Uno de los motivos del lento avance de las obras de reforma del sótano de la iglesia era la tendencia del padre Phil a levantarse tarde. Laura decía que ella salía diariamente de casa a las ocho de la mañana para dirigirse al parvulario, y la mayor parte de las veces el párroco aún seguía bajo las mantas. Era un ave nocturna, decía él para justificarse, y le encantaba ver viejas películas en blanco y negro en la televisión pasada la medianoche.
De ahí la extrañeza de Nate cuando Phil le llamó el viernes a las siete de la mañana y le preguntó:
—¿Ha leído el Post?
—No leo los periódicos —contestó Nate.
Se había librado de aquella costumbre durante su período de desintoxicación. En cambio, Phil leía cinco periódicos al día. Eran una buena fuente de material para sus sermones.
—Pues creo que le convendría hacerlo.
—¿Por qué?
—Hay un reportaje sobre usted.
Nate se calzó las botas y recorrió las dos manzanas que lo separaban de una cafetería de Main Street. En la primera plana de la sección dedicada al área metropolitana aparecía un bonito reportaje acerca del hallazgo de la heredera perdida de la fortuna de Troy Phelan. Los documentos se habían presentado a última hora del día anterior en el juzgado de distrito del condado de Fairfax, en el que ella, a través de su abogado, un tal Nate O’Riley, rechazaba los argumentos de las personas que habían impugnado el testamento de su padre. Puesto que no había muchas cosas que decir acerca de ella, el reportaje se centraba en su abogado. Según su declaración, presentada también en el juzgado, éste había localizado a Rachel Lane, le había mostrado una copia del testamento manuscrito, había discutido con ella las distintas cuestiones legales y había conseguido convertirse en su abogado.
No se ofrecía ninguna indicación concreta acerca del paradero de la señorita Lane.
El señor O’Riley era un antiguo socio del bufete Stafford; había sido un destacado procurador de los tribunales, había abandonado el bufete en agosto; se había declarado insolvente en octubre; había sido encausado en noviembre y todavía tenía que responder de la acusación de fraude fiscal que pesaba sobre él. Las autoridades tributarias señalaban que les había escamoteado sesenta mil dólares, y para redondear la cosa, el reportero mencionaba el innecesario dato de sus dos divorcios y completaba la humillación con la pésima fotografía que acompañaba el reportaje, en la cual O’Riley aparecía con una copa en la mano en un bar del distrito de Columbia. Nate estudió su granulosa imagen de varios años atrás, con los ojos irritados, las mejillas oscurecidas por el alcohol y una estúpida sonrisa de complacencia, como si estuviera alternando con personas de su agrado. Se avergonzó al verla, pero era algo que pertenecía a otra vida.
Naturalmente, ningún reportaje podía considerarse completo sin una rápida enumeración de los turbulentos detalles de la vida y muerte de Troy: tres esposas, siete hijos conocidos, unos once mil millones de dólares en activos y su vuelo final desde catorce pisos de altura.
No había sido posible contactar con el señor O’Riley para conocer sus opiniones. El señor Stafford no tenía nada que declarar. En cuanto a los abogados de los herederos Phelan, ya habían dicho tantas cosas que no había sido necesario preguntarles nada más.
Nate dobló el periódico y regresó a casa. Eran las ocho y media. Le quedaban casi dos horas antes de la reanudación de las obras del sótano. Los sabuesos ya conocían su nombre, pero les resultaría muy difícil dar con su rastro. Josh había dispuesto que su correspondencia se desviara a un apartado de Correos del distrito de Columbia. Le habían asignado un nuevo número de teléfono de oficina, a nombre de Nate O’Riley, abogado. Las llamadas las atendía una secretaria del bufete de Josh que archivaba los mensajes.
En St. Michaels, sólo el párroco y su mujer conocían su identidad. Corrían rumores de que era un próspero abogado de Baltimore que estaba escribiendo un libro.
Se enviaron por correo copias de la respuesta de Rachel Lane a todos los abogados de los hermanos Phelan que, en su conjunto, se quedaron estupefactos al recibir la noticia. De modo que estaba viva y dispuesta a presentar batalla, por más que la elección del abogado resultase en cierto modo enigmática. La fama de O’Riley era cierta. Se trataba de un hábil y brillante letrado que no podía soportar la presión a que estaba sometido; pero los representantes legales de los hermanos Phelan y el propio juez Wycliff sospechaban que quien llevaba la voz cantante era Josh Stafford. Había rescatado a O’Riley de las drogas y el alcohol, lo había regenerado, había depositado el expediente en sus manos y lo había enviado al juzgado.
Los abogados de los Phelan se reunieron el viernes por la mañana en el despacho de la señora Langhorne, ubicado en uno de los modernos edificios de la avenida Pennsylvania, en la zona comercial. El bufete era un poco quiero y no puedo: sus cuarenta abogados constituían un número suficiente para atraer clientes de la máxima categoría, pero su ambiciosa dirección había elegido el espectacular y ostentoso mobiliario propio de unos abogados que estaban esperando con ansia la gran oportunidad que los lanzara a la fama.
Habían acordado reunirse una vez por semana, cada viernes a las ocho y por no más de dos horas, para analizar el litigio Phelan y planear la estrategia.
La idea había sido de Langhorne, quien había comprendido que ella tendría que ser la conciliadora, pues los chicos estaban demasiado ocupados pavoneándose y combatiendo. Además, había demasiado dinero que perder en un juicio en el que los contendientes, todos agrupados a un lado de la estancia, estaban apuñalándose mutuamente por la espalda.
Al parecer, la depredación ya había terminado, o eso creía ella por lo menos. Sus clientes Geena y Cody no la abandonarían. Yancy llevaba al joven Ramble muy bien sujeto por la correa y Wally Bright vivía prácticamente con Libbigail y Spike. Hark tenía a los otros tres —Troy junior, Rex y Mary Ross— y daba la impresión de conformarse con su cosecha. El polvo estaba posándose alrededor de los herederos. Las relaciones adquirían por momentos un carácter familiar. Las cuestiones se habían definido y los abogados sabían que como no trabajasen en equipo perderían el pleito.
La cuestión número uno era Snead. Se habían pasado varias horas estudiando los videos de su primer intento y cada uno de ellos había preparado largas notas acerca de la manera de mejorar su actuación. La invención de mentiras resultaba descarada. Yancy, un antiguo aspirante a guionista cinematográfico, había llegado a escribirle a Snead un guión de cincuenta páginas plagado de afirmaciones en las que se presentaba al pobre Troy como un individuo totalmente insensato.
La número dos era Nicolette, la secretaria. En unos días la machacarían delante de las cámaras de video, pues la chica tendría que decir ciertas cosas. A Bright se le había ocurrido apuntar la posibilidad de que el viejo hubiera sufrido un ataque de apoplejía en el transcurso de una relación sexual con ella horas antes de enfrentarse con los tres psiquiatras, algo que sólo Nicolette y Snead estaban en condiciones de declarar. Un ataque de esa especie equivaldría a una merma de las facultades mentales. La genial idea había sido aceptada de inmediato, pero había dado lugar a una prolongada discusión acerca de la autopsia. Aún no disponían de una copia del resultado. El pobre hombre se había estrellado contra el suelo de ladrillos del patio y había sufrido un terrible golpe en la cabeza, como cabía esperar. ¿Podía la autopsia, a pesar de ello, revelar la presencia de un ataque cerebral?
La número tres eran sus propios expertos. El psiquiatra de Grit había protagonizado una precipitada salida en compañía de éste, por cuyo motivo ahora sólo había cuatro letrados, uno por cada bufete. No era un número difícil de manejar en un juicio y, de hecho, podía resultar más convincente, sobre todo en caso de que todos ellos llegaran a las mismas conclusiones por caminos distintos. Los abogados habían acordado ensayar también las declaraciones de sus psiquiatras, y los habían sometido a duros interrogatorios, tratando de provocar su derrumbamiento por efecto de la presión.
La número cuatro era la necesidad de contar con más testigos. Tenían que encontrar a otras personas que hubieran estado alrededor del viejo Troy Phelan en sus últimos días. En eso Snead podría echarles una mano.
La última cuestión a debatir era la aparición de Rachel Lane y su abogado.
—No hay nada en los registros firmado por esta mujer —anunció Hark—. Es una especie de reclusa. Nadie sabe dónde está excepto su abogado, y éste no quiere revelarlo. Han tardado un mes en localizarla, y no ha firmado nada. Desde un punto de vista técnico, el tribunal carece de jurisdicción sobre ella. En mi opinión, es obvio que esta mujer se muestra reacia a presentarse.
—Lo mismo les ocurre a algunos ganadores de la lotería —terció Bright—. Quieren llevar la cosa con discreción para evitar que todos los sablistas del barrio llamen a su puerta.
—¿Y si no quiere el dinero? —preguntó Hark, dejando boquiabiertos de asombro a todos los presentes en la estancia.
—Eso es una locura —replicó instintivamente Bright, pero sus palabras se perdieron en el aire mientras él reflexionaba acerca de aquella posibilidad.
Al ver que los demás se rascaban la cabeza, perplejos, Hark insistió en el tema.
—Era sólo una idea, pero convendría tenerla en cuenta. Según la legislación de Virginia, el legado de un testamento puede rechazarse, en cuyo caso queda dentro de la testamentaría, sujeto a las restantes disposiciones. Si este testamento es impugnado y no existe ningún otro, los siete hijos de Troy Phelan se lo llevarán todo. Y, si Rachel Lane no quiere nada, nuestros clientes se repartirán la herencia.
Unos vertiginosos cálculos cruzaron por la mente de los abogados. Once mil millones menos los impuestos de sucesión dividido por seis… Los honorarios de siete cifras se convertían en honorarios de ocho cifras.
—Eso es un poco traído por los pelos —dijo lentamente Langhorne con el cerebro todavía ardiendo por efecto de los cálculos matemáticos.
—No estoy tan seguro —repuso Hark. Estaba claro que sabía algo más que sus colegas—. Una renuncia es un documento muy fácil de ejecutar. ¿Esperan que nos creamos que O’Riley viajó al Brasil, encontró a Rachel Lane, le habló de lo de Troy, consiguió que ella contratara sus servicios, pero no logró que estampara una firmita en un breve documento que otorgaría jurisdicción al juzgado? Aquí hay gato encerrado.
Yancy fue el primero en preguntar:
—¿Brasil?
—Sí. El abogado acaba de regresar de allí.
—¿Y usted cómo lo sabe?
Hark abrió lentamente una carpeta y extrajo unos papeles.
—Tengo un investigador muy bueno —contestó mientras los demás enmudecían de asombro—. Ayer, tras recibir la respuesta de Rachel Lane y la declaración de O’Riley, lo mismo que ustedes, lo llamé. En tres horas, averiguó lo siguiente: el 22 de diciembre Nate O’Riley salió del aeropuerto Dulles en el vuelo 882 de la Varig, directo a São Paulo. Desde allí tomó el vuelo 146 de la Varig a Campo Grande y allí subió a bordo de un aparato de la Air Pantanal con destino a una pequeña ciudad llamada Corumbá, adonde llegó el día 23. Permaneció allí casi tres semanas, al cabo de las cuales regresó al aeropuerto Dulles.
—Puede que fueran unas vacaciones —murmuró Bright, que estaba tan sorprendido como los demás.
—Quizá, pero lo dudo. O’Riley se pasó el último otoño en un centro de desintoxicación, y no era la primera vez. Estaba allí cuando Troy se arrojó al vacío. Salió de allí el 22, el mismo día de su partida hacia Brasil. Su viaje tenía un solo objetivo, y era el de localizar a Rachel Lane.
—¿Y usted cómo sabe todo eso? —no tuvo más remedio que preguntar Yancy.
—No es tan difícil, en realidad. Sobre todo la información relativa a los vuelos. Cualquier buen pirata informático puede obtenerla.
—¿Y cómo sabe usted que él estaba en un centro de desintoxicación?
—Espías.
Se produjo un prolongado silencio mientras los presentes asimilaban la información. Todos despreciaban y al mismo tiempo admiraban a Hark. Siempre se las arreglaba para obtener información de la que ellos carecían. Y ahora estaba de su parte. Todos pertenecían al mismo equipo.
—Es una simple cuestión de medios —añadió—. Procedemos rápidamente a la presentación de los datos que obran en nuestro poder. Impugnamos el testamento con todas nuestras fuerzas. No decimos nada acerca de la falta de jurisdicción del juzgado sobre Rachel Lane. Si ésta no comparece en persona o por medio de un documento de renuncia, ello constituirá un excelente indicio de que no quiere el dinero.
—Jamás conseguirán que me lo crea —dijo Bright.
—Porque es usted abogado.
—¿Y usted no?
—Por supuesto que sí, sólo que menos codicioso. Tanto si lo cree como si no, Wally, hay personas en este mundo que no se sienten motivadas por el dinero.
—Aproximadamente unas veinte —intervino Yancy—, y todas son clientes mías.
Unas leves carcajadas aliviaron la tensión.
Antes de levantar la sesión, los abogados se comprometieron una vez más a considerar confidencial todo lo hablado en el transcurso de la reunión. Cada uno de ellos estaba decidido a hacerlo, pero no se fiaba del todo de los demás. La noticia sobre Brasil era particularmente delicada.