Las declaraciones empezaron el lunes 17 de febrero en una alargada sala vacía del juzgado del condado de Fairfax. Se trataba de una sala de testigos, pero el juez Wycliff había echado mano de su influencia y la había reservado para las últimas dos semanas del mes. Estaba previsto que declararan quince personas como mínimo, pero los abogados no habían conseguido ponerse de acuerdo acerca del lugar y el momento. El juez Wycliff se había visto obligado a intervenir. Las declaraciones se recibirían ordenadamente una detrás de otra, hora tras hora y día tras día hasta que concluyeran. Semejante maratón era un hecho un tanto insólito, pero también lo era todo cuanto estaba en juego. Los abogados se habían mostrado muy habilidosos a la hora de conciliar cualquier otro compromiso con el fin de pasar cuanto antes a la fase de la presentación de pruebas en el caso Phelan. Pospusieron juicios; se libraron de otras declaraciones; retrasaron una vez más importantes fechas límite; transfirieron informes a otros colegas, aplazaron alegremente sus vacaciones hasta el verano, y dejaron los asuntos más intrascendentes en manos de sus asociados. Nada era tan importante como el embrollo Phelan.
Para Nate la perspectiva de pasarse dos semanas en una sala llena de abogados, sometiendo a duros interrogatorios a los testigos, era un suplicio peor que el infierno.
Si su cliente no quería el dinero, ¿qué más le daba a él quién lo recibiera?
Su actitud cambió un poco cuando vio a los herederos de Troy Phelan.
El primer declarante fue Troy Phelan junior. La secretaria del juzgado le tomó juramento, pero sus miradas furtivas y sus mejillas coloradas hicieron que perdiese credibilidad a los pocos segundos de sentarse a la cabecera de la mesa. En el extremo opuesto de ésta una cámara de video captó un primer plano de su rostro. El equipo de Josh había preparado centenares de preguntas para que Nate pudiera cebarse en él. El trabajo y la investigación habían corrido a cargo de media docena de asociados, a los que Nate jamás llegaría a conocer; pero podría haberlo hecho él solo, improvisando sin necesidad de preparación previa. No era más que una declaración, y él contaba con una más que amplia experiencia.
Nate se presentó a Troy junior y éste lo miró con la sonrisa propia de un recluso que está ante su verdugo. «No será muy doloroso, ¿verdad?», parecía preguntarle.
—¿Se encuentra usted en este momento bajo los efectos de alguna droga ilegal, medicamento o bebida alcohólica? —le preguntó cordialmente Nate, provocando el desconcierto entre los abogados de los Phelan, sentados al otro lado de la mesa.
Sólo Hark lo comprendió. Había escuchado casi tantas declaraciones como Nate O’Riley.
—No —contestó ásperamente Troy junior, que ya no sonreía. Tenía resaca, pero en aquellos momentos no estaba bebido.
—¿Es consciente de que acaba usted de jurar decir toda la verdad?
—Sí.
—¿Sabe lo que es el perjurio?
—Por supuesto que lo sé.
—¿Quién es su abogado? —preguntó Nate.
—Hark Gettys.
La arrogancia de O’Riley volvió a desconcertar a los letrados de los Phelan, esta vez incluido el propio Hark. Nate no se había tomado la molestia de averiguar qué abogado representaba a qué cliente. El desdén que le inspiraba todo el grupo resultaba ofensivo.
En el transcurso de los primeros dos minutos, Nate ya había conseguido marcar la desagradable pauta del día. Estaba claro que desconfiaba de Troy junior y cabía la posibilidad de que éste se encontrara, en efecto, bajo los efectos de algo. Se trataba de un viejo truco.
—¿Cuántas esposas ha tenido usted?
—¿Y usted? —replicó junior, mirando a su abogado en busca de aprobación.
Hark, sin embargo, estaba estudiando una hoja de papel.
Nate no perdió la compostura. Era imposible saber qué habrían estado diciendo los abogados de los Phelan a su espalda. En cualquier caso, no le importaba.
—Permítame explicarle una cosa, señor Phelan —dijo sin la menor irritación en la voz—. Se lo explicaré muy despacito para que pueda entenderme. Yo soy el abogado y usted es el testigo. ¿Me sigue hasta ahora?
Troy Junior asintió lentamente con la cabeza.
—Yo formulo las preguntas y usted da las respuestas —añadió Nate—. ¿Lo capta?
Junior volvió a asentir.
—Usted no formula preguntas ¿ha entendido?
—Sí.
—Bien, no creo que tenga usted dificultades con las respuestas si presta atención a las preguntas. ¿De acuerdo?
Troy junior asintió de nuevo con la cabeza.
—¿Le queda todavía alguna duda? —preguntó Nate.
—No.
—Bien. Si vuelve a tener alguna, por favor, consulte con su abogado sin el menor reparo. ¿Lo va entendiendo?
—Sí.
—Estupendo. Vamos a probar otra vez. ¿Cuántas esposas ha tenido usted?
—Dos.
Una hora después ya habían dado por concluido el tema de sus matrimonios, sus hijos y su divorcio. Junior sudaba y se preguntaba cuánto más iba a durar aquello. Los abogados de los Phelan estudiaban con aire ausente sus papeles, preguntándose lo mismo. Pero Nate aún tenía que echar un vistazo a algunos puntos del interrogatorio que le habían preparado. Era capaz de arrancarle la piel a cualquier testigo con sólo mirarlo a los ojos y valerse de una pregunta para llegar a otra. Ningún detalle era demasiado nimio como para que él no lo investigara. ¿Dónde cursó estudios secundarios su primera esposa, en qué universidad estudió, dónde obtuvo su primer empleo? ¿Fue ése su primer matrimonio para ella? Podía hacer un recuento de todos sus empleos. En cuanto al divorcio, ¿a cuánto ascendía la pensión por alimentos de los hijos? ¿La pagaba él por entero?
Fue en buena parte una declaración inútil que no estaba destinada a obtener información sino a molestar al testigo y hacerle comprender que se podrían sacar a relucir sus secretos. Él había puesto el pleito y, por consiguiente, tendría que soportar que lo sometieran a examen.
La relación de sus empleos duró hasta poco antes de la hora del almuerzo. Nate lo machacó con un severo interrogatorio acerca de los distintos cargos que había ocupado en las empresas de su padre. Había docenas de testigos que podrían refutar sus afirmaciones a propósito de la utilidad de su labor. A cada nuevo empleo que se mencionaba, Nate preguntaba los nombres de todos sus colaboradores y supervisores, con lo cual le tendía una trampa. Hark lo advirtió y pidió una pausa. Salió al pasillo con su cliente y le soltó un sermón acerca de la revelación de la verdad.
La sesión de la tarde fue brutal. Cuando Nate le preguntó a Troy junior acerca de los cinco millones de dólares que había recibido al cumplir los veintiún años, todos los abogados de los Phelan parecieron ponerse tensos.
—De eso hace mucho tiempo —contestó Troy junior en tono de resignación.
Tras haberse pasado cuatro horas con Nate O’Riley, Troy Junior comprendió que la siguiente tanda de preguntas sería muy dolorosa.
—Bueno, vamos a intentar recordarlo —dijo Nate sonriendo, sin dar muestras de cansancio. Lo había hecho tantas veces que, en realidad, parecía que estuviera deseando recrearse en los detalles.
Su actuación fue soberbia, aun cuando le desagradaba estar allí, atormentando a unas personas a las que esperaba no volver a ver jamás. Cuantas más preguntas hacía, tanto más se reafirmaba en su propósito de iniciar una nueva carrera.
—¿Cómo recibió usted el dinero? —inquirió.
—Lo depositaron inicialmente en una cuenta.
—¿Tenía usted acceso a dicha cuenta?
—Sí.
—¿Alguna otra persona tenía acceso a esa cuenta?
—No. Sólo yo.
—¿Cómo sacaba usted dinero de esa cuenta?
—Extendiendo cheques.
Y vaya si los había extendido. Su primera adquisición fue un Maserati nuevo, a estrenar, de color azul oscuro. Se pasaron quince minutos hablando del maldito automóvil.
Troy junior no regresó a la universidad tras haber recibido el dinero, si bien era cierto que los centros en los que había estudiado estuvieran deseosos de volver a acogerlo. Se dedicó sencillamente a ir de fiesta en fiesta, aunque eso no lo reveló en forma de confesión bancaria.
Nate lo atosigó a preguntas acerca de los distintos empleos que había tenido desde los veintiún años hasta los treinta, y poco a poco salieron a la superficie los suficientes datos para que se descubriera que en el transcurso de aquellos nueve años Troy junior no había dado golpe. Jugaba al golf y al rugby, cambiaba de automóvil cada dos por tres, se había pasado un año en las Bahamas y otro en Vail y había convivido con un asombroso surtido de mujeres antes de casarse finalmente con su primera esposa a la edad de veintinueve años, viviendo a lo grande hasta que se le acabó el dinero.
Entonces el hijo pródigo regresó a rastras junto a su padre y le pidió trabajo.
Conforme pasaba la tarde, Nate empezó a imaginarse los estragos que aquel testigo se causaría a sí mismo y a todos aquellos que lo rodeaban en caso de que consiguiera poner sus pegajosos dedos sobre la fortuna de Troy Phelan. El dinero lo mataría.
A las cuatro de la tarde Troy junior pidió permiso para retirarse por aquel día. Nate se lo negó. Durante la pausa que se produjo a continuación, se envió una nota al despacho del juez Wycliff, situado al fondo del pasillo. Mientras esperaban, Nate echó por primera vez un vistazo al cuestionario que le había preparado el equipo de Josh.
En su respuesta, el juez decretaba que la instrucción del caso siguiera adelante.
Una semana después del suicidio de Troy, Josh había contratado los servicios de una empresa privada de investigación para que llevara a cabo una indagación sobre los herederos Phelan. El examen se centraba más en los aspectos económicos que en los personales. Nate leyó los puntos más destacados mientras el testigo fumaba en el pasillo.
—¿Qué clase de automóvil tiene usted ahora? —preguntó cuando se reanudó el interrogatorio, cambiando súbitamente de rumbo.
—Un Porsche.
—¿Cuándo lo compró usted?
—Lo tengo desde hace un tiempo.
—Intente responder a la pregunta.
—Hace un par de meses.
—¿Antes o después de la muerte de su padre?
—No estoy muy seguro. Creo que antes. Nate tomó una hoja de papel.
—¿Qué día murió su padre? ¿Cuándo lo compró?
—Vamos a ver. Fue un lunes… mmm…, creo que el 9 de diciembre.
—¿Compró usted el Porsche antes o después del 9 de diciembre?
—Ya le he dicho que me parece que fue antes.
—No, vuelve usted a equivocarse. ¿El martes 10 de diciembre acudió usted a Irving Motors de Arlington y compró un Porsche Carrera Turbo 911 de color negro por noventa mil dólares más o menos? —Nate formuló la pregunta sin levantar los ojos de la hoja que tenía delante.
Troy junior volvió a agitarse nerviosamente en su asiento. Miró a Hark, pero éste se encogió de hombros como si le dijese: «Conteste la pregunta. Él está al corriente».
—Sí.
—¿Compró usted algún otro automóvil aquel día?
—Sí.
—¿Cuántos?
—Dos.
—¿Ambos Porsche?
—Sí.
—¿Por una suma total de ciento ochenta mil dólares aproximadamente?
—Algo así.
—¿Cómo los pagó?
—No los he pagado.
—¿Significa eso que los automóviles fueron un regalo de Irving Motors?
—No exactamente.
—¿Pidió usted que le concedieran un crédito?
—Sí, por lo menos en Irving Motors.
—¿Y ellos quieren cobrar el dinero?
—Sí, como usted comprenderá.
Nate tomó otros papeles.
—En realidad, han presentado una querella para cobrar el dinero o recuperar los vehículos, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Hoy ha utilizado usted el Porsche para venir a hacer la declaración?
—Sí. Está en el aparcamiento.
—Vamos a ver si lo entiendo. El 10 de diciembre, al día siguiente de la muerte de su padre, usted acudió a Irving Motors y adquirió dos automóviles muy caros mediante una especie de crédito y ahora, dos meses después, no ha pagado un centavo y ellos han presentado una querella contra usted. ¿Es así?
El testigo asintió con la cabeza.
—Y éste no es el único pleito que tiene pendiente, ¿verdad?
—No —contestó Troy junior en tono de derrota.
Nate casi se compadeció de él.
Una empresa de alquiler de muebles lo había demandado por falta de pago. La American Express le exigía quince mil dólares. Un banco había presentado una denuncia contra él una semana después de la lectura del testamento de su padre. Junior había conseguido la concesión de un préstamo de veinticinco mil dólares con el simple aval de su nombre. Nate tenía copias de todos los litigios, lo cual le permitió repasar lentamente, con el testigo, todos los detalles de cada uno de ellos.
A las cinco de la tarde, se produjo otra discusión y hubo que enviar otra nota a Wycliff, quien se presentó en la sala y se interesó por la marcha de la instrucción.
—¿Cuándo cree usted que terminará con este testigo? —le preguntó a Nate.
—Todavía no veo el final —contestó Nate, mirando a Junior, que parecía sumido en un trance hipnótico y necesitaba desesperadamente un trago.
—Pues entonces siga trabajando hasta las seis —dijo Wycliff.
—¿Podemos empezar a las ocho de la mañana? —preguntó Nate como si estuviera hablando de ir a la playa.
—A las ocho y media —decretó su señoría, retirándose.
Nate se pasó la última hora que le quedaba acribillando a junior con toda una serie de preguntas al azar acerca de una gran variedad de temas. El declarante no tenía ni idea de adónde quería ir a parar su interrogador con su brillante y magistral actuación. Cuando estaban aposentados en un tema y él ya empezaba a sentirse cómodo, Nate cambiaba bruscamente de cuestión y lo golpeaba con otra cosa distinta.
¿Cuánto dinero había gastado entre el 9 de diciembre y el 27 de diciembre, el día de la lectura del testamento? ¿Qué le había comprado a su mujer por Navidad y cómo lo había pagado? ¿Y a sus hijos? Volviendo a los cinco millones, ¿había invertido alguna parte de aquel dinero en acciones u obligaciones? ¿Cuánto dinero había ganado Biff el año anterior? ¿Por qué razón había obtenido su primer marido la custodia de los hijos? ¿A cuántos abogados había contratado y despedido desde la muerte de su padre? Y dale que te dale.
A las seis en punto, Hark se levantó y anunció que la declaración quedaba suspendida. Diez minutos más tarde Troy junior ya estaba en el bar del vestíbulo de un hotel, a tres kilómetros de distancia.
Nate durmió en la habitación de invitados de Stafford. La esposa de éste se encontraba en algún lugar de la casa, pero él ni siquiera la vio. Josh se había ido a Nueva York por motivos de trabajo.
Los interrogatorios del segundo día empezaron puntualmente. El reparto era el mismo, pero los abogados vestían prendas mucho más informales. Junior llevaba un jersey rojo de algodón.
Nate reconoció su cara de borracho, los ojos enrojecidos, los párpados hinchados, el intenso rubor de las mejillas y la nariz y el sudor por encima de las cejas. Durante muchos años él mismo había tenido ese aspecto. Combatir la resaca formaba parte de su ritual matutino, como la ducha y el hilo dental. Tomar unas pastillas, beber mucha agua y café cargado. Si quería comportarse como un estúpido, debía ser fuerte.
—¿Sabe usted que todavía está bajo juramento, señor Phelan? —preguntó Nate para empezar.
—Sí.
—¿Se encuentra usted bajo los efectos de alguna droga o bebida alcohólica?
—No, señor.
—Bien. Volvamos al 9 de diciembre, el día de la muerte de su padre. ¿Dónde estaba usted mientras lo examinaban los tres psiquiatras?
—En el mismo edificio, en una sala de juntas, en compañía de mi familia.
—Y vio todo el interrogatorio, ¿verdad?
—Sí.
—En la sala había dos monitores en color, ¿no es cierto? De veintiséis pulgadas, ¿verdad?
—Si usted lo dice. Yo no los medí.
—Pero sí los vio, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿No había nada que le impidiera la visión?
—Lo vi con toda claridad, en efecto.
—¿Y tenía usted algún motivo claro para observar detenidamente a su padre?
—Sí.
—¿Tuvo usted alguna dificultad para oírlo?
—Ninguna.
Los abogados comprendieron adónde quería ir a parar Nate. Era un aspecto muy desagradable del caso, pero no podía evitarse. A cada uno de los seis herederos lo obligarían a recorrer aquel mismo camino.
—O sea, que vio y oyó todo el examen.
—Sí.
—¿No se le pasó nada por alto?
—Nada en absoluto.
—De los tres psiquiatras, el doctor Zadel había sido contratado por su familia, ¿verdad?
—En efecto.
—¿Quién lo buscó?
—Los abogados.
—¿Ustedes dejaron en manos de sus abogados la contratación del psiquiatra?
—Sí.
Nate se pasó diez minutos interrogando al testigo acerca de la forma en que habían contratado al doctor Zadel para la realización de aquel examen de importancia tan decisiva, y consiguió, de paso, lo que quería: el reconocimiento de que Zadel había sido contratado porque tenía un historial excelente, les había sido recomendado con coherencia y era extremadamente experto.
—¿Le gustó la manera en que llevó a cabo el examen? —preguntó Nate.
—Supongo que sí.
—¿Hubo algo que no le gustara en la actuación del doctor Zadel?
—No, que yo recuerde.
El viaje hasta el borde del abismo siguió adelante mientras Troy reconocía que se había mostrado satisfecho con el examen y con el doctor Zadel, se había alegrado de las conclusiones a las que habían llegado los tres médicos y había abandonado el edificio convencido de que su padre sabía lo que hacía.
—Y, después del examen, ¿cuándo dudó usted por primera vez de la capacidad mental de su padre?
—Cuando se arrojó al vacío.
—¿El día 9 de diciembre?
—Exacto.
—¿Significa eso que tuvo dudas de inmediato?
—Sí.
—¿Qué dijo el doctor Zadel cuando usted le manifestó esas dudas?
—No hablé con el doctor Zadel.
—Ah, ¿no?
—No.
—Desde el 9 de diciembre al 27 de diciembre, día de la lectura del testamento en el juzgado, ¿cuántas veces habló usted con el doctor Zadel?
—Que yo recuerde, ninguna.
—¿Lo vio usted en algún momento?
—No.
—¿Llamó a su despacho?
—No.
—¿Ha vuelto a verlo desde el día 9 de diciembre?
—No.
Ya lo había llevado hasta el borde del abismo y había llegado el momento de darle el empujón.
—¿Por qué despidió usted al doctor Zadel?
Junior había sido aleccionado, pero hasta cierto punto.
—Eso tendrá que preguntárselo a mi abogado —contestó, confiando en que Nate lo dejara un rato en paz.
—No es su abogado quien está declarando en esta sala, señor Phelan. Le pregunto a usted por qué razón fue despedido el doctor Zadel.
—Tendrá que preguntárselo a los abogados —insistió Junior—. Forma parte de nuestra estrategia legal.
—Antes de despedir al doctor Zadel, ¿lo comentaron sus abogados con usted?
—No estoy muy seguro. La verdad es que no me acuerdo.
—¿Se alegra de que el doctor Zadel ya no trabaje para usted?
—Pues claro que me alegro.
—¿Por qué?
—Porque se equivocó. Mire, mi padre era un maestro de la simulación, ¿sabe? Superó el examen haciendo creer, por medio de falsas apariencias, que era lo que no era, tal como había hecho a lo largo de toda su vida, y después se arrojó al vacío. Supo engañar a Zadel y a los demás psiquiatras, y ellos se dejaron embaucar. Es evidente que no estaba en sus cabales.
—¿Porque se arrojó al vacío?
—Sí, porque se arrojó al vacío, porque le dejó el dinero a una heredera desconocida, porque no se tomó la menor molestia en proteger su fortuna de los impuestos de sucesión, porque ya llevaba bastante tiempo más loco que un cencerro. ¿Por qué cree usted que decidimos someterlo a ese examen? Si no hubiera estado chalado, ¿qué necesidad habríamos tenido de contratar a tres psiquiatras para que lo examinaran antes de que firmase el testamento?
—Sin embargo, los tres psiquiatras dijeron que estaba bien.
—Sí, pero se equivocaron de medio a medio. Mi padre se tiró por la ventana. Las personas cuerdas no hacen esa clase de cosas.
—Y si su padre hubiese firmado el voluminoso testamento y no el testamento manuscrito y después se hubiera arrojado al vacío, ¿habría estado loco?
—En tal caso, nosotros no nos encontraríamos aquí ahora.
Fue la única vez en el transcurso de los dos días de penosa prueba en que Troy Junior trató de adelantarse a su contrincante, pero Nate tuvo la habilidad de pasar a otro tema y dejar aquella cuestión para más tarde.
—Vamos a hablar de Rooster Inns —anunció, lo cual hizo que Junior hundiese los hombros.
Era una más de las muchas aventuras arriesgadas y ruinosas en las que Junior se había embarcado, sólo eso; pero Nate tenía que arrancarle todos los detalles. Un fracaso conducía a otro y cada uno de ellos daba lugar a una serie de preguntas.
La de Junior había sido una vida muy triste. A pesar de lo difícil que resultaba compadecerse de él, Nate comprendía que el pobre muchacho jamás había tenido un padre. Buscaba desesperadamente la aprobación de éste y nunca la había obtenido. Josh le había comentado que Troy se alegraba enormemente cuando los negocios de sus hijos fracasaban.
El abogado dejó libre al testigo a las cinco y media del segundo día. Rex fue el siguiente. Se había pasado todo el día esperando en el pasillo y estaba muy nervioso, pues temía que su declaración volviera a aplazarse.
Josh había regresado de Nueva York. Nate le acompañó en una temprana cena.