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Rex Phelan se había pasado buena parte del día anterior hablando por el teléfono móvil mientras Nate O’Riley vapuleaba a su hermano. Rex había participado en los suficientes juicios como para saber que un litigio significaba tener que esperar: a los abogados, los jueces, los testigos, los expertos, las fechas de los juicios y los tribunales de apelación, y esperar en los pasillos a que le llegara el turno de declarar. Cuando levantó la mano derecha y juró decir la verdad, ya despreciaba con toda su alma a Nate. Tanto Hark como Troy junior le habían advertido acerca de lo que le esperaba. El abogado se metería bajo su piel y se enconaría allí como un grano.

Una vez más, Nate dio comienzo al interrogatorio formulando unas preguntas incendiarias que, en cuestión de diez minutos, consiguieron poner tensos a la mayoría de quienes se hallaban en la sala. Durante tres años Rex había sido objeto de investigación por parte del FBI.

En 1990 se había producido la quiebra de un banco, del que Rex había sido inversor y director. Los clientes habían perdido dinero. Los litigios llevaban varios años en marcha y no se vislumbraba el final. El presidente del banco estaba en la cárcel y los que se encontraban cerca del epicentro creían que Rex sería el siguiente. Había bastante basura para que Nate se pasara muchas horas escarbando.

En broma, le recordaba constantemente a Rex que estaba bajo juramento. Era más que probable que el FBI estudiara el video de su declaración.

A media tarde Nate empezó a abrirse camino hacia el tema de los bares de alterne. Rex era propietario de seis locales —todos a nombre de su mujer— en la zona de Fort Lauderdale. Se los había comprado a un hombre que más tarde había muerto en un tiroteo. Constituían un tema de conversación sencillamente irresistible. Nate los tomó uno a uno —Lady Luck, Lolita’s, Club Tiffany, etcétera— y formuló centenares de preguntas acerca de las chicas, las bailarinas de striptease, de dónde procedían, cuánto ganaban, si consumían drogas y cuáles, si tocaban a los clientes… Se interesó, en fin, por la rentabilidad del negocio de la carne. Tras pasarse tres horas pintando cuidadosamente un retrato del negocio más sórdido del mundo, Nate preguntó:

—¿Trabajaba su actual esposa en uno de esos clubes?

La respuesta fue afirmativa, pero Rex no pudo soltarla sin más. El cuello y la garganta se le enrojecieron de golpe y, por un instante, pareció que estaba a punto de saltar sobre Nate por encima de la mesa.

—Era contable —contestó, apretando las mandíbulas.

—¿Bailó alguna vez sobre la barra?

Otra pausa mientras Rex sujetaba fuertemente la mesa con los dedos.

—Por supuesto que no.

Era mentira y todos los presentes en la sala lo sabían.

Nate echó un vistazo a unos papeles que tenía delante, buscando la verdad. Todos lo observaron con atención, esperando, quizá, que sacara una fotografía de Amber en tanga y zapatos de afilados tacones de aguja.

A las seis volvieron a suspender la sesión, con la promesa de proseguir al día siguiente. Cuando se apagó la cámara de video y la secretaria del juzgado estaba ocupada retirando el equipo, Rex se detuvo a la altura de la puerta y, apuntando a Nate con el dedo, le dijo:

—Se acabaron las preguntas sobre mi mujer, ¿de acuerdo?

—Eso es imposible, Rex. Todas las propiedades están a su nombre —contestó Nate, agitando unos papeles que sostenía en la mano como si estuviera en posesión de todos los datos.

Hark empujó a su cliente fuera de la sala.

Una vez solo, Nate se pasó una hora examinando notas, pasando páginas y pensando que ojalá estuviera en St. Michaels, sentado en el porche de la casa contemplando la bahía. Necesitaba llamar a Phil.

«Es tu último caso —se repetía una y otra vez—. Y lo haces por Rachel».

A mediodía del segundo día los abogados de los hermanos Phelan ya estaban preguntándose abiertamente si la declaración de Rex duraría tres días o cuatro. Éste tenía varios juicios pendientes y un embargo preventivo por valor de siete millones de dólares, pero los acreedores no podían cobrar porque todos los bienes estaban a nombre de su mujer, Amber, la antigua bailarina de striptease. Nate tomó un informe sobre cada uno de los juicios, lo depositó sobre la mesa, lo examinó desde todos los ángulos y las perspectivas posibles y volvió a guardarlo en la carpeta, donde quizá permaneciese definitivamente, o quizá no. El aburrimiento estaba sacando de quicio a todo el mundo menos a Nate, que consiguió conservar su expresión de seriedad mientras seguía adelante, de forma implacable, con el interrogatorio.

Durante la sesión de la tarde eligió el tema del suicidio de Troy y de los acontecimientos que lo habían precedido. Siguió la misma línea que había empleado con junior y de inmediato quedó claro que Hark había aleccionado a Rex. Las respuestas de éste a las preguntas acerca del doctor Zadel habían sido ensayadas, pero fueron aceptables. Rex se atuvo a la línea sustentada por todo el grupo: era evidente que los tres psiquiatras se habían equivocado por completo, pues minutos después Troy se había arrojado al vacío.

Rex pisó terreno más seguro cuando Nate lo sometió a un implacable interrogatorio acerca de su desdichada carrera profesional en el seno del Grupo Phelan. Después ambos se pasaron dos dolorosas horas malgastando los cinco millones de dólares que Rex había recibido como herencia.

A las cinco y media de la tarde, Nate anunció bruscamente que había terminado y abandonó la sala.

Un par de testigos en cuatro días. El espectáculo de dos hombres desnudados frente a una cámara de un video no era muy agradable. Los abogados de los Phelan se dirigieron a sus respectivos automóviles y se marcharon. Quizá lo peor ya hubiera pasado, o quizá no.

Sus clientes habían sido unos niños mimados, ignorados por su padre y arrojados a un mundo de voluminosas cuentas bancarias a una edad en que todavía no estaban preparados para manejar dinero, pese a lo cual se había esperado de ellos que triunfaran. Sus elecciones no habían sido buenas, pero el verdadero culpable había sido, en definitiva, Troy. Ésa era la ponderada opinión de los abogados de los hermanos Phelan.

Libbigail entró en la sala a primera hora de la mañana del viernes y fue conducida al estrado de los testigos. Llevaba el cabello cortado casi al rape a los lados, con un poco más de un par de centímetros de pelo gris en la parte superior de la cabeza y lucía tantas joyas baratas en el cuello y las muñecas que, cuando levantó la mano para prestar juramento, se oyó un estrépito a la altura de su codo.

Miró a Nate horrorizada. Sus hermanos le habían contado lo peor acerca de él.

Sin embargo, estaban a viernes y las ansias de Nate por abandonar la ciudad eran mucho mayores que las de comer cuando tenía apetito. La miró sonriendo e inició el interrogatorio con unas fáciles preguntas sobre sus antecedentes. Hijos, empleos, matrimonios. Durante treinta minutos, todo fue muy agradable. Después Nate empezó a indagar en su pasado. En determinado momento, le preguntó:

—¿Cuántas veces se ha desintoxicado por consumo de drogas o alcohol? —Al advertir que la pregunta la escandalizaba, añadió—: Yo mismo he pasado por eso en cuatro ocasiones, de modo que no tiene por qué avergonzarse.

Su sinceridad la cautivó.

—La verdad es que no me acuerdo —respondió—. Llevo seis años limpia.

—Estupendo —dijo Nate. De un adicto a otro—. La felicito.

A partir de ese momento, ambos hablaron como si estuvieran solos. Nate tuvo que fisgonear, no sin pedirle disculpas por ello. Se interesó por los cinco millones y, haciendo gala de un extraordinario gracejo, ella le contó historias de drogas buenas y hombres malos. A diferencia de sus hermanos, Libbigail había encontrado la estabilidad. Se llamaba Spike, el ex motero que también se había desintoxicado y había aprendido a ser obediente. Vivían en una casita en una zona residencial de Baltimore.

—¿Qué haría usted si recibiera una sexta parte de la herencia de su padre? —preguntó Nate.

—Comprar un montón de cosas —contestó Libbigail—. Como usted. Como cualquier hijo de vecino. Pero esta vez tendría cuidado con el dinero. Mucho cuidado.

—¿Qué sería lo primero que compraría?

—La Harley más grande del mundo para Spike. Después, una casa más bonita, aunque no una mansión. —Le brillaban los ojos mientras se gastaba mentalmente el dinero.

Su declaración duró menos de dos horas. La siguió su hermana Mary Ross Phelan Jackman, que también miró a Nate como si éste tuviera colmillos. De todos los cinco herederos Phelan mayores de edad, Mary Ross era la única que todavía estaba casada con su primer esposo, un prestigioso traumatólogo con otro matrimonio a su espalda. Mary Ross vestía con elegancia y lucía bonitas joyas.

Las primeras preguntas revelaron una experiencia universitaria tan prolongada como las de sus hermanos, pero sin interrupciones, adicciones o expulsiones. Había tomado su dinero y se había pasado tres años viviendo en la Toscana y otros dos en Niza. A los veintiocho años se había casado con el médico y ahora tenía dos hijas, una de siete años y otra de cinco. No quedó muy claro cuánto quedaba de los cinco millones. Su esposo se encargaba de manejar las inversiones de ambos, por lo que Nate suponía que debían de estar prácticamente sin un centavo. Ricos, pero llenos de deudas. En los antecedentes que había preparado Josh sobre Mary Ross figuraban una gran mansión con coches de importación en el sendero de entrada, una casa en una urbanización de Florida y unos ingresos por parte del médico de setecientos cincuenta mil dólares anuales. Éste pagaba veinte mil dólares mensuales a un banco, como consecuencia de una sociedad que había tratado infructuosamente de acaparar el negocio del lavado de automóviles en el norte de Virginia.

El médico también tenía un apartamento en Alexandria para su amante. A Mary Ross y a su marido raras veces se les veía juntos. Nate decidió no entrar en detalles. De repente, experimentó el deseo de terminar cuanto antes, pero procuró disimularlo.

Ramble entró con paso cansino en la sala después de la pausa del almuerzo, acompañado y protegido por su abogado Yancy, que no paraba de revolotear en torno a él, visiblemente inquieto por lo que pudiera ocurrir ahora que su cliente se vería obligado a mantener una conversación inteligente. Aquel día el chico llevaba el cabello teñido de rojo, a juego con el color de sus granos. Ninguna parte de su rostro se había librado de las mutilaciones: los aros y los remaches ensuciaban y cubrían de cicatrices sus facciones. Llevaba el cuello de su cazadora negra de cuero levantado, a lo James Dean, y le rozaba los pendientes que le colgaban de los lóbulos de las orejas. Después de unas cuantas preguntas, quedó claro que el chico era tan estúpido como parecía. Puesto que aún no había tenido la oportunidad de malgastar su dinero, Nate lo dejó en paz. Consiguió averiguar, sin embargo, que raras veces iba a la escuela, que vivía solo en el sótano, le gustaba tocar la guitarra y tenía previsto convertirse muy pronto en un astro del rock. Su nuevo grupo musical se llamaba, con muy buen criterio, los Demon Monkeys, aunque él no estaba seguro de si grabarían sus discos con aquel nombre. No practicaba ningún deporte, jamás había pisado una iglesia, hablaba lo menos posible con su madre y prefería ver la cadena MTV siempre que estaba despierto y no tocaba su música.

Habrían sido necesarios mil millones de dólares en terapia para enderezar a aquel pobre chico, pensó Nate. El interrogatorio terminó en menos de una hora.

Geena fue el último testigo de la semana. Cuatro días después de la muerte de su padre, ella y su marido, Cody, habían firmado un contrato para la compra de una casa de tres millones ochocientos mil dólares. Cuando Nate la atacó con este dardo inmediatamente después de que ella hubiera jurado decir la verdad, Geena empezó a tartamudear y a lanzar miradas a su abogada, la señora Langhorne, quien se llevó una sorpresa mayúscula, pues su cliente no le había hablado de aquello.

—¿Cómo tenía previsto pagar la casa? —preguntó Nate.

La respuesta era obvia, pero ella no podía confesar la verdad.

—Tenemos dinero —respondió a la defensiva, lo cual abrió un resquicio por el que Nate entró como un vendaval.

—Vamos a hablar de su dinero —le dijo él con una sonrisa en los labios—. Usted tiene treinta años. Hace nueve recibió cinco millones de dólares, ¿verdad?

—Sí.

—¿Cuánto le queda?

Geena se pasó un buen rato tratando de encontrar una respuesta. No era tan sencillo. Cody había ganado mucho dinero. En parte lo habían invertido, habían gastado mucho y todo estaba tan mezclado que no se podía echar un vistazo a su balance y decir que de los cinco millones quedaba una cantidad determinada de dinero. Nate le entregó la soga con la que ella misma se ahorcó muy despacio.

—¿Con cuánto dinero cuentan actualmente en sus cuentas bancarias? —preguntó.

—Tendría que mirarlo.

—Deme un cálculo aproximado, por favor.

—Sesenta mil dólares.

—¿Cuántos inmuebles poseen usted y su marido?

—Sólo nuestra casa.

—¿Cuál es su valor?

—Debería hacerla tasar.

—Más o menos, por favor. Nate.

—Trescientos mil.

—¿Y a cuánto asciende la hipoteca?

—A doscientos mil.

—¿Cuál es el valor de su cartera de acciones? Geena garabateó unas notas y cerró los ojos.

—Unos doscientos mil dólares —respondió.

—¿Algún otro activo importante?

—Pues no.

Nate hizo sus propios cálculos.

—O sea, que en nueve años sus cinco millones de dólares se han reducido a una cifra comprendida entre los trescientos mil y los cuatrocientos mil dólares. ¿Estoy en lo cierto?

—No creo. Quiero decir que me parece muy poco.

—Repítanos, si no le importa, cómo pensaba pagar esta nueva casa.

—Con el trabajo de Cody.

—¿Y qué me dice de la herencia de su padre? ¿Ha pensado alguna vez en ella?

—Un poco, quizá.

—Ahora el vendedor de la casa ha presentado una querella, ¿verdad?

—Sí, y nosotros hemos presentado otra contra él.

Era escurridiza y falsa, desenvuelta y rápida con las medias verdades. Nate pensó que probablemente fuese más escurridiza que cualquiera de sus hermanos. Dieron un repaso a los negocios de Cody y enseguida quedó claro adónde había ido a parar el dinero. Cody había perdido un millón de dólares jugando con futuros de cobre en 1992. Había invertido medio millón de dólares en una empresa de pollos congelados y lo había perdido todo. Una granja de Georgia dedicada a la cría doméstica de gusanos utilizados como cebo se había llevado seiscientos mil dólares cuando una ola de calor los había frito a todos.

Eran dos muchachos inmaduros que vivían una vida regalada con el dinero ajeno y soñaban con la gran oportunidad.

Al final de su declaración, mientras Nate aún estaba dándole toda la soga que ella quería, Geena aseguró con expresión muy seria que su participación en la impugnación del testamento no tenía nada que ver con el dinero. Amaba tan profundamente a su padre como él la amaba a ella, y si él hubiera estado en sus cabales no cabía duda de que se habría acordado de sus hijos en el testamento. El hecho de dárselo a una extraña era una prueba evidente de su enfermedad. Y ella estaba allí para proteger el buen nombre de su progenitor.

Fue un discurso breve muy bien ensayado, pero no convenció a nadie. Nate lo dejó correr. Eran las cinco en punto de un viernes por la tarde y estaba cansado de luchar.

Mientras abandonaba la ciudad en medio del denso tráfico de la interestatal 95 en dirección a Baltimore, pensó en los herederos Phelan. Había husmeado en sus vidas hasta extremos vergonzosos. Se compadecía de ellos, de la forma en que habían sido educados, de los valores que jamás les habían inculcado, de sus huecas vidas que sólo giraban en torno al dinero.

Sin embargo, estaba convencido de que Troy sabía muy bien lo que hacía en el momento de garabatear su testamento. Semejante suma de dinero en manos de sus hijos hubiera dado origen a un caos absoluto y a unos padecimientos incalculables. Había dejado su fortuna a Rachel, que no sentía el menor interés por las cuestiones materiales, y había excluido a otros cuyas vidas dependían por entero de ellas.

Nate estaba decidido a defender la validez del último testamento de Troy, pero era plenamente consciente de que el reparto final de la herencia no lo establecería nadie del hemisferio norte.

Ya era tarde cuando llegó a St. Michaels. Al pasar por delante de la iglesia de la Trinidad, sintió deseos de detenerse, entrar, arrodillarse para rezar y pedirle a Dios que le perdonase sus pecados de la semana. Una confesión y un buen baño caliente era lo que necesitaba después de cinco días de declaraciones.