba distraerse estudiando los rostros de los abogados que había al otro lado de la estancia. La inquietud que éstos estaban poniendo de manifiesto no obedecía a la preocupación o el nerviosismo, sino a su ardiente deseo de averiguar cuánto iban a cobrar. Sus perspicaces ojos eran muy rápidos y sus manos se movían con gestos bruscos e impulsivos.

Qué divertido resultaría levantarse de repente, anunciar que Rachel no ofrecía ni un solo centavo para llegar a un acuerdo y abandonar precipitadamente la estancia. El sobresalto los mantendría unos segundos clavados en sus asientos, pero de inmediato correrían tras él como perros hambrientos.

Cuando Josh terminó, Hark habló en nombre del grupo. Había tomado notas y había dedicado tiempo a escribir observaciones. Consiguió despertar el interés de la otra parte, confesando que el desarrollo del caso no había seguido el curso que ellos querían. Con admirable sinceridad reconoció que sus clientes no eran unos buenos testigos, los psiquiatras actuales no eran tan sólidos como los tres anteriores y Snead no era de fiar.

En lugar de discutir acerca de teorías legales, se centró en las personas. Habló de sus clientes, los hermanos Phelan, y admitió que, a primera vista, no resultaban muy simpáticos; pero, una vez superada la impresión inicial, cuando uno llegaba a conocerlos como ahora los conocían sus abogados, se daba cuenta de que a los pobrecillos jamás se les había ofrecido ninguna oportunidad. Habían sido unos niños ricos muy mimados, educados con toda suerte de privilegios por una serie de niñeras que iban y venían, mortalmente ignorados por un padre que igual estaba en Asia comprando fábricas que viviendo en el despacho con su más reciente secretaria. Hark no quería criticar a un difunto, pero el señor Phelan era lo que era. En cuanto a sus madres, eran unos personajes muy raros, si bien habían sufrido lo suyo a causa de Troy.

Los hermanos Phelan no habían crecido en unas familias normales ni habían recibido las lecciones que casi todos los hijos reciben de sus padres. Troy Phelan era un importante hombre de negocios cuya aprobación ellos buscaban desesperadamente, sin éxito. Sus madres se dedicaban a sus clubes, a sus causas y al arte de ir de compras. La idea que tenía el padre de la obligación de proporcionar a sus hijos los medios adecuados para iniciar su andadura por la vida consistía, sencillamente, en entregar a cada uno de ellos cinco millones de dólares al cumplir los veintiún años, lo cual era, por una parte, demasiado tarde, y, por otra, demasiado pronto. El dinero no podía proporcionar la prudencia, la guía y el amor que ellos necesitaban como hijos. De ahí su evidente incapacidad para afrontar las responsabilidades de su recientemente adquirida riqueza.

El dinero había sido desastroso para ellos, pero los había hecho madurar. Ahora, con la experiencia de los años, los hermanos Phelan comprendían sus errores. Se avergonzaban de lo insensatos que habían sido con el dinero. Imaginen lo que debió de ser despertarse un día como el hijo pródigo, tal como le había ocurrido a Rex a la edad de treinta y dos años, divorciado y sin un centavo, en presencia de un juez que estaba a punto de enviarlo a la cárcel por impago de la pensión por alimentos de los hijos.

Imaginen lo que debió de ser permanecer once días en la cárcel mientras tu hermano, divorciado y también sin un centavo, trataba de convencer a su madre de que pagara la fianza. Rex decía que el tiempo que había permanecido entre rejas lo había dedicado a tratar de averiguar adónde había ido a parar el dinero.

La vida había sido muy dura para los hijos de Troy Phelan. Muchas de las heridas se las habían hecho ellos mismos, pero otras habían sido la inevitable consecuencia de la conducta de su padre. El acto final de abandono por parte de éste había sido el testamento ológrafo. Jamás llegarían a comprender la maldad del hombre que los había menospreciado de niños, los había castigado de mayores y los había borrado de su herencia.

Hark terminó diciendo:

—Son —concluyó— Phelan, llevan la sangre de Troy en sus venas, para bien o para mal, y sin duda se merecen una justa porción de la herencia de su padre.

Cuando terminó, Hark se sentó y todos los presentes permanecieron en silencio. Había sido un alegato profundamente sincero que conmovió no sólo a Nate y Josh sino también al juez Wycliff; pero no serviría de nada ante un jurado, pues él no podía reconocer ante un tribunal que los argumentos de sus clientes no eran convincentes. Sin embargo, en aquel momento y en aquel ambiente, el pequeño discurso de Hark resultó perfecto.

Nate era, aparentemente, el que tenía el dinero, o al menos tal era el papel que desempeñaba en el juego. Podía pasarse una hora regateando y exprimiendo, echando faroles y discutiendo, y recortar unos cuantos millones de la fortuna, pero la verdad era que no estaba de humor para hacerlo. Si Hark podía disparar directamente, él también. En cualquier caso, todo eran artimañas.

—¿Cuál es su punto esencial? —le preguntó a Hark mientras los ojos de ambos se buscaban como el radar.

—No sé muy bien si tenemos un punto esencial. Creo que la suma de cincuenta millones de dólares por heredero es razonable. Sé que parece mucho, y lo es, pero compárelo con el monto de la herencia. Una vez deducidos los impuestos de sucesión, estamos hablando de apenas un cinco por ciento del dinero.

—El cinco por ciento no es mucho —admitió Nate.

Hark estaba mirándolo, pero los demás no. Se encontraban inclinados sobre sus cuadernos de notas con las plumas a punto para la siguiente tanda de cálculos.

—La verdad es que no —convino Hark.

—Mi cliente estará de acuerdo con la cesión de cincuenta millones —dijo Nate.

Lo más probable era que en aquellos momentos su cliente estuviese enseñando salmos de la Biblia a unos niños a la sombra de un árbol junto a la orilla del río.

Wally Bright acababa de ganar unos honorarios de veinticinco millones de dólares, por lo que su primer impulso fue el de cruzar la estancia y besarle los pies a Nate. En su lugar, frunció el ceño con expresión muy seria y tomó unas cuidadosas notas que ni él mismo podía leer.

Josh sabía que eso era lo que iba a ocurrir, pues sus contables habían hecho los cálculos, pero Wycliff no lo sabía. Se acababa de producir el acuerdo y no se celebraría ningún juicio. Tenía que mostrarse complacido.

—Bien pues —dijo—, ¿hemos llegado a un acuerdo?

Por simple costumbre, los abogados de los hermanos Phelan se reunieron para deliberar alrededor de Hark, procurando hablar en voz baja, pero no les salían las palabras.

—Trato hecho —anunció Hark, que acababa de ganar veintiséis millones de dólares.

Josh tenía, casualmente, el borrador de un acto de conciliación. Cuando ya habían empezado a llenar los espacios en blanco, los abogados de los hermanos Phelan se acordaron de pronto de sus clientes. Se excusaron y salieron al pasillo, donde los teléfonos móviles empezaron a surgir como por arte de magia de todos los bolsillos. Troy junior y Rex estaban esperando junto a una máquina expendedora de refrescos, en el primer piso. Geena y Cody estaban leyendo periódicos en una desierta sala de justicia. Spike y Libbigail se hallaban sentados en su vieja camioneta, calle abajo. Mary Ross se encontraba en el interior de su Cadillac, en el aparcamiento. Ramble estaba en el sótano de su casa con la puerta cerrada y los auriculares puestos, perdido en otro mundo.

La avenencia no sería completa hasta que Rachel Lane la firmara y aprobase. Los abogados de los Phelan querían que todo tuviera un carácter estrictamente confidencial. Wycliff accedió a cerrar el expediente judicial. Una hora después, el acuerdo ya estaba ultimado. Con la firma de cada uno de los herederos Phelan y de sus abogados. Y con la de Nate.

Sólo faltaba una firma. Nate explicó que tardaría unos cuantos días en conseguirla.

«Si lo supieran…», pensó mientras abandonaba el juzgado.

El viernes por la tarde Nate y el párroco salieron de St. Michaels en el automóvil de alquiler de aquél. El párroco iba al volante para acostumbrarse, y Nate echaba una cabezada en el asiento del acompañante. Mientras cruzaban el Bay Bridge, Nate despertó y le leyó el acuerdo de avenencia final a Phil, siempre deseoso de conocer todos los detalles.

El Gulfstream IV del Grupo Phelan estaba esperando en el aeropuerto de Baltimore-Washington. El reluciente avión podía transportar a veinte personas a cualquier lugar del mundo. Phil quería echar un buen vistazo a todo, por lo que pidieron a los pilotos que los acompañaran en un recorrido por el aparato. De inmediato. Lo que el señor O’Riley mandara. La cabina era toda de cuero y madera, con sofás, asientos reclinables, una mesa de juntas y varias pantallas de televisión. Nate hubiera querido viajar como una persona normal, pero Josh había insistido.

Vio cómo Phil se alejaba en el automóvil y volvió a subir al aparato. En nueve horas estaría en Corumbá.

El acuerdo de fideicomiso era deliberadamente escueto, con la menor cantidad de palabras posible y de la forma más breve y sencilla que los redactores de semejantes documentos imposibles habían conseguido encontrar. Josh se lo había hecho redactar varias veces. En caso de que Rachel mostrara la menor disposición a firmar, era absolutamente necesario que comprendiera el significado. Nate le daría todas las explicaciones pertinentes, pero sabía que ella no tenía demasiada paciencia en asuntos como ése.

Los bienes recibidos en virtud de la última voluntad y testamento postrero de su padre se colocarían en un fideicomiso que llevaría el nombre de Rachel Lane, a falta de otro más original. El principal se conservaría intacto durante diez años y sólo se dedicarían a obras de caridad los intereses y las ganancias. Pasado ese período, podría gastarse a discreción de los fideicomisarios el cinco por ciento anual del principal, amén de los intereses y las ganancias. Los desembolsos anuales se destinarían a diversas causas caritativas, en especial a la labor misionera de Tribus del Mundo. Sin embargo, el lenguaje era tan ambiguo que los fideicomisarios podrían emplear el dinero prácticamente para cualquier obra benéfica que quisieran. La primera fideicomisaria era Neva Collier, de Tribus del Mundo, que estaría facultada para designar a otra docena de fideicomisarios a fin de que la ayudasen en su labor. Éstos actuarían con total independencia y responderían de su actuación ante Rachel, si ella así lo quería, en cuyo caso jamás vería ni tocaría el dinero. El fideicomiso se establecería con la ayuda de abogados elegidos por Tribus del Mundo.

Se trataba de una solución muy sencilla. Sólo exigiría la firma de Rachel Lane, o cualquiera que fuese su apellido. Con una firma en el fideicomiso y otra en el acuerdo de avenencia podría cerrarse, a su debido tiempo, el caso de la testamentaría Phelan sin más historias. Nate podría seguir adelante, enfrentarse con sus problemas y empezar a reconstruir su vida. Estaba deseando empezar.

En caso de que Rachel se negara a firmar los documentos del fideicomiso y el acuerdo de avenencia, Nate tendría que pedirle que firmara un documento de renuncia. Podía rechazar la herencia, pero debería comunicárselo a los tribunales.

Una renuncia dejaría inservible el testamento de Troy, que sería válido, pero no factible. Los bienes no podrían ir a parar a ningún sitio, como si Troy hubiera muerto sin testar. La ley dividiría los bienes en seis partes, una para cada heredero.

¿Cómo reaccionaría Rachel? Nate quería pensar que se alegraría de verlo, pero no estaba muy seguro de que así fuera. Recordaba el modo en que lo había saludado desde la orilla mientras su embarcación se alejaba, poco antes de que el dengue se abatiese sobre él. Estaba entre su gente, haciéndole señas de que se alejara y diciéndole adiós para siempre. No quería que la molestaran con asuntos mundanos.