Grit fue despedido por fax y correo electrónico; era la primera vez que ocurría algo semejante en su bufete. Lo hizo Mary Ross a primera hora de la mañana del lunes tras un tenso fin de semana con sus hermanos.
Pero Grit no se fue por las buenas. Reclamó por fax el pago de los honorarios que ella le debía hasta la fecha: ciento cuarenta y ocho horas a seiscientos dólares la hora sumaban un total de ochenta y ocho mil ochocientos dólares. Sus tarifas horarias tendrían que aplicarse al porcentaje que le correspondiera sobre el acto de conciliación o cualquier otro resultado favorable. Grit no quería que le pagaran seiscientos dólares la hora; lo que quería era un saludable trozo del pastel, de la parte que le correspondiera a su cliente, esto es, el veinticinco por ciento que había negociado con ella. Grit quería millones y, mientras permanecía sentado en su despacho cerrado bajo llave contemplando el fax, le pareció imposible que la fortuna se le hubiera escapado de las manos. Estaba firmemente convencido de que, al cabo de unos cuantos meses de encarnizados litigios, la testamentaría Phelan llegaría a un acuerdo con los hijos. Le echaría veinte millones a cada uno de los seis hermanos y contemplaría cómo estos se arrojaban encima de ellos igual que perros hambrientos sin que se advirtiera la menor merma en la fortuna Phelan. Veinte millones para su cliente significaban cinco millones para él. Grit no pudo por menos que admitir en su fuero interno que ya se había imaginado varias maneras de gastar esa cantidad.
Llamó al despacho de Hark para insultarlo, pero le dijeron que en aquellos momentos el señor Gettys estaba ocupado.
Ahora el señor Gettys tenía como clientes a cuatro herederos de la primera familia. Su porcentaje había bajado, primero, del veinticinco al veinte y, finalmente, al diecisiete y medio. Pero su potencial de crecimiento era enorme.
El señor Gettys entró en su sala de juntas minutos después de las diez y saludó a los restantes abogados de los Phelan, congregados allí para celebrar una importante reunión.
—Tengo que darles una noticia —dijo en tono jovial—. El señor Grit ya no interviene en este caso. Su ex cliente, Mary Ross Phelan Jackman, me ha pedido que la represente y, tras haberlo pensado mucho, he accedido a hacerlo.
Sus palabras estallaron como pequeñas bombas alrededor de la mesa. Yancy se acarició la barba rala y se preguntó qué método coactivo se habría utilizado para arrancar a la mujer de los tentáculos de Grit. Sin embargo, él se sentía en cierto modo seguro. La madre de Ramble había utilizado todos los medios a su alcance para atraer al chico hacia otro abogado, pero el muchacho odiaba a su madre.
La señora Langhorne se mostró sorprendida, sobre todo porque Hark acaba de añadir a Troy junior a su clientela; pero, tras el breve sobresalto inicial, se sintió a salvo. Su cliente, Geena Phelan Strong, detestaba a sus hermanastros y hermanastras mayores. Estaba segura de que no renunciaría a su abogada. Aun así, convenía que hiciera un alarde de poder. Llamaría a Geena y Cody cuando finalizara la reunión. Almorzaría con ellos en el Promenade, cerca del Capitolio, y puede que avistaran brevemente al poderoso vicepresidente de algún subcomité.
Cuando Wally Bright oyó la noticia su nuca se tiñó de un intenso color escarlata. Hark estaba depredando clientes; de la primera familia sólo quedaba Libbigail y él mataría a Hark en caso de que intentara robársela.
—No se acerque a mi cliente, ¿está claro? —dijo levantando la voz, furioso.
Todos en la sala se volvieron hacia él.
—Cálmese.
—Y un cuerno. ¿Cómo podemos calmarnos si usted está robándonos los clientes?
—Yo no he robado a la señora Jackman. Fue ella quien me llamó.
—Ya sabemos a qué está usted jugando, Hark. No somos idiotas —soltó Wally, volviéndose hacia sus colegas.
Ellos no se consideraban idiotas, ciertamente, pero no estaban muy seguros de que Wally no lo fuese. La verdad era que nadie podía fiarse de nadie. Había demasiado dinero en juego como para dar por seguro que el colega que se sentaba al lado de uno no sacaría una navaja.
Hicieron pasar a Snead y su presencia en la estancia dio lugar a un cambio de tema. Hark lo presentó al grupo. El pobre Snead parecía un hombre enfrentado a un pelotón de fusilamiento. Se sentó a un extremo de la mesa, enfocado por dos videos.
—Esto es sólo un ensayo —le aseguró Hark—. Tranquilícese.
Los abogados sacaron sus cuadernos de notas repletos de preguntas, y se acercaron un poco más a Snead.
Hark se situó a su espalda y le dio una palmada en el hombro.
—Bien, señor Snead —dijo—, cuando usted haga su declaración los abogados de la otra parte tendrán derecho a interrogarle en primer lugar. Por consiguiente, en el transcurso de aproximadamente una hora deberá usted suponer que somos el enemigo. ¿De acuerdo?
Snead no estaba de acuerdo, por supuesto, pero ya había cobrado el dinero. Tenía que hacer lo que le dijeran.
Hark tomó su cuaderno de notas y empezó a formular preguntas muy sencillas sobre su nacimiento, antecedentes, familia, educación, temas fáciles que Snead manejó muy bien y le sirvieron para relajarse. Después Hark pasó a interrogarlo sobre sus primeros años con el señor Phelan y otros mil asuntos aparentemente improcedentes.
Tras una pausa para ir al lavabo, la señora Langhorne asumió el mando y sometió a Snead a un severo cuestionario acerca de las diversas familias Phelan, las esposas, los hijos, los divorcios y las amantes. Snead pensó que todo aquello era por completo innecesario, pero advirtió que a los abogados les encantaba.
—¿Conocía usted la existencia de Rachel Lane? —inquirió Langhorne.
Snead reflexionó un momento antes de contestar.
—Eso no lo había pensado. —En otras palabras, pedía que le echasen una mano con la respuesta—. ¿Usted qué cree? —le preguntó al señor Gettys.
Hark representó rápidamente su papel.
—Yo creo que usted lo sabía todo sobre el señor Phelan, especialmente en lo relacionado con sus mujeres y sus hijos. A usted no se le escapaba nada. El viejo se lo contaba todo, incluyendo la existencia de su hija ilegítima, que tenía unos diez u once años cuando usted entró al servicio del señor Phelan. Éste intentó, a lo largo de los años, establecer contacto con ella, pero la chica no quería saber nada de él. Supongo que eso debió de dolerle mucho y, como era un hombre que siempre conseguía lo que quería, el desprecio de Rachel hizo que su dolor se transformara en cólera. Yo creo que él sentía antipatía hacia ella. De ahí que el hecho de que se lo dejara todo constituyera una demostración fehaciente de su absoluta locura.
Una vez más, Snead se asombró de la habilidad de Hark para inventarse historias en un santiamén. Los restantes abogados también se quedaron boquiabiertos de asombro.
—¿Qué les parece? —les preguntó Hark. Todos asintieron en gesto de aprobación.
—Será mejor que se le facilite toda la información acerca de Rachel Lane —sugirió Bright.
Snead repitió entonces ante las cámaras la misma historia que Hark acababa de contar y, mientras lo hacía, dio muestras de poseer una aceptable habilidad para ampliar el tema. Cuando terminó, los abogados no pudieron disimular su complacencia. Aquel gusano diría cualquier cosa que hiciera falta, y no había nadie capaz de rebatir sus afirmaciones.
Cuando le hacían alguna pregunta para cuya respuesta necesitaba ayuda, Snead contestaba: «Bueno, eso no lo había pensado». Y Hark, que parecía prever los puntos débiles de Snead, solía tener a punto una rápida historia. Con frecuencia, sin embargo, los demás abogados, deseosos de exhibir su habilidad a la hora de fraguar mentiras, intervenían para proponer también sus pequeñas tramas.
De esta manera, inventaron y armonizaron a la perfección una capa tras otra de falsedades cuidadosamente urdidas para demostrar, sin el menor asomo de duda, que el señor Phelan no estaba en su sano juicio la mañana en que garabateó su último testamento. Los abogados adiestraron a Snead y éste se dejó dirigir sin dificultad alguna. De hecho, era tan maleable que todos los presentes temieron que hablara más de la cuenta. Su credibilidad no podía quedar en entredicho. No debía existir ninguna laguna en su declaración.
Se pasaron tres horas creando la historia y otras dos tratando de desmontarla de manera implacable, para ver si funcionaba. No le dieron de comer a la hora del almuerzo. Se burlaron de él y lo llamaron embustero. En un momento determinado, Langhorne estuvo a punto de hacerlo llorar. Cuando Snead ya estaba agotado y a punto de venirse abajo, lo enviaron a casa con todos los videos y le ordenaron que los estudiase, una y otra vez.
Aún no estaba debidamente preparado para declarar, le dijeron. Sus relatos todavía no eran irrebatibles. El pobre Snead regresó a casa con su nuevo Range Rover, cansado y perplejo, pero firmemente decidido a practicar sus mentiras hasta que los abogados aplaudieran su actuación.
El juez Wycliff disfrutaba de sus tranquilos y breves almuerzos en su despacho. Como de costumbre, Josh compró unos bocadillos en un establecimiento de comida preparada griega que había cerca de Dupont Circle. Los desenvolvió, junto con el té helado y los encurtidos, sobre la mesita del rincón. Ambos se inclinaron sobre la comida, comentando primero lo muy ocupados que estaban para pasar rápidamente al tema de la herencia Phelan. Algo debía de haber ocurrido, pues de otro modo Josh no hubiera llamado.
—Hemos localizado a Rachel Lane —dijo éste.
—Estupendo. ¿Dónde? —En el rostro de Wycliff se dibujó una visible expresión de alivio.
—Nos hizo prometer que no lo diríamos, al menos por el momento.
—¿Se encuentra en el país? —preguntó el juez, olvidándose de su bocadillo.
—No. Está en un lugar muy apartado del mundo y encantada de vivir allí.
—¿Cómo la localizaron?
—Lo hizo su abogado.
—¿Quién es su abogado?
—Un hombre que antes trabajaba en mi bufete. Se llama Nate O’Riley, un antiguo socio de mi firma. Nos dejó en agosto. Wycliff entornó los ojos mientras reflexionaba.
—Qué casualidad —dijo—. Ella contrata a un antiguo socio del bufete de abogados cuyos servicios utilizaba su padre.
—No es ninguna casualidad. En mi calidad de abogado de la testamentaría, yo tenía que buscarla. Envié a Nate O’Riley. Él la localizó y ella lo contrató. En realidad, es muy sencillo.
—¿Cuándo se presentará por aquí?
—Dudo mucho que comparezca en persona.
—¿Y qué me dice de los documentos de aceptación y renuncia?
—Están en camino. Ella se lo toma todo con mucha calma, y, si he de serle sincero, no sé muy bien cuáles son sus planes.
—Habrá una disputa testamentaria, Josh. La guerra ya ha estallado. Las cosas no pueden esperar. Es necesario que este tribunal tenga jurisdicción sobre ella.
—Señor juez, Rachel Lane cuenta con representación legal. Sus intereses estarán protegidos. Vamos a luchar. Nosotros haremos la exhibición de datos y veremos qué es lo que tiene la otra parte.
—¿Puedo hablar con ella?
—Es imposible.
—Vamos, Josh.
—Se lo juro. Mire, trabaja como misionera en un lugar perdido de Suramérica. Es todo lo que le puedo decir.
—Quiero ver al señor O’Riley.
—¿Cuándo?
Wycliff se acercó a su escritorio y tomó la agenda de citas que tenía más a mano. Su atareada existencia estaba regulada por un calendario de listas de causas pendientes de juicio, un calendario de juicios y un calendario de solicitudes. Su secretaria se guiaba por un calendario de oficina.
—¿Qué tal este miércoles?
—Muy bien. ¿Para almorzar? Nosotros tres juntos, con carácter informal.
—Por supuesto.
El abogado O’Riley tenía previsto pasarse toda la mañana leyendo y escribiendo, pero una llamada del párroco truncó sus planes.
—¿Está usted ocupado? —preguntó el padre Phil con una poderosa voz que resonó con fuerza a través del teléfono.
—Pues, en realidad, no —contestó Nate.
Se encontraba sentado en un mullido sillón de cuero, junto a la chimenea, con las rodillas cubiertas por una manta, tomando café y leyendo a Mark Twain.
—¿Está seguro?
—Pues claro que lo estoy.
—Mire, resulta que he decidido hacer unas reformas en el sótano de la iglesia y necesito que me echen una mano. He pensado que, a lo mejor, estaría usted aburrido, pues aquí en Saint Michaels no hay mucho que hacer, por lo menos en invierno. Según dicen, hoy volverá a nevar.
El recuerdo del estofado de cordero pasó por la mente de Nate. Había sobrado una buena cantidad.
—En diez minutos estoy ahí.
El sótano se hallaba directamente debajo de la iglesia. Nate oyó unos martillazos mientras bajaba por los inestables peldaños. Era una ancha y larga sala con un techo muy bajo. El proyecto de reforma llevaba bastante tiempo en marcha, pero no se vislumbraba el final. Al parecer, el plan general consistía en la construcción de una serie de habitaciones adosadas a los muros exteriores, con un espacio abierto en el centro. Phil se encontraba de pie entre dos caballetes de aserrar, con una cinta métrica en la mano y los hombros cubiertos de serrín. Vestía camisa de franela, tejanos y botas, y por su aspecto podría haber pasado fácilmente por carpintero.
—Gracias por venir —dijo con una ancha sonrisa.
—Faltaría más. Me estaba aburriendo —repuso Nate.
—Estoy colocando un revestimiento de fibra prensada en la pared —explicó Phil, señalándolo con un movimiento del brazo—. Entre dos el trabajo es más fácil. Antes me ayudaba el señor Fuqua, pero ya tiene ochenta años y su espalda ya no es lo que era.
—¿Qué está construyendo?
—Seis aulas para estudios bíblicos. El área del centro será una sala común de reuniones. Nuestro presupuesto no da para muchos proyectos nuevos y por eso lo hago yo solo. Además, así me mantengo en forma.
El padre Phil llevaba muchos años sin estar en forma.
—Indíqueme exactamente lo que tengo que hacer —pidió Nate—, y recuerde que soy abogado.
—No se ha dedicado mucho a las tareas manuales, ¿verdad?
—Pues no.
Cada uno tomó un extremo de una lámina de fibra prensada y la arrastraron por el suelo hasta el aula que en aquellos momentos se estaba construyendo. La lámina medía un metro veinte por metro ochenta y, cuando la levantaron para colocarla en su sitio, Nate advirtió que, en efecto, se trataba de un trabajo para dos personas. Phil soltó un gruñido, frunció el entrecejo, se mordió la lengua y, cuando la pieza encajó en el rompecabezas, indicó:
—Ahora aguante aquí.
Nate apretó la lámina contra los listones de sesenta por ciento veinte centímetros mientras Phil la aseguraba con clavos. Una vez asegurada, Phil clavó otros seis clavos en los listones y contempló su obra con admiración. Acto seguido tomó la cinta métrica y empezó a medir el siguiente espacio abierto.
—¿Dónde aprendió usted el oficio de carpintero? —preguntó Nate, estudiándolo con interés.
—Lo llevo en la sangre. José era carpintero.
—¿Quién?
—El padre de Jesús.
—Ah, se refiere a ese José.
—¿Lee usted la Biblia, Nate?
—No mucho.
—Pues tendría que hacerlo.
—Me gustaría empezar.
—Yo puedo ayudarlo, si quiere.
—Gracias.
Phil anotó unas medidas en la lámina de fibra prensada que acababan de colocar. Después midió con cuidado un par de veces. Nate no tardó en comprender la razón de la tardanza en la culminación del proyecto. Phil se lo tomaba todo con mucha calma y era un firme creyente en la bondad de un dinámico régimen de pausas para el café.
Al cabo de una hora subieron por la escalera para dirigirse al despacho de la rectoría, donde se disfrutaba de una temperatura seis grados superior a la del sótano. Phil tenía una cafetera lista sobre un pequeño hornillo. Llenó dos tazas y empezó a examinar las hileras de libros de los estantes.
—Aquí tiene usted una espléndida guía de devociones cotidianas, una de mis preferidas —dijo, tomando delicadamente el libro, pasándole la mano por encima como si estuviese cubierto de polvo y entregándoselo a Nate. Era de tapa dura y tenía la sobrecubierta intacta. Phil era muy cuidadoso con los libros. Eligió otro y también se lo tendió—. Es un estudio de la Biblia para personas ocupadas —añadió—. Muy bueno, por cierto.
—¿Qué le induce a pensar que soy una persona ocupada?
—Es usted un abogado de Washington, ¿no?
—Técnicamente, sí, pero eso está a punto de terminar.
Phil juntó las puntas de los dedos de ambas manos y miró a Nate tal como sólo un clérigo podía hacerlo. Sus ojos decían: «Siga adelante. Cuénteme más cosas. Estoy aquí para ayudarlo».
Y entonces Nate le contó algunas de sus preocupaciones pasadas y presentes, haciendo hincapié en sus problemas con Hacienda y la inminente pérdida de su licencia de abogado. Evitaría ir a la cárcel, pero le exigirían pagar una multa que no estaba en condiciones de afrontar.
Pese a ello, el futuro no le preocupaba; antes bien, se alegraba de abandonar la profesión.
—¿Qué piensa hacer? —le preguntó Phil.
—No tengo ni idea.
—¿Confía en Dios?
—Sí, creo que sí.
—Pues entonces, tranquilícese. Él le mostrará el camino.
Se pasaron tanto rato hablando que la mañana se alargó hasta la hora del almuerzo. Entonces se dirigieron hacia la puerta de al lado y disfrutaron una vez más de un festín de estofado de cordero. Laura se reunió con ellos más tarde. Enseñaba en un parvulario y sólo disponía de treinta minutos para almorzar.
Hacia las dos bajaron de nuevo al sótano, donde reanudaron a regañadientes su tarea. Mientras observaba la manera de trabajar de Phil, Nate comprendió que éste jamás terminaría aquel trabajo. Tal vez José fuera un buen carpintero, pero al padre Phil se le daba mejor el púlpito. La lámina de fibra prensada destinada a ocupar el siguiente espacio vacío pasó por el mismo proceso que la anterior. Al final, tras haber hecho tantas señales a lápiz que ni siquiera un arquitecto las hubiera comprendido, Phil tomó con gran nerviosismo la sierra eléctrica y cortó la lámina. A continuación la colocaron sobre el espacio abierto, la clavaron y la aseguraron. El ajuste era siempre perfecto, y cada vez que ello ocurría Phil soltaba un profundo suspiro de alivio.
Ya tenían dos aulas aparentemente terminadas y listas para pintar. Entrada la tarde, Nate decidió que al día siguiente iba a convertirse en pintor.