En su calidad de atareado profesional de una gran ciudad, Nate jamás había sido iniciado en el ritual del permanecer sentado. En cambio, Phil era un consumado practicante. Cuando algún feligrés estaba enfermo, se esperaba de él que lo visitara y se sentara un rato con la familia. Si se producía alguna defunción, se sentaba con el cónyuge viudo. Si pasaba algún vecino, cualquiera que fuera la hora, él y Laura se sentaban a charlar con él. A veces, ambos practicaban el arte por su cuenta en el porche de su casa. Dos ancianos caballeros de su feligresía esperaban que Phil los visitase una vez a la semana y se sentara una hora mientras ellos dormitaban junto a la chimenea. La conversación era agradable, pero no imprescindible. Bastaba con tomar asiento y disfrutar del silencio.
Nate aprendió enseguida. Se sentaba con Phil en los peldaños de la entrada de la casa de los Stafford, ambos protegidos por gruesos jerséis y guantes, tomando cacao caliente preparado por Nate en el microondas. Contemplaban la bahía, el puerto y el mar agitado. De vez en cuando charlaban, pero la mayor parte del tiempo permanecían callados. Phil sabía que su amigo había pasado una mala semana. A esas alturas, Nate ya le había contado casi todos los detalles del embrollo de los Phelan. La suya era una relación confidencial.
—Tengo previsto hacer un viaje por carretera —anunció serenamente—. ¿Quiere venir?
—¿Adónde? —preguntó Phil.
—Necesito ver a mis hijos. Los dos pequeños, Austin y Angela, viven en Salem, Oregón. Probablemente iré allí primero. Mi hijo mayor es estudiante de posgrado en la Universidad del Noroeste en Evanston, y tengo una hija en Pittsburgh. Será una gira muy agradable.
—¿Cuánto durará?
—No hay prisa. Un par de semanas. Conduciré yo.
—¿Hace mucho que no los ve?
—A Daniel y Kaitlin, los hijos de mi primer matrimonio, más de un año, el pasado mes de julio llevé a los dos pequeños a ver un partido de los Orioles. Me emborraché y no recuerdo cómo regresé a Arlington.
—¿Los echa de menos?
—Supongo que sí. Sé muy poco de ellos.
—Trabajaba mucho.
—Es verdad, y bebía todavía más. Nunca estaba en casa. En las pocas ocasiones en que lograba escaparme, me iba a Las Vegas con los amigos, o a jugar al golf o a pescar a las Bahamas. Nunca llevaba a mis hijos conmigo.
—Eso ya no tiene remedio.
—No, desde luego. ¿Por qué no se viene conmigo? Podríamos pasarnos horas charlando.
—Gracias, pero no puedo. Por fin he conseguido dar un impulso a las obras del sótano. No quisiera perderlo.
Nate había visto el sótano aquel mismo día, y lo del impulso se notaba.
El único hijo de Phil era un vago de veintitantos años que no había terminado los estudios universitarios y se había largado a la Costa Oeste. A Laura se le había escapado decir que no tenían ni idea de dónde estaba el chico. Llevaba más de un año sin llamar a casa.
—¿Cree que el viaje será fructífero? —preguntó Phil.
—No sé muy bien qué esperar. Quiero abrazar a mis hijos y pedirles perdón por haber sido un mal padre, pero no sé de qué manera podría ayudarlos ahora.
—Yo que usted no lo haría. Ellos saben que ha sido un mal padre. El hecho de flagelarse no servirá de nada; pero es importante que esté con ellos y dé el primer paso para la construcción de unas nuevas relaciones.
—He fracasado terriblemente con mis hijos.
—No debe vapulearse de esa manera, Nate. Tiene derecho a olvidar el pasado. Dios lo ha olvidado. Pablo persiguió a los cristianos antes de convertirse en uno de ellos, y no se flageló por lo que había hecho antes. Todo está perdonado. Muéstreles a sus hijos lo que es ahora.
Una pequeña barca de pesca abandonó el puerto y se adentró en la bahía. Ambos la contemplaron extasiados. Nate pensó en Jevy y Welly, que estarían navegando por el río a bordo de una chalana cargada de mercancías mientras el rítmico golpeteo del motor diésel los iba empujando hacia las profundidades del Pantanal. Jevy debía de hallarse al timón y Welly rasgueando su guitarra. Todo el mundo estaba en paz.
Más tarde, mucho después de que Phil hubiera regresado a casa, Nate se sentó junto al fuego y empezó a escribir otra carta a Rachel. Era la tercera. La fechó, sábado 22 de febrero. «Querida Rachel —empezaba—. Acabo de pasar una desagradable semana con sus hermanos y hermanas».
Hablaba de ellos, empezando con Troy junior y terminando tres páginas después con Ramble. Comentaba con sinceridad sus defectos y los daños que se causarían a sí mismos y a otras personas en caso de que recibieran el dinero. Y se mostraba comprensivo con todos.
Enviaba un cheque por valor de cinco mil dólares a Tribus del Mundo para la compra de una embarcación, un motor y suministros médicos. Había mucho más en caso de que ella lo necesitara. Los intereses de su fortuna ascendían aproximadamente a dos millones de dólares diarios, le explicaba; por consiguiente, se podían hacer muchas cosas buenas con el dinero.
Hark Gettys y sus conspiradores legales cometieron un grave error al prescindir de los servicios de los doctores Flowe, Zadel y Theishen. Les habían echado una reprimenda, los habían ofendido y habían provocado daños irreparables.
El nuevo equipo de psiquiatras se basó en la declaración recientemente inventada de Snead para formular sus opiniones. En cambio, Flowe, Zadel y Theishen, no. Cuando Nate los interrogó el lunes, siguió el mismo guión con los tres. Empezó con Zadel y le mostró el video del examen del señor Phelan. Le preguntó si tenía algún motivo para cambiar de parecer. Como era de esperar, Zadel contestó que no. El video se había grabado antes del suicidio. La declaración, de cinco páginas de extensión, se había preparado apenas unas horas después a instancias de Hark y de los demás abogados de los Phelan. Nate le pidió a Zadel que leyera la declaración a la secretaria del juzgado.
—¿Tiene usted algún motivo para modificar alguna de las opiniones expuestas en aquella declaración? —preguntó Nate.
—No —respondió Zadel, mirando a Hark.
—Estamos a 26 de febrero, y han pasado más de dos meses del examen a que usted y sus colegas sometieron al señor Phelan. ¿Todavía cree que el señor Phelan estaba en pleno uso de sus facultades mentales y era capaz de redactar un testamento válido?
—Sí —contestó Zadel, sonriendo sin apartar los ojos de Hark. Flowe y Theishen también sonrieron, alegrándose de poder apretarles las tuercas a los abogados que los habían contratado y despedido. Nate les mostró el video a los tres, les hizo las mismas preguntas y recibió las mismas respuestas. Cada uno de ellos leyó su declaración para que constara en acta. La sesión se levantó a las cuatro de la tarde del lunes.
A las ocho y media en punto de la mañana del martes, Snead fue escoltado hasta la sala y conducido al estrado de los testigos. Vestía traje oscuro y corbata de pajarita, lo que le confería un inmerecido aire de intelectual. Los abogados habían elegido cuidadosamente su indumentaria. Llevaban tantas semanas moldeando y programando a Snead que el pobre hombre dudaba de que pudiera pronunciar una sola palabra sincera o espontánea. Todas las sílabas debían ser acertadas. Tenía que proyectar una imagen de confianza en sí mismo, evitando al mismo tiempo el menor atisbo de arrogancia. Él y sólo él definía la realidad, y era absolutamente indispensable que sus relatos resultaran creíbles.
Josh conocía a Snead desde hacía muchos años. Troy Phelan había manifestado a menudo su deseo de despedirlo. De los once testamentos que Josh había preparado para él, sólo uno mencionaba el nombre de Malcolm Snead y le otorgaba un millón de dólares, pero meses más tarde un nuevo testamento dejó sin efecto el anterior. Phelan había eliminado el nombre de Snead precisamente porque éste le había preguntado cuánto pensaba dejarle.
El interés de Snead por el dinero no era muy del agrado de su amo. Su nombre en la lista de testigos de los impugnadores sólo podía significar una cosa: dinero. Le pagaban para que declarara, y Josh lo sabía. Dos semanas de simple vigilancia habían revelado la existencia de un nuevo Range Rover, un apartamento en un edificio cuyos alquileres no bajaban de mil ochocientos dólares al mes y un viaje a Roma en primera clase.
Snead miró a la cámara con bastante aplomo. Se comportaba como si llevara un año mirándola. Se había pasado todo el sábado y la mitad del domingo en el despacho de Hark sometido a un duro interrogatorio. Había dedicado horas y horas a ver los videos. Había escrito docenas de páginas inventadas acerca de los últimos días de Troy Phelan, y había ensayado con Nicolette la patraña de la aventura sexual.
Snead estaba preparado. Los abogados habían previsto las preguntas acerca del dinero. En caso de que quisieran averiguar si le pagaban por declarar, Snead había sido aleccionado para que mintiera. Así de sencillo. No había vuelta de hoja. Tenía que mentir a propósito del medio millón de dólares que ya había cobrado y de la promesa de los cuatro millones y medio que iba a recibir cuando se produjera el acto de conciliación o cualquier otro resultado favorable, y tenía que mentir también en lo relativo a la existencia del contrato que había suscrito con los abogados. Si estaba mintiendo acerca del señor Phelan, también podía hacerlo en lo que al dinero se refería. Nate se presentó y de inmediato le preguntó, levantando un poco la voz:
—Señor Snead, ¿cuánto le pagan por declarar en este caso?
Los abogados de Snead habían pensado que la pregunta sería si le pagaban, no cuánto le pagaban. La respuesta que había ensayado Snead era un simple «¡No, por supuesto que no!», de modo que no pudo contestar con rapidez. El titubeo fue su perdición. Snead casi emitió un jadeo mientras miraba a Hark, quien permanecía rígido, con la mirada tan fija como la de un ciervo.
A Snead le habían advertido de que O’Riley estaba muy bien preparado y, cuando formulaba una pregunta, ya parecía conocer la respuesta. En el transcurso de los largos y dolorosos segundos que siguieron, Nate lo miró con ceño, ladeó la cabeza y tomó unos papeles.
—Vamos, señor Snead, sé que le pagan. ¿Cuánto?
Snead hizo sonar los nudillos con fuerza suficiente como para rompérselos mientras unas gotas de sudor asomaban entre las arrugas de su frente.
—Bueno… mmm… yo no…
—Vamos, señor Snead. ¿Se compró o no usted un Ranger Rover nuevo el mes pasado?
—Bueno, sí, en realidad…
—¿Y no se compró usted un apartamento de dos dormitorios en Palm Court?
—Sí.
—Y acaba de regresar de una estancia de diez días en Roma, ¿verdad?
—Sí.
¡Lo sabía todo! Los abogados de los hermanos Phelan se hundieron en sus asientos y agacharon la cabeza para que las balas que rebotaban no los alcanzasen.
—¡Dígame cuánto le pagan! —exigió Nate en tono perentorio—. ¡Y recuerde que está usted declarando bajo juramento!
—Quinientos mil dólares —soltó repentinamente Snead.
Nate lo miró con incredulidad e incluso abrió ligeramente la boca con expresión de asombro. Hasta la secretaria del juzgado se quedó de piedra.
Dos de los abogados de los Phelan soltaron un ligero suspiro de alivio. Por muy horrible que fuera el momento, podría haber sido infinitamente peor. ¿Y si a Snead le hubiera entrado más miedo del que ya tenía y hubiese revelado que en realidad le pagaban cinco millones?
Sin embargo, era muy poco consuelo. La mera noticia de que ellos le habían pagado a un testigo medio millón de dólares se les antojaba un golpe mortal para su causa.
Nate rebuscó entre sus papeles como si quisiera echar un vistazo a algún documento. Las palabras seguían resonando en los oídos de los presentes en la sala.
—¿Debo entender que ya ha cobrado el dinero? —preguntó.
Sin saber si tenía que mentir o decir la verdad, Snead se limitó a contestar:
—Sí.
Dejándose llevar por una corazonada, Nate inquirió:
—¿Medio millón ahora y cuánto después?
En su afán de soltar las mentiras que tenía ensayadas, Snead respondió:
—Nada.
Fue una negación despreocupada y verosímil. Los otros dos abogados de los Phelan respiraron aliviados.
—¿Está usted seguro? Nate estaba dando palos de ciego. Igual hubiera podido preguntarle a Snead si lo habían condenado por profanación de sepulturas. Era algo así como jugar a ver quién se apuntaba el mejor tanto, pero Snead se mantuvo firme.
—Pues claro que estoy seguro —contestó con la suficiente indignación para que sus palabras sonaran sinceras.
—¿Quién le pagó ese dinero?
—Los abogados de los herederos Phelan.
—¿Quién firmó el cheque?
—Me lo envió el banco, conformado.
—¿Insistió usted en que le pagaran a cambio de su declaración?
—Podría decirse que sí.
—¿Se presentó usted a ellos o ellos lo buscaron a usted?
—Me presenté yo.
—¿Y por qué lo hizo?
Por fortuna, estaban acercándose por fin a un terreno más firme. En la parte de la mesa correspondiente a los Phelan los ánimos empezaron a serenarse. Los abogados se pusieron a garabatear notas.
Snead cruzó las piernas bajo la mesa y frunció el entrecejo mirando a la cámara como si estuviera muy seguro de lo que decía.
—Porque yo estuve con el señor Phelan poco antes de su muerte y sabía que el pobre hombre había perdido el juicio.
—¿Desde cuándo lo había perdido?
—Desde buena mañana.
—¿Ya estaba loco cuando despertó?
—Cuando le serví el desayuno, no recordaba ni su propio nombre.
—¿Cómo lo llamó?
—De ninguna manera, se limitó a soltarme un gruñido.
Nate se apoyó en los codos sin prestar atención a los papeles que lo rodeaban. Aquello era un torneo y estaba pasándoselo bien. Sabía por dónde iba, pero el pobre Snead lo ignoraba.
—¿Lo vio usted arrojarse al vacío?
—Sí.
—¿Y caer?
—Sí.
—¿Y estrellarse contra el suelo?
—Sí.
—¿Estaba usted cerca de él cuando lo examinaron los tres psiquiatras?
—Sí.
—Eso fue hacia las dos y media de la tarde, ¿verdad?
—Sí, si no recuerdo mal.
—Y llevaba loco todo el día, ¿no es cierto?
—Por desgracia, sí.
—¿Cuánto tiempo hacía que trabajaba usted para el señor Phelan?
—Treinta años.
—Y lo sabía todo acerca de él, ¿verdad?
—Todo lo que puede saber una persona de otra.
—Imagino entonces que conocía usted a su abogado, el Sr. Stafford.
—Sí, lo había visto muchas veces.
—¿Confiaba el señor Phelan en él?
—Supongo que sí.
—Creía que usted lo sabía todo.
—Estoy seguro de que confiaba en el señor Stafford.
—¿Se hallaba el señor Stafford sentado al lado del señor Phelan durante el examen psiquiátrico a que se le sometió?
—Sí.
—¿Cuál era en su opinión el estado del Sr. Pelhan durante ese examen?
—No estaba en su sano juicio, no sabía ni quién era ni lo que él hacía, no se estaba recuperando muy bien.
—¿Está usted seguro?
—Sí.
—¿A quién se lo dijo?
—A nadie.
—¿Por qué no?
—No me correspondía a mí decir nada.
—¿Por qué no?
—Porque me habrían despedido. Parte de mi trabajo consistía en mantener la boca cerrada. Es lo que se llama discreción.
—Usted estaba al corriente de que el señor Phelan iba a firmar un testamento, en el que repartía su inmensa fortuna, ¿y aun así, sabiendo que había perdido el juicio, no le dijo nada a su abogado, el hombre en quien él confiaba?
—No me correspondía hacer tal cosa.
—¿El señor Phelan lo habría despedido?
—De inmediato.
—Pero ¿y después de que se hubiera arrojado al vacío? ¿A quién se lo dijo?
Snead respiró hondo y volvió a cruzar las piernas.
—Por respeto —contestó muy serio—. Consideraba que mi relación con el señor Phelan era de carácter confidencial.
—Hasta ahora. Hasta que le ofrecieron el medio millón de dólares, ¿verdad?
A Snead no se le ocurrió ninguna respuesta, y Nate no le dio la menor oportunidad.
—Está usted vendiendo no tan sólo su declaración, sino su relación confidencial con el señor Phelan, ¿no es cierto, señor Snead?
—Sólo trato de enderezar una injusticia.
—Qué noble propósito. ¿Lo haría si no le pagaran por ello?
—Sí —consiguió responder Snead.
Nate soltó una sonora carcajada sin apartar la mirada de Snead y volviéndose luego hacia los abogados de los Phelan. A continuación se levantó y empezó a rodear la mesa sin dejar de reírse para sus adentros.
—Menudo juicio —dijo, sentándose otra vez. Tras consultar unas notas, añadió—: El señor Phelan murió el 9 de diciembre. La lectura de su testamento tuvo lugar el 27 del mismo mes. En el transcurso de ese período, ¿le dijo usted a alguien que el señor Phelan no estaba en sus cabales en el momento de firmar el testamento?
—No.
—Claro. Esperó a que se leyera el testamento y, cuando vio que usted no estaba incluido en él, decidió presentarse a los abogados y cerrar un trato con ellos, ¿no es cierto, señor Snead?
—No —contestó el testigo, pero Nate no le hizo caso.
—¿Estaba el señor Phelan mentalmente enfermo?
—No soy un experto para responder a eso.
—Usted ha afirmado que había perdido el juicio; ¿puede decirse que de manera permanente?
—Iba y venía.
—¿Cuánto tiempo llevaba yendo y viniendo?
—Varios años.
—¿Cuántos?
—Puede que diez. Es un cálculo aproximado.
—En el transcurso de los últimos catorce años de su vida, el señor Phelan redactó once testamentos, en uno de los cuales le dejaba a usted un millón de dólares. ¿Se le ocurrió a usted entonces comentar con alguien que el señor Troy Phelan no estaba en sus cabales?
—No me correspondía a mí decirlo.
—¿Consultó alguna vez el señor Phelan a algún psiquiatra?
—Que yo sepa, no.
—¿Tuvo alguna vez trato mental?
—Que yo sepa, no.
—¿Le sugirió usted alguna vez que fuera a ver a un psiquiatra?
—No me correspondía a mí hacer semejantes sugerencias.
—Si lo hubiera encontrado usted tendido en el suelo víctima de un ataque, ¿le habría dicho a alguien que quizás el señor Phelan necesitaba ayuda?
—Por supuesto que sí.
—Si lo hubiera visto toser sangre, ¿se lo habría dicho a alguien?
—Sí.
Nate tenía en su poder un abultado dossier en el que figuraba una relación de las propiedades del señor Phelan. Lo abrió al azar y le preguntó a Snead si sabía algo de Prospecciones Xion. Snead trató por todos los medios de acordarse, pero tenía la mente tan llena de nuevos datos que no lo consiguió. ¿Y de Comunicaciones Delstar? Una vez más Snead hizo una mueca y no consiguió recordar.
Al llegar a la quinta empresa, a Snead le sonó el nombre y comunicó orgullosamente al abogado que la conocía. El señor Phelan era su propietario desde hacía algún tiempo. Nate le hizo preguntas sobre las ventas, los productos y los valores en cartera a lo largo de una interminable lista de datos económicos. Snead no contestó nada a derechas.
—¿Cuánto sabía usted acerca de las propiedades del señor Phelan? —preguntó Nate una y otra vez.
Después le hizo a Snead varias preguntas acerca de la estructura del Grupo Phelan. Snead se había aprendido de memoria los datos esenciales, pero desconocía los detalles menores. No pudo mencionar el nombre de ningún ejecutivo de nivel medio e ignoraba la identidad de los expertos contables de la empresa.
Nate lo sometió a un severo interrogatorio acerca de cuestiones sobre las cuales no tenía la menor idea. Ya muy entrada la tarde, cuando Snead estaba agotado y atontado por la paliza que acababan de propinarle, y mientras le hacía la millonésima pregunta de carácter económico, Nate le soltó sin previo aviso:
—¿Firmó usted un contrato con los abogados cuando cobró el medio millón de dólares?
Hubiera sido suficiente un simple «No», pero Nate lo pilló desprevenido. Snead vaciló, miró a Hark y volvió a mirar a Nate, que estaba rebuscando entre sus papeles como si tuviera una copia del contrato. Snead llevaba dos horas mintiendo, y no fue lo suficientemente rápido.
—Mmm… por supuesto que no —balbució sin convencer a nadie. Nate advirtió que mentía, pero lo dejó correr. Había otros medios de obtener una copia del contrato.
Los abogados de los hermanos Phelan se reunieron en un oscuro bar para lamerse las heridas. Después de la segunda ronda, la triste actuación de Snead les pareció aún peor. Quizá consiguieran adiestrarlo un poco más para el juicio, pero el hecho de haber cobrado tanto dinero había destrozado para siempre su declaración.
¿Cómo se habría enterado O’Riley? Parecía estar completamente seguro de que Snead había cobrado.
—Ha sido Grit —soltó Hark.
Grit, repitieron todos para sus adentros. Seguro que se había pasado al otro bando.
—Eso es lo que le ha ocurrido por haberle robado a su cliente —declaró Wally Bright después de un prolongado silencio.
—Cállese —le espetó la señora Langhorne.
Hark estaba demasiado agotado para luchar. Apuró su copa y pidió otra. En medio del desastre provocado por la declaración de Snead, los abogados de los hermanos Phelan se habían olvidado de Rachel, que seguía sin constar oficialmente en el expediente del tribunal.