El despachante forma parte integral de la vida brasileña. Ningún negocio, banco, bufete jurídico, centro médico o persona con dinero puede actuar sin los servicios de uno. Es un auxiliar extraordinario. En un país en que la burocracia es tan vasta como anticuada, el despachante es el hombre que conoce a los funcionarios municipales, a la gente de los juzgados, a los burócratas, a los agentes de aduanas. Trata a diario con el sistema y sabe cómo engrasarlo. En Brasil no se consigue ningún papel o documento oficial sin hacer largas colas, y el despachante es el sujeto que las hace por uno. A cambio de una módica suma, esperará ocho horas para renovar la inspección del automóvil de quien sea y sujetársela después al parabrisas mientras quien ha pagado por ello está ocupado en el despacho. Es el que vota, hace gestiones bancarias, envía paquetes y correspondencia por uno… No se arredra ante ningún obstáculo burocrático.
Los negocios de despachantes exhiben los nombres de éstos en los escaparates lo mismo que los bufetes de los abogados y los consultorios de los médicos. El oficio no requiere ninguna preparación específica. Lo único que se necesita es una lengua rápida, paciencia y mucha cara.
El despachante de Valdir en Corumbá conocía a otro de São Paulo, un hombre muy poderoso que tenía contactos en las altas esferas y que, a cambio de una tarifa de dos mil dólares, podía conseguir otro pasaporte.
Jevy se pasó las siguientes mañanas en el río, ayudando a un amigo a arreglar una chalana. Lo observaba todo y prestaba atención a los chismorreos. Ni una sola palabra acerca de la mujer. Al mediodía del viernes, llegó al convencimiento de que ésta no había visitado Corumbá, por lo menos en el transcurso de las últimas dos semanas. Conocía a todos los pescadores, capitanes y marineros y sabía que a éstos les encantaba hablar. Si una norteamericana que vivía con los indios hubiera llegado a la ciudad, ellos se habrían enterado.
Nate estuvo buscándola hasta finales de semana. Recorría las calles, observaba a la gente, hacía averiguaciones en los vestíbulos de los hoteles y en las terrazas de los cafés, estudiaba los rostros y no veía a nadie que tuviera el más remoto parecido con Rachel.
A la una de su último día allí pasó por el despacho de Valdir para recoger su pasaporte. Ambos se despidieron como viejos amigos y prometieron volver a verse muy pronto, aunque sabían que tal cosa jamás volvería a ocurrir. A las dos, Jevy acompañó a Nate al aeropuerto. Permanecieron sentados media hora en la zona de salidas, contemplando cómo descargaban el único aparato que había en la pista y volvían a prepararlo para el nuevo vuelo. Jevy deseaba pasar un tiempo en Estados Unidos y necesitaba la ayuda de Nate.
—Necesito un trabajo —dijo.
Nate lo escuchó con interés, aunque sin estar muy seguro de si él conservara el suyo.
—Veré lo que puedo hacer.
Hablaron de Colorado, del Oeste y de lugares que Nate jamás había visitado. Jevy estaba enamorado de las montañas y Nate, tras pasarse dos semanas en el Pantanal, lo comprendía muy bien. Cuando llegó el momento de la partida, ambos se abrazaron afectuosamente y se dijeron adiós.
Nate avanzó por el ardiente asfalto en dirección al avión, llevando toda su ropa en una pequeña bolsa de deporte.
El turbohélice de veinte plazas efectuó dos aterrizajes antes de llegar a Campo Grande. Allí los pasajeros subieron a bordo de un reactor con destino a São Paulo. La señora del asiento de al lado pidió una cerveza del carrito de las bebidas. Nate estudió la lata situada a menos de un palmo de distancia. «Nunca más», pensó. Cerró los ojos, le suplicó a Dios que le diera fuerzas y pidió un café.
El vuelo con destino al aeropuerto Dulles despegó a medianoche. Llegaría al distrito de Columbia a las nueve de la mañana siguiente. Su búsqueda de Rachel lo había obligado a permanecer fuera del país casi tres semanas.
No sabía muy bien dónde estaba su automóvil. No tenía ningún lugar donde vivir ni medios para conseguirlo, pero no debía preocuparse, pues Josh se encargaría de los detalles.
El aparato efectuó un descenso a través de las nubes hasta tres mil metros de altura. Nate estaba despierto, tomando un café y pensando con inquietud en las calles de la ciudad. Estarían frías y blancas. La tierra aparecía cubierta por una gruesa capa de nieve. Fue muy bonito verlo durante unos cuantos minutos mientras se acercaban a Dulles, hasta que Nate recordó de pronto lo mucho que aborrecía el invierno. Llevaba unos pantalones muy finos, calzaba unos baratos mocasines sin calcetines y una camisa Polo de pega que le había costado seis dólares en el aeropuerto de São Paulo. No tenía una sola prenda de abrigo.
Aquella noche dormiría en cualquier sitio, probablemente en un hotel, sin que nadie lo vigilara en el distrito de Columbia por primera vez desde la noche del 4 de agosto en que había entrado tambaleándose en una habitación de un motel de las afueras. Había ocurrido al final de una larga y patética caída, y él había tratado por todos los medios de olvidarlo.
Pero aquél era el viejo Nate; el de ahora era nuevo. Tenía cuarenta y ocho años, le faltaban trece meses para cumplir los cincuenta y estaba preparado para iniciar una vida distinta. Dios le había dado fuerzas y había robustecido su determinación. Le quedaban treinta años. No los pasaría recogiendo botellas vacías ni los pasaría huyendo. Las máquinas quitanieves estaban en plena actividad cuando el aparato aterrizó y rodó hacia la terminal. Las pistas estaban mojadas y aún seguían cayendo copos de nieve. Cuando Nate bajó del aparato y entró en la manga, el invierno lo golpeó con todo su rigor y le hizo recordar las húmedas calles de Corumbá. Josh lo esperaba en la zona de recogida de equipajes, provisto, naturalmente, de un abrigo de más.
—Tienes una pinta horrible —fueron sus primeras palabras.
—Gracias —repuso Nate. Tomó el abrigo y se lo puso.
—Estás delgado como un alambre.
—Si quieres perder ocho kilos, búscate el mosquito apropiado.
Avanzaron entre la gente hacia las puertas de salida, un empujón por aquí, un codazo por allá y unos apretujones más fuertes al cruzar las puertas. «Bienvenido a casa», pensó Nate.
—Viajas muy ligero de equipaje —dijo Josh, señalando la bolsa de deporte.
—He aquí todas mis posesiones mundanas.
Sin calcetines ni guantes, Nate ya estaba medio congelado de frío en la acera cuando Josh se acercó con el automóvil. La nevada que había caído durante la noche había alcanzado la categoría de temporal. La nieve que se acumulaba junto a los edificios llegaba a los sesenta centímetros de altura.
—Ayer en Corumbá estábamos a treinta y cuatro —dijo Nate al salir del aeropuerto.
—¿Acaso lo echas de menos?
—Pues sí. De repente, lo echo de menos.
—Mira, Gayle está en Londres y he pensado que podrías quedarte un par de días en mi casa.
En la casa de Josh podrían haber dormido quince personas.
—Ah, muy bien, gracias. ¿Dónde está mi coche?
—En mi garaje.
Pues claro. Era un jaguar de alquiler que sin duda habría sido debidamente mantenido, lavado y abrillantado y cuyos pagos mensuales debían de estar al día.
—Gracias, Josh.
—Mandé guardar tus muebles en un depósito. Tu ropa y tus efectos personales están en el coche.
—Gracias —dijo Nate sin sorprenderse en absoluto.
—¿Cómo te encuentras?
—Muy bien.
—Mira, Nate, he estado leyendo cosas sobre el dengue. La plena recuperación sólo se alcanza al cabo de un mes. Te lo digo con toda franqueza.
Un mes. Era la puñalada inicial en la lucha por el futuro de Nate en el bufete. Tómate otro mes, muchacho. A lo mejor, estás demasiado enfermo para trabajar. Nate incluso podría haber escrito el guión. Pero no habría ninguna lucha.
—Estoy un poco débil, eso es todo. Mucho líquido.
—¿Qué clase de líquido?
—Vas directamente al grano, ¿eh?
—Como siempre.
—Estoy rehabilitado, Josh. Tranquilízate. No volveré a caer.
Josh había oído lo mismo muchas veces. La conversación había sido un poco más dura de lo que ambos hubieran deseado, por cuyo motivo se pasaron un rato en silencio. El tráfico era lento. El Potomac estaba medio congelado y grandes placas de hielo flotaban lentamente hacia Georgetown. Mientras permanecían atascados en el Chain Bridge, Nate anunció como quien no quiere la cosa:
—No voy a regresar al despacho, Josh. Aquellos días ya terminaron para mí.
No hubo ninguna reacción visible por parte de Josh. Hubiera podido mostrarse decepcionado ante el hecho de que un viejo amigo y excelente abogado quisiera dejar su trabajo, o feliz de que uno de sus mayores quebraderos de cabeza decidiese abandonar el bufete, o aun indiferente, ya que la marcha de Nate parecía inevitable y de todos modos el lío del fraude fiscal quizá le costase la pérdida de la licencia.
Sin embargo, se limitó a preguntar:
—¿Por qué?
—Por muchas razones, Josh. Digamos, sencillamente, que estoy cansado.
—Casi todos los abogados se queman al cabo de veinte años.
—Eso dicen.
Ya estaba bien de hablar del retiro. Nate ya lo había decidido y Josh no quería disuadirlo. Faltaban dos semanas para la Super Bowl y los Redskins no iban a disputarla. Pasaron al tema del fútbol, tal como suelen hacer los hombres cuando tienen que mantener en marcha la conversación en medio de cuestiones más importantes.
A pesar de la gruesa capa de nieve que las cubría, a Nate las calles le resultaban tremendamente desagradables.
Los Stafford eran propietarios de una espléndida casa en Wesley Heights, en el noroeste del distrito de Columbia. Tenían, además, una casa de veraneo en la bahía de Chesapeake y una cabaña de troncos en Maine. Los cuatro hijos eran mayores y estaban desperdigados. La señora Stafford prefería viajar mientras que su marido prefería dedicarse al trabajo.
Nate sacó algunas prendas de abrigo del maletero de su automóvil y disfrutó de una ducha caliente en la zona de invitados de la casa. La presión del agua era más floja en Brasil. La ducha de la habitación de su hotel nunca estaba caliente, pero tampoco estaba fría. Las pastillas de jabón eran más pequeñas. Comparó las cosas que lo rodeaban y recordó con regocijo la ducha del Santa Loura: una cuerda colgando por encima de la taza del retrete que, cuando uno tiraba de ella, soltaba agua tibia del río a través de una alcachofa. Era más fuerte de lo que él creía; la aventura que acababa de vivir se lo había enseñado, entre otras cosas.
Se afeitó y se cepilló los dientes, reanudando sus costumbres con mucha calma. Estar en casa le parecía agradable en muchos sentidos.
El despacho de Josh en el sótano era más espacioso que el que tenía en el bufete, y estaba tan desordenado como éste. Se reunieron allí para compartir un café. Había llegado el momento de presentar el informe. Nate empezó por contar los pormenores del malhadado intento de localizar a Rachel por el aire, el aterrizaje de emergencia, la vaca muerta, los tres chiquillos, la tristeza de la Navidad en el Pantanal. Refirió también, con lujo de detalles, la historia de su paseo a caballo, su encuentro en el pantano con el caimán, y el rescate por medio de un helicóptero. No comentó su borrachera de la noche de Navidad; no habría servido de nada y él se moría de vergüenza de sólo pensar en ella. Describió a Jevy, Welly, el Santa Loura y la excursión al norte. Recordó que, cuando él y Jevy se habían perdido con la batea, tuvo miedo, pero había tenido tantas cosas de que ocuparse que eso había impedido que sucumbiese al pánico. Ahora, en la seguridad de la civilización, sus andanzas por Brasil se le antojaban aterradoras.
Josh quedó muy sorprendido al enterarse del verdadero alcance de aquella aventura. Sintió el impulso de disculparse ante Nate por haberlo enviado a un lugar tan peligroso, pero estaba claro que la excursión había sido emocionante. El número de caimanes iba en aumento conforme avanzaba el relato, y a la solitaria anaconda que tomaba el sol a la orilla del río se añadió otra que nadaba junto a la embarcación.
A continuación, Nate describió a los indios, su desnudez, la insípida comida y la lánguida existencia, al jefe y su negativa a permitirles marcharse.
Y, finalmente, a Rachel. Al llegar a ese punto del informe, Josh tomó su cuaderno de apuntes y empezó a hacer anotaciones. Nate la describió minuciosamente, desde la suavidad de su voz hasta las sandalias y las botas de excursionista; también su choza y su botiquín de medicamentos, a Lako y su cojera, la forma en que los indios la miraban cuando ella pasaba por su lado. Contó la historia de la niña que había muerto por culpa de la mordedura de una serpiente. Comunicó lo poco que Rachel le había contado acerca de sí misma.
Con toda la precisión de un veterano de las salas de justicia, Nate refirió todo lo que había averiguado acerca de Rachel en el transcurso de su viaje. Utilizó las mismas palabras que ella había empleado al hablar de la herencia y el dinero. Recordó el comentario que ella había hecho acerca del carácter tosco de la escritura de Troy.
Contó lo poco que recordaba de su viaje de regreso del Pantanal. Y minimizó el horror del dengue. Había sobrevivido, y este hecho, por sí solo, lo llenaba de asombro.
Una doncella sirvió sopa y té caliente para el almuerzo.
—Bueno pues —dijo Josh tras haber tomado unas cuantas cucharadas—. Si rechaza la herencia de Troy, el dinero se quedará en la testamentaría, pero si, por alguna razón, el testamento es declarado nulo, no habrá ningún testamento.
—¿Cómo puede ser nulo el testamento? Un equipo de psiquiatras habló con él minutos antes de que se arrojara al vacío. —Ahora han contratado a otros psiquiatras muy bien pagados que tienen otras opiniones. El asunto es muy complicado. Todos sus anteriores testamentos fueron destruidos. Si algún día se llega a establecer que Troy murió sin dejar un codicilo válido, sus hijos, los siete, se repartirán la herencia a partes iguales. Puesto que Rachel no quiere su parte, ésta se dividirá entre los otros seis herederos.
—Esos imbéciles.
—Algo así.
—¿Qué posibilidades hay de que se invalide el testamento?
—No muchas. Yo preferiría defender nuestra causa que la de ellos, pero las cosas pueden cambiar.
Nate empezó a pasear por la estancia mordisqueando una galletita salada mientras analizaba las distintas alternativas.
—¿Por qué luchar por la validez del testamento si Rachel lo rechaza en su totalidad?
—Por tres razones —contestó rápidamente Josh. Como de costumbre, había analizado el asunto desde todos los ángulos posibles, y había elaborado un plan magistral cuyos pormenores iría revelándole a Nate poco a poco—. Primero y lo más importante, mi cliente redactó un testamento válido en el que distribuía sus bienes exactamente tal y como él quería, y yo, como abogado suyo, no puedo por menos que luchar para proteger la integridad de ese testamento. Segundo, sé la opinión que al señor Phelan le merecían sus hijos. La mera posibilidad de que éstos se apoderaran de su dinero le horrorizaba. Yo comparto su opinión y me estremezco al pensar en lo que ocurriría si cada uno de ellos se embolsarán mil millones de dólares por cabeza. Tercero, siempre cabe la posibilidad de que Rachel cambie de parecer.
—No cuentes con ello.
—Mira, Nate, es sólo un ser humano. Tiene los papeles. Esperará unos días y empezará a pensar en ellos. A lo mejor, la idea de ser rica jamás se le ha pasado por la imaginación, pero, en determinado momento, no tendrá más remedio que pensar en todo el bien que podría hacer con el dinero. ¿Le hablaste de los fideicomisos y las fundaciones benéficas?
—Ni siquiera sé muy bien lo que son, Josh. Yo era un abogado, ¿o es que ya no te acuerdas?
—Vamos a luchar para defender el legado del señor Phelan, Nate. El problema es que el asiento más importante de la mesa está vacío. Rachel necesita que alguien la represente.
—No lo necesita. Ni siquiera ha pensado en ello.
—El pleito no puede seguir adelante hasta que cuente con un abogado.
Nate no podía competir con aquel estratega magistral. El negro abismo se abrió como por arte de ensalmo y Nate ya estaba empezando a caer en él. Cerró los ojos y musitó:
—Bromeas.
—No. Y no podemos aplazarlo por mucho tiempo. Troy murió hace un mes. El juez Wycliff está desesperado por averiguar el paradero de Rachel Lane. Se han presentado seis demandas de impugnación del testamento y hay mucha presión en torno a este asunto. Todo se comenta en los periódicos. El simple hecho de insinuar que Rachel tiene previsto rechazar la herencia haría que perdiésemos el control de la situación. Los herederos Phelan y sus abogados se volverían locos, y el juez perdería repentinamente cualquier interés en apoyar el último testamento de Troy.
—¿Significa eso que yo soy su abogado?
—No habrá más remedio, Nate. Si quieres irte, me parece muy bien, pero tendrás que encargarte de un último caso. Tú limítate a sentarte a la mesa y a proteger sus intereses. Del levantamiento de peso nos encargaremos nosotros.
—Pero hay un problema: yo soy socio de tu bufete.
—Se trata de un problema menor, porque nuestros intereses son los mismos. Nosotros (la testamentaría y Rachel) tenemos el mismo objetivo: proteger el testamento. Nos sentamos a la misma mesa. Y, técnicamente, podemos declarar que abandonaste el bufete el pasado mes de agosto.
—Hay mucha verdad en eso.
Ambos reconocían la triste realidad. Josh tomó un sorbo de té sin apartar los ojos de Nate.
—En determinado momento iremos a ver a Wycliff y le diremos que has localizado a Rachel, que ella no tiene previsto presentarse en este momento, y que aun cuando no sabe muy bien qué hacer, desea que defiendas sus intereses.
—Eso es mentirle al juez.
—Sólo una mentirijilla, Nate, que más tarde él mismo nos agradecerá. Está deseando que se inicie el litigio, pero no ocurrirá hasta que tenga noticias de Rachel. Si tú eres su abogado, ya puede empezar la guerra. La mentira la diré yo.
—O sea, que soy un abogado independiente y trabajo en mi último caso.
—Exacto.
—Quiero irme de la ciudad, Josh —dijo Nate. Soltó una carcajada y añadió—: ¿Dónde iba a vivir aquí?
—¿Adónde vas?
—No lo sé. Mis pensamientos todavía no han llegado tan lejos.
—Se me ocurre una idea.
—No me cabe la menor duda.
—Vete a mi casa de la bahía de Chesapeake. En invierno no la utilizamos. Está en Saint Michaels, a dos horas de carretera. Puedes venir cuando te necesitemos y quedarte allí cuando no. Te repito, Nate, que nosotros nos encargaremos del trabajo.
Nate se pasó un rato estudiando las estanterías de libros. Veinticuatro horas antes estaba comiendo un bocadillo sentado en un banco de un parque de Corumbá, desde el cual contemplaba a los peatones a la espera de que apareciera Rachel. Había jurado no volver a entrar voluntariamente en una sala de justicia. Pero no tenía más remedio que reconocer, muy a pesar suyo, que el plan le atraía. Jamás hubiera podido imaginar un cliente mejor. El caso no acabaría en juicio. Y, con el dinero que estaba en juego, él por lo menos podría ganarse la vida durante unos cuantos meses.
Josh se terminó la sopa y pasó al siguiente punto de la lista.
—Te propongo unos honorarios de diez mil dólares mensuales.
—Es una suma muy generosa, Josh.
—Creo que podemos sacarla de la herencia del viejo, y, como no tendrás que ceder nada para los gastos generales del bufete, te ayudará a recuperarte.
—Hasta que…
—Exacto, hasta que resolvamos la cuestión de Hacienda.
—¿Sabes algo del juez?
—Le llamo de vez en cuando. La semana pasada almorzamos juntos.
—De modo que sois amigos.
—Nos conocemos desde hace mucho tiempo. No te preocupes por la cárcel, Nate. El Estado se conformará con imponerte una fuerte multa y privarte durante cinco años de tu licencia da abogado.
—Por mí pueden quedársela.
—Todavía no. La necesitamos para otro caso.
—¿Cuánto tiempo esperará el Estado?
—Un año. No es urgente.
—Gracias, Josh.
Nate estaba empezando a sentirse cansado. El vuelo nocturno, los estragos de la selva, el combate mental con Josh… Necesitaba acostarse en una cálida y mullida cama en una habitación completamente a oscuras.