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La declaración de Nicolette, la secretaria, duró ocho minutos. Facilitó su nombre y dirección y su breve historial profesional. Los abogados de los hermanos Phelan se acomodaron en los asientos del otro lado de la mesa, disponiéndose a escuchar los detalles de sus aventuras sexuales con el señor Phelan. Nicolette tenía veintitrés años y muy pocas cualidades, aparte de una esbelta figura, unos bonitos pechos y un agraciado rostro enmarcado por un cabello dorado rojizo. Estaban deseando oírla hablar unas cuantas horas sobre sexo.

Yendo directamente al grano, Nate le preguntó:

—¿Se acostó usted alguna vez con el señor Phelan?

Nicolette fingió avergonzarse, pero contestó que sí.

—¿Cuántas veces?

—No las conté.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Generalmente, diez minutos.

—No, me refería a la duración de la relación.

—Bien, pues sólo trabajé allí cinco meses.

—Unas veinte semanas, aproximadamente. Por término medio, ¿cuántas veces a la semana mantenía usted relaciones sexuales con el señor Phelan?

—Creo que unas dos.

—Eso da unas cuarenta veces en total.

—Supongo que sí. Parece mucho, ¿verdad?

—A mí no me lo parece. ¿Se quitaba la ropa el señor Phelan cuando lo hacían?

—Pues claro. Los dos nos la quitábamos.

—O sea, que él se quedaba completamente desnudo.

—Sí.

—¿Tenía alguna marca visible en el cuerpo?

Cuando los testigos se inventan mentiras, suelen olvidar las cuestiones más obvias. Y lo mismo les ocurre a sus abogados. Se obsesionan tanto con el engaño que siempre se les pasa por alto algún detalle. Hark y sus chicos tenían acceso a las esposas de Phelan —Lillian, Jame y Tira— y cualquiera de ellas hubiera podido revelarles que Troy tenía un par de manchas redondas de color morado del tamaño de un dólar de plata en la parte superior de la pierna derecha, cerca de la cadera, justo por debajo de la cintura.

—Que yo recuerde, no —contestó Nicolette.

La respuesta sorprendió y a la vez no sorprendió a Nate. Podía haber creído fácilmente que Troy follaba con su secretaria, porque era algo que él mismo había hecho durante décadas, y con la misma facilidad hubiera podido creer que Nicolette mentía.

—¿No tenía ninguna mancha, marca o lunar visible? —volvió a preguntar Nate.

—No.

Los abogados de los Phelan se asustaron. ¿Sería posible que otro testigo estrella estuviera desmoronándose delante de sus propios ojos?

—No haré más preguntas —dijo Nate, y abandonó la sala para tomarse otro café.

Nicolette miró a los abogados, que mantenían la vista fija en la mesa, preguntándose dónde estaría exactamente la mancha. Cuando la testigo se retiró, Nate empujó sobre la mesa en dirección a sus perplejos enemigos una fotografía de la autopsia. No dijo una sola palabra, ni falta que hacía.

El viejo Troy descansaba sobre la mesa de mármol, convertido en un pedazo de arrugada y magullada carne en la que resultaba claramente visible una mancha roja.

Se pasaron el resto del miércoles y todo el jueves con los tres nuevos psiquiatras contratados para que dijeran que los tres anteriores no sabían lo que hacían. Su declaración fue previsible y reiterativa: las personas cuerdas no se arrojan al vacío.

En conjunto eran menos prestigiosos que Flowe, Zadel y Theishen. Dos de ellos ya estaban jubilados y se sacaban unos honorarios adicionales actuando como testigos expertos; el tercero era profesor en un masificado centro de enseñanza universitaria en el que se impartían cursos de dos años, y el cuarto se ganaba miserablemente la vida en un pequeño consultorio de los suburbios.

Pero no se les pagaba para que su presencia causara impresión, sino sencillamente para que enturbiaran las aguas. Se sabía que Troy Phelan era excéntrico y caprichoso. Cuatro expertos sostenían que carecía de capacidad mental para testar; tres, que estaba perfectamente capacitado. Se trataba de embrollar y enredar la situación en la esperanza de que algún día los que defendían la validez del testamento se cansaran y decidiesen llegar a un acto de conciliación. En caso contrario, un jurado de profanos tendría que examinar la jerga médica y tratar de desentrañar el sentido de las opiniones en conflicto.

Los nuevos psiquiatras estaban cobrando unas elevadas cantidades por mantener su criterio y Nate ni siquiera intentó inducirlos a que lo modificaran. Había recibido declaraciones de muchos médicos y se guardaba mucho de discutir con ellos acerca de cuestiones relacionadas con la medicina. En su lugar, prefirió centrarse en sus méritos y su experiencia. Les pasó el video y les pidió que criticaran las opiniones de sus tres colegas. Cuando el jueves por la tarde se levantó la sesión, ya se habían completado quince declaraciones. Otra tanda estaba programada para finales de marzo. Wycliff tenía previsto celebrar el juicio a mediados de julio. Entonces volverían a declarar los mismos testigos, pero en una sala de justicia a puerta abierta en presencia de un público y de un jurado cuyos miembros sopesarían todas y cada una de sus palabras.

Nate huyó de la ciudad. Se dirigió hacia el oeste cruzando Virginia y al sur a través del valle de Shenandoah. Estaba mentalmente agotado tras pasarse nueve días escarbando con dureza en la vida íntima de otras personas. En un indeterminado momento de su existencia, empujado por su trabajo y sus adicciones, había perdido la honradez y la vergüenza. Había aprendido a mentir, engañar, esconderse, importunar y atacar a inocentes testigos sin el menor remordimiento; pero, en el silencio de su automóvil y en medio de la oscuridad de la noche, se avergonzó. Se compadeció de los hermanos Phelan. Se compadeció de Snead, un triste hombrecillo que sólo intentaba sobrevivir, y se arrepintió de haber atacado con tanta crueldad a los nuevos psiquiatras.

Había recuperado la capacidad de avergonzarse, y se enorgullecía y alegraba de que así fuera. Era un ser humano, aunque no lo pareciera. A medianoche se detuvo en un motel barato cerca de Knoxville. Estaban cayendo fuertes nevadas en el Medio Oeste, en Kansas y en lowa. Tendido en la cama con un mapa, trazó un itinerario a través del suroeste.

La segunda noche durmió en Shawnee, Oklahoma; la tercera, en Kingman, Arizona; la cuarta, en Redding, California.

Los hijos de su segundo matrimonio eran Austin y Angela, de doce y once años respectivamente, y estaban en séptimo y sexto curso de primaria. Llevaba sin verlos desde el mes de julio, tres semanas antes de su última caída. Los había acompañado a ver el partido de los Orioles y la agradable salida se había convertido más tarde en una desagradable escena. Durante el partido se bebió seis cervezas —los niños las contaron porque su madre les había dicho que lo hicieran— y después se pasó dos horas al volante desde Baltimore a Arlington bajo los efectos del alcohol.

Por aquellas fechas los niños iban a trasladarse a vivir a Oregón con su madre, Christi, y el segundo marido de ésta, Theo. El partido sería la última visita que Nate les haría a sus hijos por un tiempo, pero, en lugar de aprovechar bien el día, se había emborrachado. Discutió con su ex mujer en el sendero de entrada de la casa en presencia de los niños, que por desgracia ya estaban acostumbrados a aquellas escenas. Theo lo había amenazado con una escoba. Nate despertó en su automóvil, aparcado en la zona reservada a minusválidos de un McDonald’s, con un paquete de seis botellas de cerveza vacías en el asiento.

Cuando él y Christi se habían conocido catorce años atrás, ella era la directora de una escuela privada en Potomac. Formaba parte de un jurado, y él era uno de los abogados. Cuando el segundo día del juicio ella se presentó con una minifalda negra, el litigio quedó prácticamente interrumpido. Su primera cita ocurrió una semana más tarde. Nate se pasó tres años sin probar la bebida, justo el tiempo suficiente para volver a casarse y tener dos hijos. Cuando el dique empezó a agrietarse, Christi se asustó y quiso escapar, y cuando se rompió huyó con los niños y tardó un año en regresar. El matrimonio duró diez caóticos años.

Christi trabajaba en una escuela de Salem y Theo pertenecía a un pequeño bufete jurídico de allí. Nate no podía reprocharles que hubiesen huido de Washington, pues siempre había creído que los había obligado a hacerlo.

Llamó a la escuela desde su automóvil cuando ya se encontraba cerca de Medford, a cuatro horas de camino, y tuvo que esperar cinco minutos; justo el tiempo, estaba seguro, de que ella cerrara la puerta y ordenara sus pensamientos.

—Sí —dijo finalmente su ex esposa.

—Christi, soy yo, Nate.

Se sintió ligeramente ridículo por el hecho de tener que identificarse ante una mujer con quien había convivido diez años.

—¿Dónde estás? —preguntó ella, como si se hallara a punto de sufrir un ataque.

—Cerca de Medford.

—¿En Oregón?

—Sí. Me gustaría ver a los niños.

—Muy bien, ¿cuándo?

—Esta noche, mañana, no tengo prisa. Llevo unos cuantos días en la carretera, recorriendo simplemente el país. No sigo ningún itinerario determinado.

—Pues claro, Nate, creo que podría arreglarse; pero los niños están muy ocupados, ¿sabes?, la escuela, las clases de ballet, el fútbol…

—¿Cómo se encuentran?

—Muy bien. Gracias por preguntarlo.

—¿Y tú? ¿Qué tal te va la vida?

—Estoy bien. Nos encanta Oregón.

—Yo también estoy bien. Me he recuperado y soy abstemio, Christi, hablo en serio. Me he librado por completo de la bebida y las drogas. Creo que voy a dejar el ejercicio de la abogacía, pero estoy francamente bien.

Christi pensó que lo mismo le había dicho otras veces.

—Me parece muy bien, Nate —repuso con recelo.

Acordaron cenar juntos al día siguiente, con tiempo de sobra para que ella pudiese preparar a los niños, arreglar la casa y dejar que Theo decidiera el papel que iba a interpretar. Con tiempo suficiente para ensayar y planear las salidas.

—No seré un estorbo —prometió Nate antes de colgar.

Theo decidió quedarse a trabajar hasta tarde y no participar en la reunión. Nate abrazó con fuerza a Angela y se limitó a estrecharle la mano a Austin. Lo único que se había jurado no hacer era comentar con entusiasmo lo mucho que habían crecido. Christi se quedó una hora en su dormitorio mientras él se reencontraba con los niños.

Nate no pensaba deshacerse en disculpas por cosas que no podían cambiarse. Los tres se sentaron en el suelo del estudio y hablaron de la escuela, de las clases de ballet y de fútbol. Salem era una bonita ciudad, mucho más pequeña que el distrito de Columbia, y los niños se habían adaptado muy bien, tenían muchos amigos, iban a una escuela estupenda y sus profesores eran muy simpáticos.

La cena consistió en espaguetis y ensalada, y duró una hora. Nate contó historias de la selva de Brasil y describió su viaje en busca de una cliente perdida. Estaba claro que Christi no había leído los periódicos apropiados, pues no tenía ni idea del caso Phelan.

A las siete en punto, Nate anunció que se marchaba. Los niños tenían que hacer los deberes y se levantaban muy temprano para ir a la escuela.

—Mañana tengo un partido de fútbol, papá —dijo Austin.

Nate sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Nadie lo llamaba «papá» desde hacía muchísimo tiempo.

—Jugarán en la escuela —dijo Angela—. ¿Podrás ir?

La pequeña ex familia vivió unos momentos embarazosos mientras todos se miraban mutuamente en silencio. Nate no sabía qué responder.

Christi resolvió la cuestión diciendo:

—Yo iré. Así podremos charlar un rato.

—Pues claro que iré —contestó Nate.

Los niños lo abrazaron cuando se fue. Mientras se alejaba en su automóvil, Nate sospechó que Christi quería verlo dos días seguidos para examinarle los ojos. Ella conocía las señales.

Nate se quedó tres días en Salem. Presenció el partido de fútbol y se sintió orgulloso de su hijo. Lo invitaron de nuevo a cenar, pero él impuso como condición que Theo también participara. Almorzó con Angela y sus amigos en la escuela.

Al cabo de tres días, llegó el momento de la partida. Los niños tenían que regresar a su rutina sin las complicaciones que la presencia de su padre planteaba. Christi estaba un poco cansada de fingir que jamás había ocurrido nada entre ellos, y Nate se estaba acostumbrando a la compañía de sus hijos. Prometió llamarlos, mantenerse en contacto por correo electrónico y volver a verlos muy pronto.

Se fue de Salem con el corazón destrozado. ¿Cómo era posible que hubiera caído tan bajo para perder a una familia tan maravillosa como aquélla? Casi no recordaba nada de la primera infancia de sus hijos, ni juegos escolares, ni disfraces en la noche de Halloween, ni mañanas de Navidad, ni visitas al centro comercial. Ahora sus hijos ya habían crecido y estaba educándolos otro hombre.

Giró hacia el este y se dejó llevar por el tráfico.

Mientras Nate cruzaba serpeando el estado de Montana sin poder quitarse a Rachel de la cabeza, Hark Gettys presentó un recurso en el que solicitaba la no admisión de la respuesta de Rachel a la impugnación del testamento. Sus motivos eran obvios y apoyaba su ataque con un informe de veinte páginas de extensión en el que llevaba un mes trabajando. Estaban a 7 de marzo, Troy Phelan había muerto hacía tres meses, Nate O’Riley había entrado en el asunto hacía menos de dos, y ya llevaban casi tres semanas trabajando en la presentación de las pruebas, faltaban cuatro meses para el juicio y el tribunal aún no tenía jurisdicción sobre Rachel Lane. Su firma no figuraba en ningún documento del expediente oficial del tribunal.

Hark la llamaba «la parte fantasma». Él y los demás impugnadores estaban litigando contra una sombra. Si la mujer tenía que heredar once mil millones de dólares, lo menos que podía hacer era firmar una renuncia de comparecencia y cumplir con la ley. Si se había tomado la molestia de contratar a un abogado, bien podía someterse a la jurisdicción del tribunal.

El paso del tiempo estaba beneficiando enormemente a los herederos, por más que a éstos les costara tener paciencia mientras soñaban con la riqueza que les aguardaba. Cada semana que pasaba sin que hubiera noticias de Rachel Lane era una demostración más de que a ésta no le interesaba la causa. En sus reuniones de los viernes por la mañana los abogados de los Phelan analizaban todo lo ocurrido durante la declaración de los testigos, hablaban de sus clientes y preparaban la estrategia del juicio; pero, sobre todo, hacían conjeturas acerca de la razón por la cual Rachel Lane aún no se había presentado, y abrigaban la ridícula esperanza de que no quisiera el dinero. Era una idea absurda que, sin embargo, afloraba a la superficie todos los viernes.

Las semanas estaban convirtiéndose en meses, y la ganadora de la lotería seguía sin reclamar el premio.

Había otra razón de peso para ejercer presión sobre los defensores de la validez del testamento de Troy Phelan. Su nombre era Snead. Hark, Yancy, Bright y Langhorne habían presenciado el vídeo de la declaración de su testigo estelar hasta aprendérsela de memoria y no confiaban demasiado en que éste consiguiese influir en el ánimo de los miembros del jurado. Nate O’Riley lo había puesto en ridículo, y eso que sólo se trataba de una declaración. Ya se imaginaban lo afilados que estarían los puñales en presencia de un jurado formado por personas de la clase media que se las veían y deseaban para pagar las facturas a fin de mes. Snead se embolsaría medio millón por soltar su historia, pero costaría mucho venderla.

El problema que planteaba Snead estaba muy claro. Era un mentiroso, y a los mentirosos se les solía atrapar en los juicios. Tras los errores que había cometido durante la declaración, los abogados temían presentarlo ante un jurado, pues en caso de que se descubriera un par de mentiras más, perderían el juicio.

En cuanto a Nicolette, la mancha del viejo la había invalidado como testigo.

Por si fuera poco, sus clientes no resultaban especialmente simpáticos. Con la excepción de Ramble, que era el que más temor les inspiraba, todos los demás habían recibido cinco millones de dólares para echar a andar por la vida. Ningún miembro del jurado ganaría semejante cantidad en toda su existencia.

Los hijos de Troy podrían quejarse todo lo que quisieran de la ausencia de su padre, pero la mitad de los miembros del jurado procedería sin duda de hogares rotos. Sería muy difícil dirigir la batalla de los psiquiatras, el aspecto del juicio que más los preocupaba. Nate O’Riley llevaba más de veinte años machacando médicos en las salas de justicia. Aquellos cuatro sustitutos no podrían resistir sus brutales repreguntas.

Para evitar el juicio, tenían que llegar a un acto de conciliación, y para llegar a un acto de conciliación tenían que encontrar un fallo. La aparente falta de interés de Rachel Lane era más que suficiente, y constituiría sin duda su mejor baza.

Josh examinó con admiración el recurso de no admisión. Le encantaban las maniobras legales, los trucos y las tácticas, y cuando alguien, aunque fuera un adversario, lo hacía bien, él lo aplaudía en silencio.

Todo en la jugada de Hark era perfecto: la elección del momento, la exposición razonada, el informe espléndidamente argumentado. La posición de los impugnadores del testamento era muy débil, pero sus problemas no podían compararse con los de Nate. Él no tenía cliente y, junto con Josh, había conseguido ocultarlo durante dos meses, pero la estratagema ya había tocado a su fin.