El sobre era de color marrón y de tamaño ligeramente más grande que el legal. Al lado de la dirección de Tribus del Mundo en Houston, figuraban unas palabras escritas en clara letra de imprenta de color negro: «Para Rachel Lane, misionera en América del Sur. Personal y confidencial».
Lo recibió el administrativo responsable del correo, lo examinó por un instante y después lo envió al supervisor de la planta superior. El sobre prosiguió su viaje durante toda la mañana hasta llegar finalmente, todavía sin abrir, al escritorio de Neva Collier, coordinadora de las Misiones de América del Sur. Ésta se quedó boquiabierta de asombro al verlo: nadie más que ella sabía que Rachel Lane era una misionera de Tribus del Mundo.
Estaba claro que los que se habían ido pasando el sobre no habían establecido ninguna relación entre el nombre que figuraba en éste y el que había aparecido recientemente en las noticias. Era un lunes por la mañana y en los despachos todo estaba muy tranquilo.
Neva cerró la puerta de su despacho con llave. En el interior del sobre había una carta dirigida «A quien corresponda» y un sobre más pequeño, cerrado. Leyó la carta en voz alta, sorprendiéndose de que alguien conociera en parte la identidad de Rachel Lane.
A quien corresponda:
Adjunto a la presente una carta a Rachel Lane, una de sus misioneras en Brasil. Le ruego que se la haga llegar sin abrir.
Conocí a Rachel hace un par de semanas. Di con ella en el Pantanal, viviendo entre los ípicas, tal como lleva haciendo desde hace once años. El propósito de mi visita era un asunto legal pendiente.
Para su información, le diré que se encuentra bien. Le prometí a Rachel que no revelaría su paradero a nadie bajo ningún pretexto. No desea que la molesten con más cuestiones legales, y accedí a su petición.
Necesita dinero para una nueva embarcación y un motor, y también fondos adicionales para medicamentos. Tendré mucho gusto en mandar un cheque a su organización para sufragar esos gastos; le ruego me envíe instrucciones.
Me propongo volver a escribir a Rachel, aunque no tengo la menor idea de cómo recibe la correspondencia.
¿Tendría usted la bondad de escribirme unas líneas para hacerme saber que ha recibido esta carta y que la que le he enviado a Rachel se le ha hecho llegar?
Gracias.
La misiva estaba firmada por Nate O’Riley. Al pie había un número de teléfono de St. Michaels, Maryland, y una dirección de un bufete jurídico de Washington.
La correspondencia con Rachel era de lo más sencillo. Dos veces al año, el 1 de marzo y el 1 de agosto, Tribus del Mundo enviaba unos paquetes a la oficina de Correos de Corumbá, con suministros médicos, literatura cristiana y todo cuanto Rachel pudiera necesitar o desear. La oficina de Correos se comprometía a guardar los paquetes de agosto durante treinta días y, en caso de que éstos no se recogieran, a enviarlos de nuevo a Houston, algo que jamás había ocurrido. En el mes de agosto de cada año, Rachel efectuaba su excursión anual a Corumbá y aprovechaba para llamar a la sede central y practicar el inglés durante diez minutos. Recogía los paquetes y regresaba junto a los ípicas. En marzo, una vez finalizada la estación de las lluvias, los paquetes se enviaban río arriba en una chalana y se dejaban en una fazenda próxima a la desembocadura del río Xeco. Allí acudía Lako a recogerlos. Los paquetes del mes de marzo siempre eran más pequeños que los de agosto.
En once años, Rachel jamás había recibido una carta personal, por lo menos a través de Tribus del Mundo.
Neva copió el número telefónico en un cuaderno de notas y guardó la carta en un cajón. La enviaría en aproximadamente treinta días, junto con los habituales suministros del mes de marzo.
Se pasaron casi una hora cortando láminas de fibra prensada de sesenta centímetros por metro veinte para la siguiente aula. El suelo estaba cubierto de serrín. Phil tenía serrín incluso en el cabello. El chirrido de la sierra todavía resonaba en sus oídos. Ya era hora de que se tomaran un café. Se sentaron en el suelo de espaldas a la pared, muy cerca de una estufa portátil. Phil vertió un cargado café con leche de un termo.
—Hoy se ha perdido un buen sermón —dijo con una sonrisa.
—¿Dónde?
—¿Cómo que dónde? Pues aquí,
—¿Cuál era el tema?
—El adulterio.
—¿A favor o en contra?
—En contra, como siempre.
—No creo que eso sea un problema para sus feligreses.
—Doy un sermón una vez al año.
—¿El mismo sermón?
—Sí, pero siempre renovado.
—¿Cuándo fue la última vez que problema con el adulterio?
—Hace un par de años. Una de las integrantes más jóvenes de nuestra grey creía que su marido tenía otra mujer en Baltimore. Él se trasladaba una vez a la semana allí por motivos de trabajo y ella observó que, cuando regresaba a casa, era una persona distinta. Rebosaba de energía y sentía más entusiasmo por la vida. La cosa duraba tres días y después el hombre volvía a mostrarse tan malhumorado como de costumbre. Entonces ella se convenció de que su marido se había enamorado de otra.
—A ver si va un poco más al grano.
—Pues resulta que el marido visitaba a un quiropráctico.
Phil se rió ruidosamente por la nariz, lo que siempre resultaba más gracioso que el propio chiste que contaba.
Cuando se les pasó la risa, ambos tomaron un sorbo de café al mismo tiempo.
—En su otra vida, Nate, ¿tuvo alguna vez un problema con el adulterio?
—Ninguno en absoluto. De hecho, no constituía un problema, sino una forma de vida. Perseguía cualquier cosa que caminara. Si una mujer era medianamente atractiva, de inmediato se convertía en un objetivo para mí. Yo estaba casado, pero ni se me ocurría pensar que lo que hacía era cometer adulterio. No se trataba de un pecado sino de un juego. Yo era un presumido asqueroso, Phil.
—No debería haberle hecho esa pregunta.
—No, la confesión es buena para el alma. Me avergüenzo de la persona que era antes. Mujeres, borracheras, bares, peleas, divorcios, abandono de los hijos… un auténtico desastre. Ojalá pudiera volver atrás para vivir de otra manera; pero ahora lo importante es recordar hasta qué extremo he progresado.
—Le quedan muchos años por delante, Nate.
—Eso espero. De todos modos, no sé muy bien qué hacer.
—Tenga paciencia. Dios le guiará.
—Claro que, al paso que vamos, le llevará su tiempo.
Phil sonrió.
—Estudie la Biblia, Nate, y procure rezar. El Señor necesita personas como usted.
—Supongo que sí.
—Confíe en mí. Yo tardé diez años en descubrir la voluntad de Dios. Me pasé algún tiempo corriendo por ahí hasta que, al final, me detuve para prestar atención. Y, poco a poco, él me guió hacia el sacerdocio.
—¿Cuántos años tenía entonces?
—Tenía treinta y seis años cuando entré en el seminario.
—¿Era el más viejo?
—No. En el seminario es frecuente ver a personas de cuarenta y tantos años. Ocurre constantemente.
—¿Cuánto duran los estudios?
—Cuatro años.
—Eso es peor que estudiar abogacía.
—No estuvo nada mal. En realidad, fue muy agradable.
—Pues no puedo decir lo mismo de mi paso por la universidad. Se pasaron una hora más trabajando hasta que llegó la hora del almuerzo. Por fin se fundió toda la nieve. Algo más abajo de la carretera, en Tilghman, había una marisquería que a Phil le encantaba. Nate estaba deseando invitarlo a almorzar.
—Bonito automóvil —dijo Phil, abrochándose el cinturón de seguridad.
El serrín cayó desde su hombro sobre la impoluta tapicería de cuero del jaguar. A Nate le dio enteramente igual.
—Es un coche de abogado, de alquiler, naturalmente, pues no podría permitirme el lujo de pagarlo. Ochocientos dólares al mes.
—Perdón.
—Preferiría conducir un pequeño Blazer o algo por el estilo.
La carretera 33 se estrechaba en las afueras de la ciudad y muy pronto empezaron a seguir el tortuoso perfil de la bahía.
Cuando sonó el teléfono estaba en la cama, aunque no dormía; todavía faltaba una hora para eso. No eran más que las diez, pero su cuerpo seguía acostumbrado a la rutina de Walnut Hill, a pesar de su viaje al sur. A veces aún se sentía un poco fatigado como consecuencia del dengue.
Le parecía increíble que, a lo largo de casi toda su vida profesional, a menudo hubiera trabajado hasta las nueve o las diez de la noche y después se hubiera ido a cenar a un bar y a tomar copas hasta la una. Le entraba cansancio sólo de pensarlo.
Puesto que el teléfono sonaba muy de tarde en tarde, se apresuró a tomarlo en la certeza de que habría ocurrido algún contratiempo.
—Con Nate O’Riley, por favor —dijo una voz femenina.
—Soy yo.
—Buenas noches, señor. Soy Neva Collier y he recibido una carta suya para nuestra amiga de Brasil.
El edredón salió despedido mientras salto de la cama.
—¡Sí! ¿Ha recibido usted mi carta?
—La hemos recibido. La he leído esta mañana y le enviaré carta a Rachel.
—Estupendo. ¿Cómo recibe ella la correspondencia?
—Yo la envío a Corumbá en determinadas fechas del año.
—Muchas gracias. Me gustaría volver a escribirle.
—Me parece muy bien, pero, por favor, no ponga el nombre Rachel en los sobres.
A Nate se le ocurrió pensar que en Houston eran las nueve. Su comunicante estaba llamándolo desde su casa, lo cual le pareció sumamente extraño. Sin embargo, la voz era agradable, aunque un poco reticente.
—¿Ocurre algo?
—No, sólo que aquí nadie más que yo sabe dónde está Rachel. Ahora que usted ha intervenido, somos dos los que estamos al corriente de su paradero.
—Ella me hizo jurar que guardaría el secreto.
—¿Le resultó muy difícil localizarla?
—Ya puede usted figurarse. Yo no me preocuparía por la posibilidad de que otras personas la encontraran.
—Pero ¿cómo lo hizo usted?
—En realidad, lo hizo su padre. ¿Usted se ha enterado del caso de Troy Phelan?
—Sí, estoy recortando las noticias de los periódicos.
—Antes de abandonar este mundo, la localizó en el Pantanal. No tengo ni idea de cómo lo hizo.
—Contaba con los medios.
—En efecto. Sabíamos más o menos dónde estaba, me desplacé allí, contraté un guía, me perdí y di con ella. ¿La conoce usted bien?
—No estoy muy segura de que haya alguien que conozca bien a Rachel. Yo hablo con ella una vez al año, en agosto, cuando me llama desde Corumbá. Hace cinco años probó a disfrutar de un permiso y un día almorzamos juntas, pero la verdad es que no la conozco muy bien.
—¿Ha tenido noticias suyas recientemente?
—No.
Rachel había estado en Corumbá hacía dos semanas. Nate lo sabía porque había acudido a verlo al hospital. Le había hablado, lo había tocado y después se había desvanecido junto con la fiebre. ¿Y no había llamado a la sede central? Era muy extraño.
—Se encuentra bien —dijo Nate—, y muy a gusto con su gente.
¿Comprende usted lo que hizo su padre?
—Eso intento.
—¿Por qué lo enviaron a usted a buscarla?
—Alguien tenía que hacerlo.
—Había que notificárselo a Rachel, y para eso nadie mejor que un abogado. Casualmente, yo era el único de nuestra firma que no tenía otra cosa mejor que hacer.
—Y ahora es su representante legal.
—Veo que sigue usted el caso.
—Puede que tengamos algo más que un interés pasajero. Es una de las nuestras y está un poco fuera de órbita, por así decirlo.
—Eso suena a eufemismo.
—¿Qué pretende hacer Rachel con la herencia de su padre?
Nate se frotó los ojos e hizo una pausa para interrumpir la conversación. Neva Collier se estaba pasando un poco de la raya, pero él dudaba mucho que fuese consciente de ello.
—No quisiera ofenderla, señora Collier, pero no puedo comentar con usted la conversación que mantuve con Rachel a propósito de la herencia de su padre.
—Naturalmente. No era mi intención sonsacarle. Lo que ocurre es que no sé muy bien qué debe hacer Tribus del Mundo en este momento.
—Nada. Ustedes no tienen que intervenir a menos que Rachel les pida que lo hagan.
—Comprendo. Me limitaré a seguir los acontecimientos a través de la prensa.
Nate le comentó el caso de la niña que Rachel atendió y que no disponía del antídoto apropiado.
—En Corumbá no encuentra suficientes medicamentos.
—Me encantaría enviarle cuanto necesite.
—Gracias. Envíe el dinero a mi nombre a Tribus del Mundo y me encargaré de que ella reciba los suministros. Tenemos cuatro mil misioneros como Rachel repartidos por todo el mundo y eso nos obliga a estirar mucho el presupuesto.
—¿Alguno es tan extraordinario como ella?
—Sí. Dios los elige.
Acordaron mantenerse en contacto. Nate podría enviar todas las cartas que quisiera. Neva las remitiría a Corumbá. Cualquiera de los dos que tuviese noticias de Rachel, llamaría al otro.
Una vez de nuevo en la cama, Nate repasó la conversación telefónica. Era asombroso lo mucho que se había callado. Rachel acababa de enterarse por su mediación de que su padre había muerto y le había dejado una de las fortunas más grandes del mundo.
A continuación, ella se había desplazado en secreto a Corumbá porque había averiguado a través de Lako que él estaba muy enfermo. Después se había marchado sin llamar a nadie de Tribus del Mundo para comentar la cuestión del dinero.
Cuando él la dejó en la orilla del río, estaba absolutamente convencido de que a ella no le interesaba el dinero. Ahora esa certeza era aún mayor.