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Nate no fue invitado a la primera ronda de conversaciones de paz. Su ausencia obedecía a dos motivos. Primero, la cumbre la había organizado Josh y, por consiguiente, se celebraba en su territorio. Nate había evitado hasta aquel momento visitar su antiguo despacho y quería seguir haciéndolo. Segundo, los abogados de los Phelan consideraban, con razón, que Josh y Nate eran aliados. Josh quería interpretar el papel de pacificador e intermediario. Para ganarse la confianza de una parte, tenía que olvidar a la otra, aunque sólo por un tiempo. Su plan consistía en reunirse con Hark y los demás, después con Nate y, a continuación, con ambas partes alternativamente durante varios días si fuera necesario hasta que se llegara a un acuerdo. Tras una prolongada sesión de bromas y charla intrascendente, Josh solicitó la atención de sus interlocutores. Tenían que analizar muchas cuestiones y los abogados de los Phelan estaban deseando empezar.

Un acuerdo puede producirse en pocos segundos, durante la suspensión de un acalorado juicio cuando un testigo sufre un tropiezo o cuando un nuevo presidente del tribunal quiere volver a empezar y aligerar un molesto litigio. Y también puede tardar meses, mientras el pleito avanza lentamente hacia la fecha del juicio. En su conjunto, los abogados de los Phelan soñaban con llegar a un rápido arreglo y pensaban que la reunión en la suite de Josh sería el primer paso en ese sentido. Creían de verdad que estaban a punto de convertirse en millonarios.

Josh empezó por manifestarles diplomáticamente su opinión de que sus argumentos eran bastante flojos. Él no sabía nada acerca de los planes de su cliente de sacarse de la manga un testamento ológrafo y crear con ello el caos, pero aun así el testamento era válido. La víspera se había pasado dos horas con el señor Phelan terminando el otro testamento y estaba dispuesto a declarar que su cliente sabía muy bien lo que hacía. También declararía, de ser necesario, que Snead no se encontraba presente en la reunión. Los tres psiquiatras que examinaron al señor Phelan habían sido cuidadosamente elegidos por los hijos de éste, por sus ex esposas y por sus abogados, y tenían una fama intachable. En cambio, los cuatro psiquiatras contratados no le inspiraban confianza. Sus currículos dejaban mucho que desear. En su opinión, la batalla de testigos expertos la ganarían los primeros.

Wally Bright se había puesto su mejor traje, lo cual no era mucho decir, por cierto. Recibió las críticas apretando las mandíbulas y mordiéndose el labio inferior para no decir ninguna estupidez, mientras tomaba inútiles notas en un cuaderno tamaño folio sencillamente porque eso era lo que estaban haciendo los demás. No estaba acostumbrado a soportar semejante menosprecio, ni siquiera viniendo de un abogado tan famoso como Josh Stafford, pero, a cambio del dinero, parecía dispuesto a aguantar lo que fuera. Un mes atrás, en febrero, su pequeño bufete generaba veintiséis mil dólares en honorarios y consumía los habituales cuatro mil dólares en gastos generales. Wally no se llevaba nada a casa. Lógicamente, había dedicado casi todo su tiempo al caso Phelan. Josh resumió con inocultable satisfacción las declaraciones de los clientes de sus colegas.

—He estudiado los vídeos con sus declaraciones —dijo en tono entristecido—, y, si he de serles sincero, con la excepción de Mary Ross creo que serán unos testigos desastrosos durante el juicio.

Sus colegas salvaron el obstáculo sin dificultad. Aquello no era un juicio sino una reunión sobre un acuerdo.

Josh no se entretuvo demasiado en el tema de los herederos. Cuanto menos dijera, mejor. Sus abogados sabían que los destrozarían en presencia del jurado.

—Y eso nos lleva a Snead —añadió—. También he repasado sus declaraciones y creo sinceramente que, si ustedes lo llaman a declarar en el juicio, cometerán un terrible error. Es más, creo que tal cosa podría rozar el límite de la ilegalidad.

Bright, Hark, Langhorne y Yancy se inclinaron todavía más sobre sus cuadernos de notas. Snead se había convertido para ellos en algo así como una palabra malsonante. Habían discutido entre sí acerca de quién era el responsable de semejante metedura de pata. Habían perdido el sueño por culpa de aquel hombre. Habían perdido medio millón en un testigo inservible.

—Conozco a Snead desde hace casi veinte años —prosiguió Josh, dedicando a continuación quince minutos a describirlo con gran precisión como un mayordomo de cualidades mágicas, un criado no siempre de fiar a quien el señor Phelan más de una vez había querido despedir. Sus colegas le creyeron.

Pero ya estaba bien de Snead. Josh había conseguido destripar a su testigo estelar sin necesidad de mencionar que ellos lo habían sobornado con quinientos mil dólares para que contara aquella historia.

Y ya estaba bien de Nicolette. Era tan embustera como su compinche Snead.

No habían conseguido localizar a otros testigos. Había algunos empleados descontentos, pero no querían intervenir en el juicio, y de todos modos, su declaración estaría viciada. Les constaba que dos rivales del mundo empresarial habían sido aniquilados por haber intentado competir con Troy, pero ellos no sabían nada acerca de sus facultades mentales.

Sus argumentos no eran muy sólidos, concluyó Josh, y siempre se corría peligro con un jurado de por medio.

Se refirió a Rachel Lane como si la conociera desde hacía muchos años. No entró en demasiados detalles, pero aportó las suficientes generalizaciones para dar la impresión de que, en efecto, no guardaba secretos para él. Era una persona encantadora que llevaba una existencia muy sencilla en otro país y no entendía muy bien los litigios. Huía de la controversia y despreciaba los enfrentamientos, y estaba más unida al viejo Troy de lo que la mayoría de la gente sabía.

Hark deseó preguntar si Josh la había conocido personalmente —¿la había visto alguna vez?, ¿había oído mencionar su nombre antes de la lectura del testamento?—, pero no era el lugar ni el momento para crear conflictos. La otra parte estaba a punto de poner dinero sobre la mesa y su porcentaje era el diecisiete y medio.

La señora Langhorne había hecho investigaciones sobre la ciudad de Corumbá y se preguntaba una vez más qué podía estar haciendo una norteamericana de cuarenta y dos años en semejante lugar. A espaldas de Bright y Yancy, ella y Hark se habían convertido en confidentes, y habían estado sopesando la conveniencia de filtrar el paradero de Rachel Lane a ciertos periodistas. No cabía la menor duda de que la prensa daría con ella, la obligarían a salir de su escondrijo y, de paso, el mundo averiguaría qué pensaba hacer con el dinero. Si, tal como ellos esperaban y soñaban, no lo quería, sus clientes podrían reclamarlo.

Por supuesto, suponía un riesgo que aún no habían descartado.

—¿Qué se propone hacer Rachel Lane con todo este dinero? —preguntó Yancy.

—No estoy muy seguro —contestó Josh, como si él y Rachel hablaran de ello a diario—. Es probable que se quede con una pequeña parte y dedique el resto a obras benéficas. En mi opinión, ésta es la razón de que Troy hiciera lo que hizo. Pensó que si sus descendientes recibían el dinero, éste no duraría ni noventa días. En cambio, legándoselo a Rachel sabía que iría a parar a personas necesitadas.

Se produjo un prolongado silencio cuando Josh terminó. Los sueños se desmoronaban lentamente. Rachel Lane existía, en efecto, y no pensaba renunciar a su herencia.

—¿Por qué no se ha presentado? —inquirió finalmente Hark.

—Bien, hay que conocer a esta mujer para responder a la pregunta —dijo Josh—. El dinero no significa nada para ella. No esperaba que su padre le dejase nada, y, de pronto, descubre que ha heredado miles de millones. Se encuentra todavía algo alterada.

Otra prolongada pausa mientras los abogados de los Phelan hacían anotaciones en sus cuadernos.

—Estamos dispuestos a llevar el caso al Tribunal Supremo, de ser necesario —dijo Langhorne—. ¿Se da cuenta ella de que esto podría durar muchos años?

—Sí —contestó Josh—, y ésa es una de las razones por las que quiere tantear las posibilidades de llegar a un acuerdo.

Ya estaban haciendo progresos.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Wally Bright.

Era difícil responder a eso. A un lado de la mesa había once mil millones de dólares. Los impuestos de sucesión se llevarían más de la mitad, de modo que quedarían unos cinco mil. Al otro estaban los herederos Phelan, todos ellos sin blanca, a excepción de Ramble. ¿Quién lanzaría la primera cifra? ¿Diez millones por heredero? ¿Cien?

Josh lo tenía todo planeado.

—Vamos a empezar por el testamento —dijo—. Suponiendo que se considere válido, en él se estipula con toda claridad que cualquier heredero que lo impugne se verá privado de la cantidad que se le haya legado. Lo cual se aplica a sus clientes. Por consiguiente, empiezan ustedes desde cero. A continuación, el testamento deja a cada uno de sus clientes una suma de dinero equivalente a la de las deudas que éstos tuvieran contraídas al día de la muerte del señor Phelan. —Tomó otra hoja de papel y la estudió un momento—. Según lo que hemos averiguado hasta ahora, Ramble Phelan aún no tiene deudas. Geena Phelan Strong tenía, el 9 de diciembre, unas deudas por valor de cuatrocientos veinte mil dólares. Libbigail y Spike debían unos ochenta mil dólares. Mary Ross y su esposo adeudaban novecientos mil. Troy junior había cancelado casi todas sus deudas en sucesivas bancarrotas, pero aún debía ciento treinta mil dólares. Rex, como sabemos, se lleva la palma. Él y su encantadora esposa Amber debían, el 9 de diciembre, un total de siete millones seiscientos mil dólares. ¿Tienen ustedes algo que objetar a estas cifras?

Nadie tenía nada que objetar. Las cantidades eran correctas, pero la suma que a ellos les interesaba era la otra.

—Nate O’Riley ha estado en contacto con su cliente. Para resolver este asunto, ella ofrecerá a cada uno de los seis herederos diez millones de dólares.

Los abogados jamás habían calculado y garabateado tan rápido. Hark tenía tres clientes; el diecisiete y medio por ciento significaba unos honorarios de cinco millones doscientos cincuenta mil dólares. Geena y Cody habían acordado con Langhorne un veinte por ciento, lo que suponía que su pequeño bufete cobraría dos millones de dólares. Y lo mismo cobraría Yancy con la aprobación del juez, pues Ramble aún era menor de edad. Y Wally Bright, un picapleitos que se ganaba miserablemente la vida anunciando divorcios rápidos en las paradas de los autobuses, cobraría la mitad de los diez millones de dólares en virtud del exorbitante contrato que había suscrito con Libbigail y Spike.

Wally, precisamente, fue el primero en reaccionar. A pesar de que se le había paralizado el corazón y apenas podía respirar, consiguió decir con cierto descaro:

—No es posible que mi cliente se conforme con menos de cincuenta millones.

Los demás sacudieron la cabeza y fruncieron el entrecejo, fingiendo hacerle ascos a la miserable suma que se les ofrecía, a pesar de que ya estaban gastándose mentalmente el dinero.

Wally Bright ni siquiera sabía con cuántos ceros se escribía cincuenta millones, pero soltó la cifra tal como hubiera podido hacer un ricacho de Las Vegas.

Habían acordado que, en caso de que se hablara de dinero, no bajarían de los cincuenta millones por heredero. Todo les había sonado muy bien antes de la reunión, pero ahora los diez millones que se habían puesto sobre la mesa les parecían estupendamente bien.

—Eso equivale, más o menos, a un uno por ciento de la herencia —observó Hark.

—Puede usted considerarlo así —convino Josh—. De hecho, puede considerarse de muchas maneras, pero yo prefiero empezar desde cero, que es donde están ustedes ahora, e ir subiendo en lugar de empezar desde la herencia e ir bajando.

Josh, sin embargo, también quería ganarse su confianza. Dejó que se pasaran un rato barajando cifras, y después añadió:

—Miren, yo, si representara a uno de los herederos, no me conformaría con los diez millones.

Dieron un respingo y prestaron atención.

—Rachel Lane no es ambiciosa. Creo que Nate O’Riley podría convencerla de que acordara ceder veinte millones por heredero. Los honorarios se duplicarían; eso significaba más de diez millones para Hark y cuatro millones para Yancy y Langhorne. En cuanto al pobre Wally, que ahora cobraría diez, experimentó un repentino ataque de diarrea y pidió permiso para abandonar la reunión.

Nate estaba ocupado pintando alegremente los adornos de una puerta cuando sonó su teléfono móvil. Josh lo obligaba a tener a mano el maldito trasto.

—Si es para mí, anota el número —dijo Phil, que estaba midiendo un complicado rincón para el siguiente trozo de fibra prensada. Era Josh.

—No ha podido ir mejor —anunció—. Me he plantado en veinte millones, ellos quieren cincuenta.

—¿Cincuenta? —preguntó Nate sin poder creerlo.

—Sí, pero ya se están gastando el dinero. Apuesto a que ahora mismo por lo menos dos de ellos están en el concesionario de la Mercedes.

—¿Quién se lo gastará más rápido, los abogados o los clientes? —Supongo que los abogados. Oye, acabo de hablar con Wycliff. La reunión será el miércoles a las tres de la tarde, en su despacho. Creo que para entonces ya lo tendremos todo arreglado.

—Lo estoy deseando —dijo Nate, y cortó la comunicación. Había llegado el momento de la pausa para el café. Él y Phil se sentaron en el suelo con la espalda apoyada contra la pared, tomando café caliente con leche.

—¿Querían cincuenta? —preguntó Phil, que ya estaba al corriente de todos los detalles.

Solos en el sótano, ambos apenas tenían secretos el uno para el otro. La conversación era más importante que los progresos en el trabajo. Phil era clérigo; Nate, abogado. Todo lo que ambos decían estaba protegido por una especie de privilegio confidencial.

—Es una bonita suma para empezar —dijo Nate—; pero se conformarán con mucho menos.

—¿Espera usted llegar a un acuerdo?

—Pues claro. El miércoles nos reuniremos con el juez, que ejercerá más presión. Para entonces, los abogados y sus clientes ya estarán contando el dinero.

—Entonces, ¿cuándo se marcha?

—Supongo que el viernes. ¿Quiere venir?

—No me lo puedo permitir.

—Pues claro que puede. Mi cliente pagará la factura. Será mi director espiritual durante el viaje. El dinero no constituye un problema.

—No estaría bien.

—Vamos, Phil. Le enseñaré el Pantanal. Conocerá a mis amigos Jevy y Welly. Daremos un paseo en barca.

—Por lo que me ha contado, no se trata de un paseo muy agradable.

—No es peligroso. Hay mucho turismo en el Pantanal. Es una gran reserva ecológica. Hablo en serio, Phil, si le interesa, puedo arreglarlo.

—Me falta el pasaporte —dijo Phil, tomando un sorbo de café—, y, además, tengo muchas cosas que hacer aquí. —Nate estaría ausente una semana y a él le gustaba la idea de que el sótano tuviera el mismo aspecto cuando Nate regresara—. La señora Sinclair morirá cualquier día de éstos —añadió serenamente Phil—. No puedo irme.

La iglesia llevaba por lo menos un mes aguardando el fallecimiento de la señora Sinclair. Phil temía el viaje a Baltimore. Nate sabía que por nada del mundo habría abandonado el país.

—De modo que volverá a verla —dijo Phil.

—Pues sí.

—¿Le hace ilusión la idea?

—No lo sé. Me apetece verla, pero no estoy seguro de que ella quiera verme a mí. Es muy feliz y no quiere saber nada de este mundo. No le gustará que vuelva a hablarle de cuestiones legales.

—Entonces, ¿por qué va?

—Porque no hay nada que perder. Si vuelve a rechazar el dinero, estaremos en la misma situación que ahora. La otra parte se quedará con todo.

—Y eso sería un desastre.

—Sí. Difícilmente podría encontrarse a un grupo de personas menos capacitado que los herederos Phelan para manejar elevadas sumas de dinero. El dinero los matará.

—¿Y eso no se lo puede explicar a Rachel?

—Lo he intentado, pero no le interesa saberlo.

—O sea, que no va a cambiar de idea.

—No. Jamás.

—¿Y el viaje a Brasil será una pérdida de tiempo?

—Me temo que sí; pero al menos lo intentaremos.