A las seis de la mañana del lunes, Nate terminó de darse otra ducha caliente, la tercera en veinticuatro horas, y empezó a forjar planes para irse de allí cuanto antes. La casa en la bahía estaba llamándolo. El distrito de Columbia había sido su hogar durante veintiséis años, pero, tras haber adoptado la decisión de marcharse, deseaba hacerlo cuanto antes.
Como no tenía domicilio, la mudanza sería muy fácil. Encontró a Josh sentado junto a su escritorio del despacho del sótano, hablando por teléfono con un cliente de Tailandia. Mientras escuchaba la mitad de la conversación acerca de unos yacimientos de gas natural, Nate se alegró infinitamente de estar a punto de abandonar el ejercicio de la abogacía. Josh le llevaba doce años, era muy rico y su idea de la diversión era estar en su despacho a las seis y media de la mañana de un domingo. «No dejes que a mí me ocurra lo mismo», pensó Nate, pero sabía que no le ocurría. Si regresaba al despacho, volvería a pegarse las mismas palizas de antes. El hecho de que hubiera pasado por cuatro desintoxicaciones significaba que la quinta estaba a la vuelta de la esquina. Él no era tan fuerte como Josh. Moriría en cuestión de diez años.
El hecho de dejar aquel trabajo contenía una cierta dosis de emoción. Demandar a los médicos era una tarea desagradable de la que podía prescindir sin problemas. Tampoco echaría de menos la tensión de un despacho tremendamente dinámico. Él ya había hecho carrera y cosechado triunfos, pero no sabía asimilar el éxito, y éste sólo le había reportado sufrimiento, arrojándolo al arroyo.
Ahora que se había librado del horror de la cárcel podría disfrutar de una nueva vida.
Se fue con el portaequipaje lleno de ropa y dejó lo demás en una caja, en el garaje de Josh. Ya no nevaba, pero las máquinas quitanieves seguían trabajando. Las calles estaban resbaladizas y, tras recorrer dos manzanas, se le ocurrió pensar que llevaba más de cinco meses sin sentarse al volante de un automóvil. Afortunadamente no había tráfico y pudo circular sin prisa por Wisconsin hasta llegar a Chevy Chase y desde allí a la carretera de circunvalación, donde ya habían quitado el hielo y la nieve.
Solo en su espléndido automóvil, volvió a sentirse de nuevo un ciudadano norteamericano. Recordó a Jevy, con su ruidosa y peligrosa camioneta Ford, y se preguntó cuánto tiempo duraría ésta en la carretera de circunvalación. Se acordó también de Welly, un muchacho tan pobre que su familia ni siquiera tenía coche. En días sucesivos tenía previsto escribir algunas cartas, y una de ellas la enviaría a sus amigos de Corumbá.
Vio el teléfono y le llamó la atención. Al parecer, seguía funcionando. Como era de esperar, Josh se había encargado de que se pagaran todas las facturas. Llamó a Sergio a su casa y se pasó veinte minutos charlando con él. Sergio estaba preocupado y lo regañó por no dar señales de vida. Nate le explicó lo ocurrido con el servicio telefónico en el Pantanal. Las cosas estaban yendo en otra dirección, se enfrentaba con algunas incógnitas, pero su aventura seguía adelante. Abandonaría su profesión y se libraría de ir a la cárcel.
Sergio no le hizo ninguna pregunta relacionada con la bebida. Le daba la impresión de que Nate se había rehabilitado y había recuperado las fuerzas. Éste le dio el número de la casa donde se hospedaría y ambos prometieron almorzar juntos muy pronto.
Después llamó a su hijo mayor a la Universidad del Noroeste en Evanston y le dejó un mensaje en el contestador. ¿Dónde podría estar un estudiante de posgrado de veintitrés años a las siete de la mañana de un domingo? No en la iglesia asistiendo a misa, desde luego. Nate prefería no saberlo. No importaba lo que hiciese, nunca fracasaría tan estrepitosamente como su padre. Su hija tenía veintiún años y estudiaba de forma discontinua en la Universidad Pitt. La última conversación que había mantenido con ella había girado en torno al tema de la matrícula; la conversación había tenido lugar la víspera de que él se fuera a una habitación de motel con una botella de ron y una bolsa llena de pastillas.
No conseguía encontrar el número de teléfono de su hija. Desde que dejara a Nate, la madre de ambos jóvenes había vuelto a casarse un par de veces. Era una persona desagradable, a la que él sólo llamaba en caso estrictamente necesario. Esperaría un par de días y le telefonearía para pedirle el número de su hija. Estaba decidido a hacer el doloroso viaje hasta Oregón para ver por lo menos a sus dos hijos menores. Su madre había contraído otra vez matrimonio, curiosamente con un abogado, en cuya existencia estaba claro que no tenía cabida ningún vicio. Les pediría perdón y trataría de sentar las frágiles bases de una relación. No sabía muy bien cómo hacerlo, pero había jurado que lo intentaría.
Se detuvo en un café de Annapolis para desayunar. Escuchó las predicciones meteorológicas desde un reservado ocupado por un grupo de pendencieros clientes habituales del local y echó distraídamente un vistazo al Post. Leyó los titulares y las noticias de última hora y no vio nada que le interesara. Las noticias jamás cambiaban; problemas en Oriente Próximo; problemas en Irlanda; escándalos en el Congreso; los mercados subían y volvían a bajar; un vertido de petróleo; otro medicamento contra el sida; matanzas de campesinos por parte de las guerrillas en América del Sur; disturbios en Rusia.
La ropa le estaba holgada, por lo que decidió comerse tres huevos con jamón y galletas. Los del reservado habían llegado a un frágil consenso, según el cual volvería a nevar.
Cruzó la bahía de Chesapeake por el Bay Bridge. Las carreteras de la costa oriental seguían cubiertas de nieve en algunos tramos. El jaguar derrapó por dos veces y lo obligó a aminorar la marcha. El vehículo tenía un año de antigüedad y Nate no recordaba cuándo expiraba el alquiler; sólo había elegido el color, pues su secretaria se había ocupado del papeleo, pero estaba decidido a librarse de él lo antes posible y buscarse un viejo automóvil con tracción en las cuatro ruedas. Antes aquel coche elegante, tan propio de un abogado, le parecía un detalle muy importante. Ahora ya no le hacía falta.
Al llegar a Easton, giró en la carretera estatal 33, todavía cubierta por cinco centímetros de nieve en polvo. Siguió las huellas de otros vehículos y pronto cruzó las adormiladas localidades costeras con sus puertos llenos de embarcaciones de vela. Las playas de la bahía de Chesapeake aparecían blancas después de la nevada y el agua era de un color intensamente azul.
St. Michaels tenía una población de mil trescientos habitantes. La carretera 33 se convertía, al cruzar la ciudad a lo largo de unas pocas manzanas, en Main Street, la calle principal, con tiendas y locales comerciales a ambos lados y viejos edificios muy juntos los unos de los otros, perfectamente conservados y listos para salir en una postal.
Nate había oído hablar toda su vida de St. Michaels. La localidad tenía un museo marítimo, un festival de las ostras, un puerto con gran actividad y docenas de encantadores establecimientos hoteleros que ofrecían alojamiento y desayuno y atraían a muchos habitantes de la ciudad durante largos fines de semana. Nate pasó por delante de la oficina de Correos y de una pequeña iglesia cuyo párroco estaba quitando la nieve de los peldaños con una pala.
La casa estaba en Green Street, a dos manzanas de distancia de Main Street, orientada hacia el norte y con una vista del puerto. Era de estilo victoriano, con unos gabletes gemelos y un largo porche exterior que rodeaba los muros laterales. Estaba pintada de azul pizarra, tenía unos adornos de madera blancos y amarillos y la nieve acumulada llegaba casi hasta la puerta principal. El jardín delantero era pequeño y el sendero de entrada estaba cubierto por cincuenta centímetros de nieve. Nate aparcó junto al bordillo y se abrió paso como pudo hasta el porche. Una vez dentro de la casa, fue encendiendo las luces mientras se dirigía a la parte posterior. En un armario que había junto a la puerta trasera encontró una pala de plástico.
Se pasó una hora maravillosa limpiando el porche y quitando la nieve del sendero de entrada y de la acera para poder regresar a su automóvil.
Como era de esperar, la casa estaba lujosamente decorada con antigüedades y ofrecía un aspecto muy pulcro y bien organizado. Josh le había dicho que una mujer iba todos los miércoles para limpiar y quitar el polvo. La señora Stafford pasaba allí dos semanas en primavera y una en otoño. En el transcurso de los últimos dieciocho meses Josh sólo había dormido tres noches en la casa. Había cuatro dormitorios y otros tantos baños. Menuda casita.
Pero no había café, lo cual constituyó la primera emergencia del día. Nate cerró las puertas y se dirigió al centro. Las aceras estaban limpias y mojadas a causa de la nieve que empezaba a fundirse. Según el termómetro del escaparate de la barbería, la temperatura era de cuatro grados. Las tiendas y negocios estaban cerrados. Nate estudió los escaparates mientras caminaba sin prisa. De pronto oyó sonar las campanas de la iglesia.
Según el boletín que le entregó el anciano portero, el párroco era el padre Phil Lancaster, un hombrecillo bajito y vigoroso con gruesas gafas de montura de concha y ensortijada cabellera pelirroja con algunas hebras grises. Igual hubiera podido tener treinta y cinco años que cincuenta. El rebaño que asistiría al acto religioso de las once era viejo y escaso, debido sin duda al mal tiempo. Nate contó veintiuna personas en el pequeño templo, incluyendo al propio Phil y al organista. Había muchas cabezas grises.
La iglesia era muy bonita, con techo abovedado, bancos y suelo de madera oscura y cuatro vidrieras de colores. Cuando el solitario portero se acomodó en el último banco, Phil se levantó con sus negras vestiduras y dio la bienvenida a la iglesia de la Trinidad, en la que todo el mundo se sentía como en casa. Tenía una voz sonora y nasal, y no necesitaba micrófono. En su plegaria, el párroco dio gracias a Dios por la nieve y el invierno y por las estaciones que se nos daban como recordatorio de que todo estaba siempre en sus manos.
Siguieron los himnos y las plegarias. Cuando el padre Phil empezó a predicar, se percató de la presencia de Nate, el único forastero, sentado en el banco de la antepenúltima fila. Ambos intercambiaron una sonrisa y, por un angustioso momento, Nate temió que el cura tuviera intención de presentarlo a los demás feligreses.
El sermón versaba sobre el tema del entusiasmo, una elección un poco extraña dado el promedio de edad de los concurrentes. Nate trató por todos los medios de prestar atención, pero no pudo evitar distraerse. Sus pensamientos regresaron a la capillita de Corumbá con su puerta y sus ventanas abiertas, a través de los cuales penetraba un calor sofocante, el Cristo en la cruz y el joven de la guitarra.
Para no ofender a Phil, se esforzó en mantener los ojos clavados en el globo de mortecina luz fijado a la pared, detrás y por encima del púlpito. Al observar el grosor de las gafas del predicador, abrigó la esperanza de que su desinterés pasara inadvertido.
Sentado en la caldeada y pequeña iglesia, finalmente a salvo de las incertidumbres de su gran aventura, a salvo de las fiebres y las tormentas, de los peligros del distrito de Columbia, de sus adicciones y de la destrucción espiritual, Nate se dio cuenta de que se sentía en paz por primera vez en su vida, que él recordara. No temía nada. Dios estaba atrayéndolo, y aunque Nate no sabía hacia dónde, no sentía miedo. «Ten paciencia», se dijo.
Entonces musitó una oración. Le dio gracias a Dios por haberle salvado la vida y rezó por Rachel, porque sabía que ella estaba rezando por él.
La serenidad lo indujo a sonreír. Cuando terminó la plegaria, abrió los ojos y vio a Phil, que lo miraba con una sonrisa en los labios.
Después de la bendición, los fieles empezaron a salir y, al llegar a la puerta, pasaron por delante de Phil. Cada uno de ellos lo felicitó por el sermón y le hizo algún breve comentario relacionado con la iglesia. La cola se movía muy despacio, pues en realidad aquello era un ritual.
—¿Cómo está su tía? —le preguntó Phil a uno de los feligreses, escuchando después con sumo interés la descripción del más reciente achaque de la mujer.
—¿Qué tal va la cadera? —le preguntó a otro—. ¿Cómo fue el viaje a Alemania?
Estrechaba las manos y se inclinaba hacia delante para escuchar mejor lo que le decían. Sabía lo que pensaban los fieles. Nate permaneció pacientemente al final de la cola. No tenía prisa. Nada ni nadie lo esperaba.
—Bienvenido —dijo el padre Phil, dándole la mano y sujetándolo por el otro brazo—. Bienvenido a la iglesia de la Trinidad.
Le apretó la mano con tal fuerza que Nate no pudo por menos que preguntarse si sería el primer forastero en muchos años.
—Me llamo Nate O’Riley —dijo, y se apresuró a añadir, como si ello contribuyese a definirlo—: De Washington.
—Ha sido un placer tenerle entre nosotros esta mañana.
Los grandes ojos de Phil danzaban detrás de los cristales de las gafas. Visto de cerca, las arrugas revelaban que tenía por lo menos cincuenta años. En su cabeza abundaban más los cabellos grises que los rojos.
—Me hospedo unos días en casa de los señores Stafford —explicó Nate.
—Ah, sí, una casa —preciosa. ¿Cuándo llegó usted?
—Esta mañana.
—¿Solo?
—Sí.
—Bien, en tal caso tiene que reunirse a almorzar con nosotros. A Nate le hizo gracia aquella agresiva hospitalidad.
—Bueno, gracias, pero…
Phil también se estaba deshaciendo en sonrisas.
—No, insisto. Cada vez que nieva mi mujer prepara estofado de cordero. Ahora mismo lo tiene en el horno. En invierno los huéspedes escasean. Por favor, la rectoría se encuentra justo detrás de la iglesia.
Nate estaba en manos de un hombre que había compartido su mesa dominical con centenares de personas.
—Pero es que, en realidad, yo sólo pasaba por aquí y…
—Será un placer —lo interrumpió Phil, tirando de él en dirección al púlpito—. ¿A qué se dedica usted en Washington?
—Soy abogado —contestó Nate.
Una respuesta más completa habría sido muy complicada.
—¿Y qué lo ha traído aquí?
—Es una historia muy larga.
—¡Estupendo! A Laura y a mí nos encantan las historias. Vamos a disfrutar de un largo almuerzo y a contar historias. Nos lo pasaremos muy bien.
Su entusiasmo era irresistible. El pobre hombre estaba deseando charlar con alguien de fuera.
¿Por qué no?, pensó Nate. No había comida en la casa, y, al parecer, todas las tiendas estaban cerradas.
Pasaron por delante del púlpito y franquearon una puerta. Laura estaba apagando las luces.
—Es el señor O’Riley, de Washington —le anunció Phil a su mujer, levantando la voz—. Ha aceptado almorzar con nosotros. Laura sonrió y le estrechó la mano. Tenía el cabello gris y muy corto, y aparentaba por lo menos diez años más que su marido. Si la presencia de un inesperado invitado a su mesa la sorprendió, supo disimularlo muy bien, pero Nate tuvo la impresión de que era algo que ocurría a menudo.
—Por favor, llámeme Nate.
—Pues lo llamaremos Nate —anunció Phil, quitándose la túnica. La rectoría colindaba con el solar de la iglesia y su fachada daba a una calle secundaria. Caminaron pisando con mucho cuidado la nieve.
—¿Qué tal mi sermón? —le preguntó Phil mientras subían por los peldaños del porche.
—Excelente, querido —contestó ella sin el menor entusiasmo. Nate esbozó una sonrisa; sin duda, todos los domingos, desde hacía muchos años, Phil hacía la misma pregunta en el mismo lugar y a la misma hora, y recibía la misma respuesta.
Cualquier duda que Nate pudiera albergar acerca de la conveniencia de quedarse a almorzar con ellos se disipó en cuanto entró en la casa. El penetrante y exquisito aroma del estofado de cordero impregnaba el aire. Phil atizó las ascuas de la chimenea mientras Laura preparaba la comida.
En el pequeño comedor situado entre la cocina y el estudio, la mesa estaba puesta para cuatro comensales. Nate se alegró de haber aceptado la invitación, pese a constarle que no habría tenido ninguna posibilidad de rehusar.
—Nos encanta que esté usted aquí —dijo Phil mientras se sentaban a la mesa—. Tuve la corazonada de que hoy tendríamos un invitado.
—¿Para quién es este sitio? —preguntó Nate, señalando el asiento vacío.
—Los domingos siempre ponemos la mesa para cuatro —contestó Laura, sin dar más detalles.
Los tres se tomaron de la mano mientras Phil agradecía una vez más a Dios la nieve, las estaciones y la comida.
—Y haz que siempre estemos atentos a las necesidades y anhelos de los demás —concluyó.
Las palabras desencadenaron un recuerdo en la mente de Nate. Las había escuchado antes, muchísimos años atrás.
Mientras se pasaban la comida, hicieron los habituales comentarios acerca de las actividades de la mañana. Solía haber un promedio de unas cuarenta personas en el oficio de las once. La nieve había hecho que muchos decidieran quedarse en casa y, además, el virus de la gripe estaba causando estragos en la península. Nate alabó la sencilla belleza del templo. Phil y Laura llevaban seis años en St. Michaels. Cuando apenas habían empezado a comer, ella comentó:
—Estamos en enero, y aun así tiene usted un bronceado estupendo. No lo habrá conseguido en Washington, ¿verdad?
—No. Acabo de regresar de Brasil.
Ambos esposos dejaron de comer y se inclinaron un poco más hacia delante. La aventura se había puesto nuevamente en marcha. Nate tomó una buena cucharada del delicioso estofado e inició su relato.
—Coma, por favor —le decía Laura aproximadamente cada cinco minutos.
Nate tomaba un bocado, masticaba lentamente y seguía. Se limitó a referirse a Rachel como a «la hija de un cliente». En su relato, las tormentas eran cada vez más fuertes, las serpientes más largas, la embarcación más pequeña y los indios más hostiles. A Phil le brillaban los ojos de asombro mientras Nate proseguía con su narración.
Era la segunda vez que Nate hablaba del viaje desde su regreso. Aparte de alguna que otra pequeña exageración aquí y allá, el relato era fidedigno y lo llenaba de asombro incluso a él. Se trataba de una historia impresionante y sus anfitriones estaban disfrutando de una pormenorizada versión de los hechos. Siempre que podían, intercalaban una pregunta.
Cuando Laura despejó la mesa y sirvió de postre bizcochos de chocolate y nueces, Nate y Jevy acababan de llegar al primer poblado ípica.
—¿Se extrañó ella al verlo? —preguntó Phil cuando Nate le describió la escena en que los indios iban a buscar a la mujer al poblado para que se reuniera con ellos.
—Pues no mucho, la verdad —contestó Nate—. Era como si ya esperase nuestra llegada.
Nate trató de describir lo mejor que pudo a los aborígenes y su cultura de la Edad de Piedra, pero sus palabras no conseguían transmitir las imágenes apropiadas. Se comió dos bizcochos, haciendo breves pausas en su narración hasta vaciar el plato.
Luego tomaron café. Para Phil y Laura el almuerzo del domingo giraba más en torno a la conversación que a la comida. Nate se preguntó quién habría sido el último huésped que había tenido la suerte de ser invitado para compartir aquella comida. No resultaba fácil minimizar los horrores del dengue, pero Nate trató decididamente de hacerlo. Un par de días en el hospital, un poco de medicación y listo. Cuando terminó, empezaron las preguntas. Phil quería saberlo todo acerca de la misionera: el credo que profesaba, su fe, su labor entre los indios. La hermana de Laura había vivido quince años en China, trabajando en un hospital eclesiástico, lo cual dio lugar a otra serie de relatos.
Ya eran casi las tres de la tarde cuando Nate se encaminó hacia la puerta. Sus anfitriones hubieran deseado seguir charlando en torno a la mesa o en el estudio hasta el anochecer, pero Nate necesitaba dar un paseo. Les agradeció su hospitalidad y, cuando los dejó saludándolo con la mano en el porche, tuvo la sensación de que los conocía desde hacía muchos años.
Recorrer St. Michaels le llevó una hora. Las estrechas calles estaban flanqueadas por edificios de cien años de antigüedad. Nada estaba fuera de lugar, no había perros callejeros, solares vacíos o edificios abandonados. Hasta la nieve era limpia y había sido cuidadosamente retirada con palas para que las calzadas y aceras estuvieran expeditas y ningún vecino se enfadara. Nate se detuvo en el muelle y contempló la belleza de los veleros. Jamás había puesto los pies en ninguno.
Decidió no irse de St. Michaels hasta que no tuviera más remedio que hacerlo. Viviría en la casa y se quedaría allí hasta que Josh lo desahuciara amablemente. Ahorraría dinero y, cuando terminara el caso Phelan, ya encontraría alguna manera de seguir tirando.
Muy cerca del puerto topó con una pequeña tienda de comestibles que estaba a punto de cerrar. Compró café, sopa en lata, galletas saladas y copos de avena para desayunar. En el mostrador había un paquete de botellines de cerveza. Lo contempló con una sonrisa y se alegró de haber dejado aquellos días a su espalda.