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Dos días de agradable esfuerzo sólo dieron lugar a un insignificante progreso en las obras del sótano de la iglesia de la Trinidad. Pero ambos consumieron gran cantidad de café y, al final, se terminaron el estofado de cordero, pintaron un poco, colocaron unas cuantas láminas de fibra prensada y establecieron los cimientos de una amistad.

El martes por la noche Nate estaba rascando pintura con las uñas cuando sonó el teléfono. Era Josh, llamándolo de nuevo al mundo real.

—El juez Wycliff quiere verte mañana —le anunció—. He intentado telefonearte antes.

—¿Qué quiere? —preguntó Nate sin poder evitar que se le notara el miedo en la voz.

—Estoy seguro de que quiere hacerte unas preguntas acerca de tu nueva cliente.

—Es que estoy muy ocupado, Josh. Estoy haciendo obras, pintando, colocando láminas de fibra prensada y cosas por el estilo.

—No me digas.

—Pues sí. Estoy arreglando el sótano de una iglesia. El tiempo es muy importante.

—No sabía que tuvieras esa habilidad.

—¿Tengo que ir, Josh?

—Creo que sí. Accediste a llevar este caso. Ya se lo he dicho al juez. Te necesitan, muchacho.

—¿Cuándo y dónde?

—Preséntate en mi despacho a las once. Iremos juntos en mi automóvil.

—No me apetece ver el despacho, Josh. Me trae malos recuerdos. Me reuniré contigo en el juzgado.

—Muy bien. Preséntate al mediodía. En el despacho del juez Wycliff.

Nate echó un tronco al fuego y contempló los copos de nieve que pasaban flotando por delante del porche. Podía ponerse traje y corbata y andar por ahí con un maletín. Podía interpretar el papel. Podía decir «Señoría» y «Con la venia del tribunal», protestar a gritos y someter a un duro e implacable interrogatorio a los testigos. Podía hacer todo eso y todas las demás cosas que otros millones de abogados hacían, pero ya no se consideraba un abogado. Aquellos días habían pasado a la historia, gracias a Dios. Sin embargo, lo haría una vez más, pero sólo una. Aunque trató de convencerse de que lo hacía por su cliente, Rachel, sabía que a ella le daba igual.

Aún no le había escrito, a pesar de las muchas veces que había intentado hacerlo. La carta que le había escrito a Jevy le había exigido dos horas de duro esfuerzo para rellenar una página y media.

Cuando sólo llevaba tres días en medio de la nieve, ya echaba de menos las húmedas calles de Corumbá, con el lento tráfico peatonal, las terrazas de los cafés y aquel ritmo vital que decía que todo podía esperar hasta mañana. Nevaba cada vez más fuerte. Tal vez fuese otra ventisca; con un poco de suerte cerrarían las carreteras al tráfico y no tendría que ir.

Más bocadillos de la tienda de comida griega, más encurtidos y té. Josh puso la mesa mientras aguardaban la llegada del juez Wycliff.

—Esto es el dossier del tribunal —dijo, entregándole a Nate un abultado expediente de tapas rojas—. Y aquí está tu respuesta —añadió, tendiéndole una carpeta de cartulina—. Tienes que leerlo y firmarlo cuanto antes.

—¿La testamentaría ya ha presentado la respuesta? —preguntó Nate.

—Lo hará mañana. La respuesta de Rachel Lane está aquí, ya preparada y a la espera de tu firma.

—Aquí hay algo que no marcha, Josh. Estoy presentando una respuesta a una impugnación de un testamento en representación de una cliente que no lo sabe.

—Envíale una copia.

—¿Adónde?

—A su único domicilio conocido, el de Tribus del Mundo en Houston, Texas. Todo está en la carpeta.

Nate sacudió la cabeza con expresión de desaliento al ver los preparativos que había hecho Josh. Se sentía una pieza en un tablero de ajedrez. La respuesta de la defensa de la validez del testamento a nombre de Rachel Lane tenía cuatro páginas de extensión y negaba, tanto general como específicamente, los argumentos esgrimidos en las seis peticiones de impugnación. Nate leyó las seis peticiones mientras Josh hablaba a través de su teléfono móvil.

Una vez reducidos los precipitados argumentos y la jerga legal a sus justas proporciones, el caso era muy sencillo: ¿sabía Troy Phelan lo que hacía cuando redactó su último testamento? Sin embargo, estaba claro que el juicio sería un circo, en el que los abogados llamarían a declarar no sólo a psiquiatras de toda laya, sino a empleados, ex empleados, antiguas amantes, porteros, criadas, chóferes, pilotos, guardaespaldas, médicos, prostitutas y todo aquel que hubiera pasado cinco minutos en compañía del viejo Troy.

Nate no se veía con ánimos para enfrentarse a aquel jaleo. El expediente le resultaba cada vez más pesado a medida que iba leyendo su contenido. Cuando aquella guerra terminara, ocuparía una habitación.

El juez Wycliff hizo su espectacular entrada a las doce y media, disculpándose por estar tan atareado mientras se quitaba la toga a toda prisa.

—Usted es Nate O’Riley —dijo, tendiéndole la mano a Nate.

—Sí, señor juez —respondió Nate—, celebro conocerlo.

Josh consiguió dejar de lado el teléfono móvil. Los tres se apretujaron alrededor de la mesita y empezaron a comer.

—Josh me ha explicado que consiguió localizar usted a la mujer más rica del mundo —dijo Wycliff, saboreando un bocadillo con fruición.

—Sí, en efecto. Hace aproximadamente un par de semanas.

—¿Y no puede decirme dónde está?

—Ella me rogó que no lo hiciera. Y yo se lo prometí.

—¿Comparecerá para declarar en el momento oportuno?

—No tendrá que hacerlo —intervino Josh. Guardaba en la carpeta un informe relacionado con la cuestión de la presencia de Rachel durante el juicio—. Si ella no sabe nada acerca de la capacidad mental del señor Phelan, mal puede presentarse como testigo.

—Pero ella es parte implicada —señaló Wycliff.

—En efecto. Sin embargo, su presencia se puede excusar. Podemos pleitear sin ella.

—¿Excusar por parte de quién?

—De usted, señoría.

—Tengo intención de presentar una solicitud en el momento oportuno —dijo Nate—, pidiendo al tribunal su autorización para la celebración del juicio sin su presencia.

Josh esbozó una sonrisa desde el otro lado de la mesa. «Así me gusta, Nate», pensó.

—Mejor será que nos ocupemos de eso más adelante —repuso Wycliff—. Me interesa más la presentación obligatoria de los datos. Huelga decir que los demandantes están deseando seguir adelante sin dilación.

—La testamentaría presentará mañana su respuesta —intervino Josh—. Estamos preparados para dar batalla.

—¿Y el defensor?

—Aún estoy trabajando en la respuesta —respondió Nate en tono grave, como si llevara varios días en ello—, iba a presentarla mañana.

—¿Está usted preparado?

—Sí, señor.

—¿Cuándo podemos ver la renuncia y la aceptación por esperar esos documentos de parte de su cliente?

—De eso no estoy seguro. ¿Es para la presentación de los datos?

—Técnicamente no tengo jurisdicción sobre ella hasta que reciba los documentos.

—Sí, lo comprendo. Estoy seguro de que aquí. Su servicio de correos es muy lento. Josh miró con una sonrisa a su protegido.

—¿Usted la localizó, le mostró una copia del testamento, le explicó lo que eran los documentos de renuncia y aceptación y accedió a representarla? —preguntó el juez.

—Sí, señor —contestó Nate, pero sólo porque no tenía más remedio que hacerlo.

—¿Lo incluirá usted en una declaración para que conste en acta?

—Eso es un poco insólito, ¿no le parece? —observó Josh.

—Es posible, pero si iniciamos la presentación sin su renuncia y aceptación, necesito que conste en acta que se ha establecido contacto con ella y que ella sabe lo que estamos haciendo.

—Me parece una buena idea, señor juez —dijo Josh como si la idea se le hubiera ocurrido a él desde un principio—. Nate la firmará.

Nate asintió con la cabeza e hincó el diente en su bocadillo, confiando en que lo dejaran comer sin verse obligado a contar más mentiras.

—¿Estaba ella unida a Troy? —inquirió Wycliff. Nate masticó todo lo que pudo antes de contestar.

—Aquí estamos hablando confidencialmente, ¿verdad?

—Por supuesto; es un simple chismorreo.

«Claro, y los chismorreos hacen ganar o perder los juicios».

—No creo que estuvieran demasiado unidos. Ella llevaba años sin verlo.

—¿Cómo reaccionó cuando leyó el testamento?

Wycliff hablaba, efectivamente, en tono distendido, familiar incluso. Nate comprendió que el juez quería conocer todos los detalles.

—Se llevó una sorpresa —contestó ásperamente Nate.

—No me extraña. ¿Preguntó cuánto?

—Más tarde, sí. Creo que se sentía abrumada, como cualquier persona en su lugar.

—¿Está casada?

—No.

Josh comprendió que las preguntas acerca de Rachel podían prolongarse un buen rato, y eso resultaba peligroso. No convenía que Wycliff supiera, al menos por el momento, que a Rachel no le interesaba el dinero.

Como siguiese insistiendo en el tema y Nate siguiese diciéndole la verdad, algo acabaría por escaparse.

—Mire, señor juez —dijo, encauzando hábilmente la conversación por otros derroteros—, éste no es un caso complicado. La presentación de los datos no puede durar mucho. Ellos están nerviosos, y nosotros también. Hay un montón de dinero en la mesa y todo el mundo lo quiere. ¿Por qué no aceleramos el proceso de la presentación obligatoria de los datos y fijamos una fecha para el juicio?

Acelerar un litigio en un asunto de legalización era algo inaudito. A los abogados de testamentarías se les pagaba por horas. ¿Por qué tantas prisas?

—Es interesante —admitió Wycliff—. ¿Qué se propone usted?

—Organizar cuanto antes una reunión para que se proceda a la revelación de los datos. Reunir a todos los abogados en una habitación y que cada uno de ellos presente una lista de los posibles testigos y documentos. Dar un plazo de treinta días para todas las declaraciones y fijar la fecha del juicio para noventa días más tarde.

—Eso es un plazo tremendamente corto.

—En los tribunales federales lo hacemos constantemente. Da resultado. Los muchachos de la otra parte lo aceptarán con entusiasmo, porque sus clientes están sin un centavo.

—¿Y usted, señor O’Riley? ¿Está su cliente ansiosa de recibir el dinero?

—¿Usted no lo estaría, señor juez? —replicó Nate. Los tres se echaron a reír.

Cuando Grit consiguió atravesar la línea de la defensa telefónica de Hark, sus primeras palabras fueron:

—Estoy pensando en ir a ver al juez.

Hark pulsó la tecla de grabación de su teléfono y dijo:

—Buenas tardes, Grit.

—Podría explicarle al juez la verdad, que Snead ha vendido su declaración por cinco millones de dólares y nada de lo que afirma es verdad.

Hark se echó a reír lo bastante alto para que Grit lo oyera.

—Usted no puede hacer eso, Grit.

—Por supuesto que puedo.

—Pues no demuestra ser usted muy listo, la verdad. Escúcheme, Grit, y preste mucha atención. Primero, usted firmó la nota junto con todos los demás, lo cual significa que está implicado en el delito del que nos acusa. Segundo, y más importante, sabe lo de Snead porque intervenía en el caso en calidad de abogado de Mary Ross. Se trata de una relación confidencial. Si usted divulga cualquier dato que haya obtenido en el desempeño de las tareas propias del abogado de una persona, quebranta el principio de secreto profesional, y si comete usted una estupidez, ella presentará una protesta al colegio de abogados y yo lo perseguiré sin piedad hasta conseguir que lo expulsen de éste. Haré que le retiren la licencia, Grit, ¿lo ha entendido?

—Es usted un canalla, Gettys. Me ha robado mi cliente.

—Si tan contenta estaba su cliente, ¿por qué se buscó a otro abogado?

—Aún no he terminado con usted.

—No cometa ninguna estupidez.

Grit colgó violentamente el auricular. Hark disfrutó del momento y después reanudó su trabajo.

Circulando solo en su automóvil por la ciudad, Nate cruzó el río Potomac, pasó por delante del Lincoln Memorial y se dejó llevar sin prisa por el tráfico. Los copos de nieve acariciaban el parabrisas, pero la anunciada ventisca no se había producido. Al llegar a un semáforo en rojo de la avenida Pennsylvania, miró por el espejo retrovisor y vio el edificio, apretujado entre una docena de otros muy similares, en el que había pasado buena parte de los últimos veintitrés años. La ventana de su despacho estaba seis pisos más arriba y apenas podía verla.

En la calle M, por la que se accedía a Georgetown, empezó a ver sus guaridas de antaño, los viejos bares y tugurios donde había compartido oscuras y largas horas con gente a la que ya no conseguía recordar. Sí recordaba, en cambio, los nombres de los bármanes. Cada local tenía su historia. En sus días de bebedor, una dura jornada en el despacho o en la sala de justicia debía suavizarse necesariamente con unas cuantas horas bebiendo, de lo contrario no podía regresar a casa. Giró al norte por Wisconsin y vio un bar en el que una vez se había peleado con un universitario que estaba aún más borracho que él. La disputa la había provocado una estudiante un poco ligera de cascos. El barman los había mandado a darse puñetazos a la calle. Cuando a la mañana siguiente compareció ante el juez, Nate lucía una tirita.

Y allí estaba el pequeño café en el que había comprado cocaína suficiente para matarse. La brigada de narcotráfico había practicado una redada en el local cuando él se encontraba en período de desintoxicación. Dos corredores de bolsa habían ido a parar a la cárcel.

Había pasado sus días de gloria en aquellas calles mientras sus esposas esperaban y sus hijos crecían sin él. Se avergonzaba del sufrimiento que había causado. Cuando abandonó Georgetown juró no regresar jamás.

En la casa de Stafford volvió a cargar en el automóvil más ropa y efectos personales y se marchó a toda prisa.

Llevaba en el bolsillo un cheque por valor de diez mil dólares, el anticipo sobre los honorarios. Hacienda le reclamaba sesenta mil dólares de impuestos atrasados, y la multa ascendería a otro tanto por lo menos. Le debía a su segunda mujer treinta mil dólares por la manutención de los hijos. Mientras él se recuperaba con ayuda de Sergio, sus obligaciones mensuales se habían acumulado.

El hecho de que estuviera arruinado no le eximía del pago de aquellas deudas. Reconocía que su futuro económico era decididamente negro. La manutención de los hijos menores le costaba tres mil dólares mensuales por cada uno. Y los dos mayores le resultaban casi igual de caros, a causa de las matrículas, la vivienda y la comida. Podría subsistir con el dinero que le dejase el caso Phelan durante unos cuantos meses, pero, a juzgar por lo que decían Wycliff y Josh, el juicio se adelantaría en lugar de retrasarse. Cuando se cerrara finalmente la testamentaría, él comparecería ante un juez federal, se declararía culpable de evasión de impuestos y entregaría su licencia.

El padre Phil estaba enseñándole a no preocuparse por el futuro. El Señor cuidaba de los suyos.

Nate se preguntó una vez más si Dios estaba recibiendo más de lo que había pactado.

Puesto que era incapaz de escribir en otro tipo de papel que no fuera el de oficio, por la comodidad de sus amplios márgenes y sus anchas líneas, Nate tomó una hoja e intentó escribirle una carta a Rachel. Tenía la dirección en Houston de Tribus del Mundo. Indicaría en el sobre «Personal y Confidencial», lo dirigiría a Rachel Lane y añadiría una nota explicatoria: «A quien corresponda».

Alguien de Tribus del Mundo debía de saber quién era ella y dónde estaba. A lo mejor, ese alguien estaba al corriente de que Troy era su padre. Y, a lo mejor, ese alguien había atado cabos y ya sabía que su Rachel era la beneficiaria.

Nate suponía, además, que Rachel se pondría en contacto con Tribus del Mundo, si no lo había hecho ya. Estaba en Corumbá, pues había ido a verlo al hospital. Era lógico suponer que desde allí hubiera llamado a Houston para comentarle a alguien la visita que él le había hecho.

Recordaba que ella le había comentado el presupuesto anual que le asignaba Tribus del Mundo. Tenía que haber algún método de correspondencia por correo. Si su carta llegaba a las manos apropiadas en Houston, quizá también llegase al lugar apropiado de Corumbá.

Escribió la fecha y, después, «Querida Rachel».

Se pasó una hora contemplando el fuego que ardía en la chimenea mientras trataba de buscar palabras que sonaran inteligentes. Al final, inició la carta con un párrafo en el que hablaba de la nieve. ¿La echaba ella de menos de la época de su infancia? ¿Cómo eran las nevadas de Montana? En aquellos momentos había una capa de al menos treinta centímetros de grosor al otro lado de su ventana.

Se vio obligado a confesarle que estaba actuando como abogado suyo y, en cuanto entró de lleno en el ritmo de la jerga legal, la carta echó a andar sin dificultad. Le explicó con toda la sencillez que pudo lo que estaba ocurriendo con el juicio.

Le habló del padre Phil, de la iglesia y del sótano. Estaba estudiando la Biblia y le gustaba mucho. Rezaba por ella.

Al terminar, vio que había llenado tres páginas y se sintió orgulloso. La leyó un par de veces y la consideró digna de ser enviada. Si la carta llegaba a la choza de Rachel, sabía que ésta la leería una y otra vez y no prestaría la menor atención a las deficiencias de su estilo.

Estaba deseando volver a verla.