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Daniel, su hijo mayor, insistió en reunirse con él en un pub. Nate encontró el local, situado a dos manzanas del campus, cuando ya había anochecido, en una calle llena de bares y clubes. La música, los anuncios luminosos de cervezas, las estudiantes que gritaban desde la otra acera…, por desgracia, todo aquello le resultaba muy familiar. Era como Georgetown hacía apenas unos meses, pero ya no lo atraía. Un año atrás, él hubiera contestado a los gritos de las chicas y las hubiera perseguido de bar en bar, creyendo que aún tenía veinte años y podía pasarse toda la noche de juerga.

Daniel lo esperaba en un estrecho reservado en compañía de una chica. En la mesa había dos botellas de cuello largo. Padre e hijo se estrecharon la mano porque un gesto más afectuoso hubiera hecho que el segundo se sintiera incómodo.

—Ésta es Stef —dijo Daniel, presentando a la chica—. Trabaja como modelo —se apresuró a añadir para hacerle comprender al viejo que no estaba saliendo con cualquier mujer.

Por una extraña razón, Nate había abrigado la esperanza de pasar unas cuantas horas a solas con su hijo. Pero no podría ser. Lo primero que le llamó la atención de Stef fue su pintalabios de color gris, aplicado sobre una boca carnosa en la que se dibujaba una sonrisa forzada.

Ciertamente, la chica era lo bastante corriente y delgada para ser modelo. Sus brazos parecían palos de escoba, y sus piernas, aunque Nate no podía verlas, debían de ser largas y flacas, con sendos tatuajes en los tobillos.

A Nate le resultó desagradable de inmediato, y por algún motivo intuyó que se trataba de un sentimiento mutuo. Era imposible saber lo que Daniel le había contado acerca de él.

Daniel había terminado sus estudios en Grinnell el año anterior y había pasado el verano en India. Nate hacía tres meses que no lo veía. No había asistido a su fiesta de graduación y ni siquiera le había enviado una carta, un regalo o lo había llamado para felicitarlo. La tensión en torno a la mesa era evidente, y la modelo no paraba de fumar y mirar a Nate con rostro inexpresivo.

—¿Quieres una cerveza? —le preguntó Daniel cuando se acercó un camarero; se trataba de un golpe bajo cuya intención era infligir el mayor dolor posible.

—No; sólo agua —respondió Nate.

Daniel hizo el pedido al camarero y luego dijo:

—¿Sigues tratando de dejarlo?

—Siempre —repuso Nate con una sonrisa, procurando esquivar los golpes.

—¿No has tenido ninguna recaída desde el último verano?

—No. Pero me interesaría hablar de otro tema.

—Dan me ha dicho que has estado en un centro de desintoxicación —intervino Stef, soltando el humo por la nariz.

A Nate le sorprendió que fuese capaz de pronunciar una frase completa. Hablaba lentamente y su voz era tan cavernosa como las cuencas de sus ojos.

—Varias veces —contestó Nate—. ¿Qué más te ha contado de mí?

—Yo también he estado en una —admitió ella—, pero sólo una vez. —Parecía orgullosa de su hazaña, aunque algo triste por su falta de experiencia. Delante de ella había dos botellas de cerveza vacías.

—Qué bien —dijo Nate, como si no le diese importancia. No pretendía mostrarse simpático con ella, y, además, en un par de meses estaría colgada del brazo de otro hombre. Volvió la mirada hacia Daniel, y le preguntó—: ¿Cómo van los estudios?

—¿Qué estudios?

—Los de posgrado.

—Lo he dejado.

Su voz sonó áspera. Detrás de aquellas palabras se adivinaba una gran presión. Nate se mostró interesado por el abandono de los estudios; no sabía muy bien cómo ni por qué. Le sirvieron el agua.

—¿Ya habéis cenado?

Stef evitaba la comida y Daniel no tenía apetito. En cambio, Nate se moría de hambre, pero no quería comer solo. Miró alrededor. En otro rincón alguien estaba fumándose un porro. Era un local pequeño y ruidoso de los que tanto le habían gustado en tiempos no muy lejanos.

Daniel encendió otro cigarrillo, un Camel sin filtro, los más cancerígenos del mercado, y arrojó una bocanada de denso humo hacia la barata araña de cristal del anuncio de una marca de cerveza que colgaba por encima de ellos. Estaba enfadado y tenso.

La presencia de la chica obedecía a dos razones: impedir las palabras duras y, tal vez, una pelea. Nate sospechaba que su hijo estaba sin blanca y que deseaba echarle en cara su escaso apoyo pero no se atrevía a hacerlo, pues sabía que el viejo era frágil y tendía a enfurecerse y perder los estribos. Stef lo obligaría a refrenar su cólera y su lenguaje.

La segunda razón era hacer que la reunión fuera lo más breve posible.

Nate tardó unos quince minutos en comprenderlo.

—¿Cómo está tu madre? —preguntó.

Daniel trató de sonreír.

—Bien. La vi por Navidad. Tú te habías ido.

—Estaba en Brasil.

Pasó una estudiante enfundada en unos tejanos muy ceñidos. Stef la estudió de arriba abajo y, al final, sus ojos cobraron un poco de vida. La chica estaba todavía más delgada que ella. ¿Cómo era posible que la demacración se hubiera puesto tan de moda?

—¿Qué hay en Brasil? —preguntó Daniel.

—Un cliente —respondió Nate, que ya estaba cansado de contar su aventura.

—Mamá dice que tienes no sé qué problema con Hacienda.

—Estoy seguro de que eso a tu madre debe de encantarle.

—Supongo. No me pareció que le preocupase demasiado. ¿Te meterán en la cárcel?

—No. ¿Podríamos cambiar de tema?

—Ahí está lo malo, papá. No hay ningún otro tema, sólo el pasado, y allí no podemos regresar.

Stef, el árbitro, puso los ojos en blanco y miró a Daniel como diciendo: «Ya basta».

—¿Por qué dejaste los estudios? —preguntó Nate, deseando que todo aquello terminara de una vez.

—Era muy aburrido, entre otros motivos.

—Se le terminó el dinero —intervino Stef, dirigiéndole a Nate su mejor mirada inexpresiva.

—¿Es eso cierto? —preguntó Nate.

—Es un motivo, ¿no?

El primer impulso de Nate fue sacar el talonario de cheques y resolver los problemas del muchacho. Era lo que siempre había hecho. La paternidad había sido para él un largo viaje de compras. Si no puedes venir, envía el dinero. Pero ahora Daniel tenía veintitrés años, era universitario, andaba por ahí con gente como la señorita Bulimia y ya era hora de que se hundiese o nadara por su cuenta.

Y el talonario de cheques ya no era el de antes.

—Para ti al menos lo es —repuso—. Ponte a trabajar durante un tiempo. Te hará valorar más los estudios.

Stef no se mostró de acuerdo. Tenía dos amigos que habían abandonado los estudios y prácticamente habían desaparecido de la faz de la tierra. Mientras ésta seguía parloteando, Daniel se retiró a su rincón del reservado y apuró su tercera botella. Nate podría haberle soltado toda suerte de sermones sobre el alcohol, pero sabía que hubiesen sonado muy falsos.

Tras tomarse cuatro cervezas, Stef ya estaba borracha y Nate no tenía nada más que decir. Garabateó su número de teléfono de St. Michaels en una servilleta y se lo entregó a Daniel.

—Aquí estaré en los próximos dos meses. Llámame si me necesitas.

—Hasta luego, papá —dijo Daniel.

—Cuídate.

Nate salió al gélido aire de la calle y echó a andar en dirección al lago Michigan.

Dos días más tarde estaba en Pittsburgh para su tercera y última cita, que finalmente no se produjo. Había hablado un par de veces con Kaitlin, la hija de su primer matrimonio, que tenía que reunirse para cenar con él a las siete y media de la tarde, delante del restaurante del vestíbulo de su hotel. Su apartamento se encontraba a veinte minutos de distancia. A las ocho y media lo llamó para decirle que una amiga suya había sufrido un accidente de tráfico y ella estaba en el hospital; la situación no era buena.

Nate le propuso que almorzasen juntos al día siguiente. Kaitlin contestó que no sería posible porque la amiga había sufrido una herida en la cabeza, estaba conectada a un pulmón artificial y ella tenía previsto quedarse en el hospital hasta que saliera de peligro. Al advertir que su hija estaba en plena retirada, Nate le preguntó dónde estaba el hospital. Ella contestó que no lo sabía, después que no estaba segura y, finalmente, tras pensárselo mejor, le dijo que no sería oportuno que la visitara porque ella no podía apartarse de la cama de su amiga.

Nate cenó en una mesita de su habitación junto a la ventana, desde la que se veía el centro de la ciudad. Comió sin apetito, pensando en todas las posibles razones por las cuales su hija no quería verlo. ¿Un aro en la nariz? ¿Un tatuaje en la frente? ¿Sería miembro de una secta e iría por ahí con la cabeza rapada? ¿Habría engordado cincuenta kilos o adelgazado veinticinco? ¿Estaría embarazada?

Trató de responsabilizarla de lo ocurrido para no verse obligado a enfrentarse con la verdad. ¿Tanto lo odiaba su hija?

En la soledad de la habitación del hotel, en una ciudad donde no conocía a nadie, era fácil compadecerse de sí mismo y sufrir una vez más por los errores del pasado.

Tomó el teléfono y puso manos a la obra. Llamó al padre Phil para averiguar qué tal iban las cosas en St. Michaels. Phil había tenido la gripe y, como en el sótano de la iglesia hacía mucho frío, Laura no le permitía que bajase. Estupendo, pensó Nate. A pesar de las múltiples incertidumbres que se interponían en su camino, la única constante, por lo menos en un futuro próximo, sería la promesa de un trabajo seguro en el sótano de la iglesia de la Trinidad.

Llamó a Sergio para su sesión semanal de motivación. Los demonios estaban muy bien controlados y él se sentía asombrosamente dueño de la situación. En la habitación del hotel había un minibar, pero ni se le había ocurrido acercarse a él.

Telefoneó a Salem y mantuvo una agradable conversación con Angela y Austin. Le parecía muy curioso que los pequeños quisieran hablar con él y los mayores no.

Llamó a Josh, que se encontraba en su despacho del sótano, pensando en el embrollo del caso Phelan.

—Tienes que regresar a casa, Nate —dijo Josh—. Se me ha ocurrido un plan.